Fragmento del artículo Una genealogía de la visión liberal de la pobreza. Publicado en Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 3(8), 35-53. https://doi.org/10.51528/dk.vol3.id56
Por Beatriz Dávilo, Universidad Nacional de Rosario y Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina.
La renovación liberal del siglo XX y las miradas sobre la pobreza
A partir de la crisis financiera de 1929 se produce una renovación significativa en el ámbito del pensamiento liberal, tanto en el plano conceptual como en el político. La alianza tejida entre liberalismo y capitalismo durante el siglo XIX se ve sacudida por el crack de la bolsa de New York y la secuela de efectos ulteriores, desacomodando el espacio teórico que explica el desarrollo de las sociedades –occidentales, al menos- a partir de una expansión económica regida por la lógica concurrencial del mercado (Audier, 2012, pp. 61-63).
En este escenario, los ensayos de revisión del liberalismo, actualmente etiquetados por comodidad como neoliberalismo, configuran más bien una nebulosa, como dice Audier, que una corriente teórica, conceptual y política claramente definida. En 1938, se desarrolla en París el Coloquio Walter Lipmann,[20] considerado por muchos uno de los primeros mojones en el territorio intelectual y político ahora caracterizado como neoliberal. Sin embargo, allí se presentan propuestas muy diversas. Tenemos, por un lado, a los alemanes Wilhelm Röpke, y Alexander Rüstow, cuyas teorizaciones abonan lo que luego se conocerá como economía social de mercado, que sostienen que alguna intervención en la economía se le debe conceder al Estado, para evitar la concentración de riqueza y garantizar la competencia, contemplándose incluso, en el repertorio de medidas posibles, el impuesto a la herencia. En esta perspectiva, se plantea que el liberalismo debe recuperar su espíritu ético, que hunde sus raíces en John Locke y en Adam Smith, generando para cada generación las condiciones de radical «justicia en el punto de partida» (Audier, 2012, p. 427).
Por otro lado, están los representantes de la Escuela Austríaca, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, mucho más reacios a la intervención estatal en la economía, que hacen una apología del mercado y la competencia. En las discusiones que tienen lugar durante el Coloquio, von Mises incluso no duda en reivindicarse paleoliberal si lo que trata de impulsar la renovación del liberalismo es alguna intromisión estatal en el orden económico (Audier, 2012, p. 156).
Esta vertiente austríaca es clave para analizar el neoliberalismo norteamericano, en la medida en que la migración de von Mises y Hayek a Estados Unidos en la segunda posguerra los va a acercar a pensadores como Milton Friedmann y otros miembros de la llamada Escuela de Chicago, y ese intercambio será fundamental para darle forma a un campo de sentido neoliberal en Norteamérica, luego proyectado a escala planetaria. En el marco de los logros que acredita el Estado de Bienestar en los treinta años posteriores a 1945, el discurso neoliberal va sedimentando imágenes que caracterizan las prestaciones de la seguridad social como paternalismo, la política fiscal como confiscatoria, y la administración welfarista como onerosa para el conjunto de la sociedad. Frente a estos rasgos negativos, la alternativa se pone del lado de un individualismo extremo y una responsabilización de cada individuo por su destino de pobreza o riqueza, según los esfuerzos que esté dispuesto a hacer para capitalizarse y generar ingresos.
En este sentido, Camino de servidumbre, de Hayek, publicado en 1944 cuando aún vivía en Inglaterra, es un texto fundamental para comenzar a trazar el itinerario de la problematización de la pobreza en el liberalismo y el neoliberalismo norteamericanos. En este texto, la pobreza ocupa un lugar importante en el análisis de las derivas totalitarias de la intervención estatal, en un escenario todavía atravesado por la guerra. El problema es que las restricciones a las libertades ciudadanas impuestas en ese contexto sientan un precedente que suele ser reactivado cuando ya ha desaparecido la causa (Hayek, 2008, p. 76).[21] Y es en un esquema valorativo que ubica a la libertad sobre cualquier otro derecho que la pobreza es recortada como problema: Hayek no desconoce la desigualdad de oportunidades que un régimen de competencia ofrece a un pobre con respecto a un rico, pero esto «no impide que en esta sociedad el pobre tenga mucha más libertad que la persona dotada de un confort material mucho mayor en una sociedad diferente» (Hayek, 2008, p. 192).
Lo que la gente supone que son las «bendiciones de un Estado social paternalista» tiene como contrapartida un exceso de regulaciones que condicionan la vida individual y colectiva. Así, gradualmente:
el soberano extiende su brazo a toda la sociedad; cubre su superficie con una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales incluso los espíritus más originales y vigorosos no podrían hacerse notar y elevarse por encima de la masa; no quiebra las voluntades sino que las debilita, las dirige, raramente constriñe a obrar, pero se esfuerza continuamente en impedir que se actúe; no destruye, pero impide que se cree (Hayek, 2008, pp. 78-79).
En el balance, para Hayek no quedan dudas sobre la superioridad del régimen de competencia, en el cual si bien es cierto que «la probabilidad de que un hombre que empieza pobre alcance una gran riqueza es mucho menor que la que tiene el hombre que ha heredado propiedad, no sólo aquél tiene alguna probabilidad», además es el único «donde aquél sólo depende de sí mismo y no de los favores del poderoso» (Hayek, 2008, p. 192).
El juego de la libertad y la autonomía individual versus la pobreza que reclama redistribución y lo único que obtiene a cambio es manipulación es el telón de fondo de muchos planteos, no solo filosóficos sino también literarios. En La rebelión de Atlas. Ayn Rand –escritora y filósofa nacida en Rusia en 1905 y emigrada a Estados Unidos en 1925- narra lo que podríamos caracterizar como la insurrección de los talentosos y autosuficientes contra el Estado intervencionista y paternalista. Fue leída por millones de personas –algunos dicen que en la década del ’80, ocupó el segundo lugar en el ranking norteamericano, solo superada por la Biblia. Publicada en 1957, está ambientada en los Estados Unidos del New Deal, y pinta una escena social dividida entre empresarios parásitos del Estado, que no toman riesgo y se valen de la intervención estatal para enriquecerse, pobres ociosos que se amparan en la protección estatal y políticos que ven en la pobreza una reserva de votos: «¿Quién no tiene estos días parientes pobres? Todo ello asciende a unos cinco millones de votos. Quise decir de personas.» (Rand, 2007, p. 439).
En rebelión contra ese orden, un filósofo y científico, John Galt, induce el colapso de la sociedad welfarista con la sola retirada de los talentosos y emprendedores. Lentamente va convenciendo a científicos, artistas, empresarios, filósofos, pero también trabajadores altamente calificados, responsables en sus tareas y que no esperan del Estado una actitud paternalista, a dejar todo e instalarse en un lugar desconocido e inaccesible para el mundo exterior. Gracias a su inteligencia, creó la tecnología para un emplazamiento ubicado entre las montañas del estado de Colorado donde no es detectado ni por el ojo humano ni por los radares.
Ese enclave utópico donde cada uno se dedica a producir según sus habilidades y a intercambiar con los demás según sus necesidades, es la demostración de la posibilidad de un orden espontáneo y auto regulado. Allí no hay estado, pero todo funciona como un aceitado engranaje que no tiene otro motor que el talento y el interés individuales: sin «leyes, ni disposiciones ni organización formal de ninguna clase» (Rand, 2007, p. 773), hombres y mujeres evitan recaer en el tipo de sociedad de la que habían huido. Para ello se prohíbe la palabra “dar”, porque comprar y vender se considera el mecanismo más justo para acceder a lo que se necesita. El símbolo del dólar identifica a lo producido en ese lugar, reafirmando la centralidad del dinero, en sintonía con el planteo de Hayek sobre su rol como «uno de los mayores instrumentos de libertad que jamás haya inventado el hombre», que «abre un asombroso campo de elección al pobre, un campo mayor que el que no hace muchas generaciones le estaba abierto al rico» (Hayek, 2008, p. 179).
Algo similar plantea, por esos años, Milton Friedman, quien dice que si se logra acordar que la pobreza debe ser remediada, ese remedio debe tener la forma de dinero en efectivo, porque así además de mejorar la situación de los pobres, se contribuye a fortalecer el mercado. Friedman confiesa incluso su preferencia por la caridad pública o privada, frente a los esquemas paternalistas de protección implementados por el Estado, que no subsidian al pobre en tanto pobre, sino en tanto granjero, trabajador, feriante, introduciendo una profusión de medidas distorsivas en relación al buen funcionamiento del mercado. En cualquier caso, el argumento que sostiene la ayuda a los pobres se inscribe en la lógica del individualismo egoísta: me angustia ver la pobreza y por lo tanto me beneficia su alivio (Friedman, 1982, pp. 190-191).
Este discurso sobre la pobreza se ve interpelado por el libro de John Rawl, Teoría de la justicia, publicado en 1971. En un campo de reflexión tan variado y heterogéneo como es el del liberalismo estadounidense, en el que “liberal” en política identifica al cuadrante ubicado hacia el centro-izquierda, el planteo rawlsiano sacude al espacio del liberalismo más ligado a la defensa de la competencia y la propiedad privada. Los dos principios básicos que establece Rawls para construir su teoría de la justicia –un esquema de derechos para cada individuo tan extenso como sea compatible con uno similar para todos los demás, y la aceptación de desigualdades solo en la medida en que pueda esperarse razonablemente que sean ventajosas para todos y se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos (Rawls, 1993, p. 82)- contemplan la necesidad de reconocer la incidencia de la pobreza en las posibilidades de disfrute de los derechos.
…de Adam Smith a Robert Nozick, el diagnóstico liberal de la pobreza fue abandonando la reflexión sobre las tensiones inherentes al sistema económico, para centrarse crecientemente en la responsabilidad de los pobres, cuya configuración subjetiva es analizada a partir de lo que se consideran carencias…
Rawls entiende que la pobreza y la ignorancia afectan el valor de la libertad, pero en virtud de esos dos principios «la estructura básica habrá de configurarse de modo que maximice, para los menos aventajados, el valor que tiene el esquema total de libertad equitativa compartida por todos. Esto define el objetivo de la justicia social» (Rawls, 1993, p. 237).
El impacto producido por el texto de 1971 es notable, al punto que Robert Nozick –representante del pensamiento libertariano-, defendiendo una teoría retributiva de la justicia por oposición al carácter redistributivo que según él exhibe la perspectiva rawlsiana, reconoce que en ese libro hay una reflexión vigorosa, profunda y sutil, después de la cual «los filósofos políticos tienen que trabajar según la teoría de Rawls o bien explicar por qué no lo hacen» (Nozick, 2012, p. 183).
Sin embargo, Nozick, en defensa de un Estado mínimo, cuestiona la noción de justicia distributiva porque sostiene que solo la irregularidad en los procedimientos de distribución, y no la desigualdad en relación a la riqueza, justificaría una redistribución. Fuera de estas condiciones, la redistribución es una forma de paternalismo (Nozick, 2012, p. 40).
En síntesis, podríamos decir que de Adam Smith a Robert Nozick, el diagnóstico liberal de la pobreza fue abandonando la reflexión sobre las tensiones inherentes al sistema económico, para centrarse crecientemente en la responsabilidad de los pobres, cuya configuración subjetiva es analizada a partir de lo que se consideran carencias: carecen de espíritu emprendedor, carecen de voluntad para constituirse a sí mismo en fuentes de formas diversas de capital –intelectual, físico, emocional-, carecen del impulso individual de autonomía y se recuestan en el paternalismo estatal. Se trata, en definitiva, de un diagnóstico tranquilizante para quienes, como diría Smith, no quieren ver perturbada la serenidad de su felicidad con el asqueroso aspecto de la miseria.
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