César Guillermo Ruvalcaba Gómez, Universidad de Guadalajara
En Ética a Nicómaco Aristóteles señalaba que las personas dimensionamos los límites de lo que se entiende por ética y aquilatamos los parámetros de lo que se considera virtud a través de la observación del comportamiento de los demás. Si son socialmente aceptados y reconocidos se convierten en virtudes. De esta forma, una persona aprendía, a través de las convenciones y estímulos sociales, aquello que era la “vida buena”.
Pero ¿qué pasaría si Aristóteles asomara hoy a nuestro mundo? ¿Dónde supondría que las personas aprenden lo que es la vida buena? La apropiación de las tecnologías digitales quizás esté inaugurando un nuevo espacio público que ofrezca una nueva fuente de orientación para acceder a esa vida buena, ahora disponible en versión online.
La digitalidad como brújula moral
A partir de esto quisiera plantear la siguiente hipótesis: en una sociedad mucho más compleja y global que la de la Grecia clásica, acordar principios éticos colectivos resulta cada vez más difícil. ¿Eso significa que nos hemos abandonado al caos y al sinsentido ético? No. Más bien ha emergido un nuevo dispositivo que funge como brújula orientadora para guiar nuestro comportamiento; esta vez de una forma más efectiva, discreta y casi imperceptible a través de plataformas digitales. Estos espacios no funcionan a partir de elementos coactivos, sino incorporando un conjunto de pequeños estímulos que van condicionando progresivamente nuestros criterios de valoración y nos enseñan a desenvolvernos en lo social, dentro y fuera del espectro digital.
¿Cómo ocurre esto? Veamos.
Nos hemos habituado al uso de tecnologías digitales para gestionar los asuntos más cotidianos de la vida, desde la compra de un producto, la selección de una película, la organización de un viaje, realizar un trámite administrativo o consultar el reporte de calificaciones de los niños. Incluso los impulsos afectivos encuentran nuevas formas de mediación en plataformas disponibles.
Usted se preguntará: ¿qué tiene que ver todo esto con la vida buena de Aristóteles y el establecimiento de una ética contemporánea? Pues que las prácticas digitales no permiten simplemente la realización de las tareas que se han descrito, sino que al hacerlo reconfiguran al propio sujeto que las realiza, sus deseos, sus aspiraciones y su conducta.
Es decir, las plataformas tienen una dimensión normativa que opera sobre la conducta de los usuarios.
Sin apenas darnos cuenta, estos dispositivos introducen diversos mecanismos de evaluación de dichas características deseables a través de herramientas de reconocimiento (me gustas, seguidores, interacciones…). Esto va empujando a los usuarios a incorporar elementos y asumir ciertas tendencias relacionadas al consumo, la moda y a la propia forma de comprender el mundo. Los criterios de felicidad y la estructuración del deseo también empiezan a ser producidos por un poder inmanente a la digitalidad.
El homo digitalis
¿Cómo explicar que redes sociales como Instagram estén repletas de usuarios que publican imágenes de lo que comen –previa decoración exhaustiva– en búsqueda de la aceptación de la comunidad? Aceptación que llega en forma de un me gusta que le recuerde que está comiendo lo correcto. ¿Cómo es posible que la experiencia de un viaje esté incompleta sin la publicación de las fotografías expuesta a través de redes? Fotografías que, además, deben plasmar los estándares de felicidad que son ya reconocidos en el entorno digital.
Por ello, el lenguaje de lo aceptable no dispone de iconos negativos o de rechazo, al menos no como constante. Su normatividad opera de forma positiva y constructiva. Se expresa en términos de lo aceptable donde aquello que no se adecúa a estos criterios se margina progresivamente y se excluye de lo valorable.
Es decir, no es necesario prohibir las cosas, tampoco nos obligan a comportarnos de tal manera; no existe coacción, solo pequeños principios de orden normativo que seleccionamos en una supuesta libertad. Por supuesto que el usuario puede decidir no asumir ciertas condiciones o estereotipos que le presenta el entorno digital; incluso puede negarse y actuar en contrario. La cuestión es que actuar de esa manera lo expone a la exclusión y a la marginalidad de los estándares de la comunidad. Se arriesga a ser irrelevante: la aparente libertad digital termina por imponer ciertos criterios disciplinarios que tienen efectos conductuales.
La necesidad de problematizar la ética de lo digital
En resumen, las prácticas digitales no proponen un modelo exclusivo de vida buena, pero permiten el ejercicio práctico y la objetivación de aquello que puede considerarse ético. En esta medida, las plataformas digitales permiten ponderar y cuantificar valores como éxito, felicidad, rentabilidad, competitividad o amistad. Son una herramienta para materializar la aspiración abstracta y, a la vez, una hoja de ruta para alcanzarla. En una sociedad caracterizada cada vez más por la inmediatez, la incertidumbre y las transformaciones constantes, las plataformas sirven para automatizar nuevos criterios de aceptabilidad de manera eficiente.
Quizás la forma en que estamos interiorizando los principios éticos básicos para relacionarnos socialmente ya no respondan a ideologías coherentes, sino a criterios que asimilamos a partir de las prácticas digitales de forma progresiva. Quizás la discreta configuración de los algoritmos nos esté condicionando de forma tal que reconozcamos aquello que es correcto o incorrecto, bueno o malo, deseable o marginal. Quizás la vida buena venga contenida en los marcos de actuación que sean mejor valorados al desenvolvernos en el entramado digital. Quizás debamos dialogar más con los Zuckerberg que con los Aristóteles sobre la necesidad de volver a problematizar la ética de lo común.
César Guillermo Ruvalcaba Gómez, Profesor-investigador sobre teoría política y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Universidad de Guadalajara
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.