“En un cuarteto de cuerdas escuchamos a cuatro personas razonables que dialogan entre ellas, creemos obtener algo de sus discursos y somos capaces de reconocer las características peculiares de los instrumentos”.
Carta de J. W. von Goethe a Carl Zelter, 9 de noviembre de 2829.
La historia de la concepción y publicación de la serie de los primeros seis cuartetos de cuerdas de Ludwig van Beethoven (1770-1827)[1] ilustra de modo relevante las transformaciones que comenzaron a evidenciar los principales actores del campo de la música como consecuencia del impacto de la modernidad capitalista en las diferentes expresiones artísticas. En el decisivo tránsito del siglo XVIII al XIX se asiste, en efecto, a un progresivo proceso de reconfiguración de las prácticas musicales, algo de lo que darían cuenta no sólo los cambios operados en el rol del compositor -protagonista excluyente del acto creativo musical-, sino también en el resto de los actores, mutaciones estas que terminarían delineando una escena musical radicalmente diferente a la conocida hasta entonces.
Por un lado, comienza a percibirse un cambio en los modos de “hacer” y “recibir” la música, hecho que fue derivando en la consolidación del concierto con público tal como lo conocemos actualmente, en detrimento de la música compuesta y ejecutada para el disfrute exclusivo de la nobleza. Así lo afirma Menéndez Torrellas: “En las primeras décadas del siglo XIX se estableció de manera continua un nuevo tipo de concierto público, dedicado exclusivamente a la música de cámara y cuyo auditorio estaba formado inicialmente por grupos de entusiastas y ejecutantes amateurs”. Y en relación al lugar que ocupó el cuarteto en ese tipo de eventos concluye: “La música de cámara tuvo un gran éxito en las salas de concierto debido en parte a su bajo coste de representación y a la facilidad de acometer con ensayos” (Menéndez Torrellas, 2018).
Esta transformación paulatina del público musical –que a la larga terminaría moldeando nuevas condiciones de producción para los propios compositores- fue de la mano de la aparición del intérprete profesional.
Pero junto a aquella redefinición de los roles del público, del compositor y de los intérpretes –aunque en realidad, en estrecha relación con aquellas- comenzó también a manifestarse un cambio muy significativo en el lugar de los mediadores, entre los que debieran contarse fundamentalmente a los editores, emprendedores crecientemente profesionalizados encargados de preparar y/o publicar las piezas musicales para su difusión y ejecución. En efecto, es en este tiempo cuando en los procesos de difusión y circulación de los bienes culturales comienzan a resultar cada vez más decisivas esas figuras de intermediación que pusieron en juego intervenciones intelectuales, pero también jurídicas, materiales y, cada vez más, comerciales. Con el tiempo, aquellas figuras mediadoras terminarían englobándose bajo la denominación genérica de “editores”.
De esta transformación en los roles de los actores del campo musical pero, sobre todo, del entramado de nuevas prácticas de las que dan cuenta las relaciones entre esos actores, resulta revelador lo ocurrido con los seis primeros cuartetos de cuerdas de Beethoven. Varias veces corregidos algunos, enmendados otros o, como el primero de ellos, reescrito prácticamente en su totalidad, estas obras fueron concebidas entre 1798 y 1801 y dedicados al príncipe Franz Joseph Maximilian von Lobkowitz y fueron reunidos en una misma colección bajo el opus 18 y publicados por T. Mollo et comp. en 1801.
La alteración de un orden
Mucho se ha dicho acerca de las idas y vueltas de Beethoven a la hora de componer sus obras, algo de lo que da cuenta la enorme cantidad de esbozos, borradores y enmiendas en la vasta cantidad de manuscritos que se conservan. Esas inseguridades e insatisfacciones fueron moneda corriente a lo largo de toda la vida del compositor y afectaron a una gran mayoría de sus obras. Y entre esas recurrentes indecisiones no fue una excepción este primer conjunto de incursiones en el género del cuarteto de cuerdas.
Pero aquellas marchas y contramarchas creativas con las que tantas veces se ha identificado a Beethoven no fueron las que llevaron a que la numeración con las que se publicaron y que hoy conocemos de este corpus no se corresponda con el orden cronológico en el que fueron concebidas. Esta alteración va mucho más allá del dato, de por sí interesante, acerca de en qué medida aspectos de la personalidad del músico (crisis emocionales y económicas, posibles trastornos de la personalidad y, desde luego, los efectos de su irrefrenable sordera) habrían perturbado la fluidez de su pluma creadora.
Pero aquella falta de correspondencia entre “obra producida” y “obra publicada” echa luz también sobre procesos socioculturales de relevancia y marcadamente novedosos de los que estaba dando cuenta la nueva escena musical en los albores de la modernidad. Uno de ellos fue la emergencia y consolidación de los intérpretes profesionales como una instancia de intermediación entre el creador y su público destinatario, y que en algunos casos superó el de la mera ejecución de sus obras sobre un determinado escenario. Tal fue el rol cumplido por el violinista Ignaz Szuppanzigh[2], virtuoso de su instrumento, profesor de Beethoven y, además, titular de un conjunto que tendría a su cargo el estreno de buena cantidad de los cuartetos del músico de Bonn. Sin ir más lejos, la agrupación liderada por este intérprete vienés terminaría conformándose en una de las primeras con esa impronta profesional, alejándose cada vez más del amateurismo que durante siglos había definido a la ejecución musical.
Fue justamente a instancias del propio Schuppanzigh que Beethoven alteraría, al momento de su publicación, el orden originario en el que estas obras fueron concebidas. Así, por ejemplo, el cuarteto que en la serie finalmente publicada en 1801 aparece como el N° 3 es, en realidad, el primero cronológicamente creado, mientras que el actual N° 1 es posterior a los dos anteriores, al haber sufrido además una reescritura casi total. Algo similar ocurrió al enrocarse en la edición final de Mollo la secuencia de los dos últimos (los actuales N° 5 y 6).
Figuras de la edición
Ahora bien, ¿sobre qué criterios basó Schuppanzigh el consejo dado al compositor para convencerlo de la alteración en el orden de las piezas de esta colección al momento de volver públicas? O más aún: ¿de qué nos habla esta “operación” llevada adelante por quien sería un destacado intérprete de la obra de Beethoven a lo largo de varias décadas?
En primer lugar, de la aparición y consolidación de una figura –la del editor- cuyo oficio, en el decir del historiador francés Roger Chartier, “…hace hincapié en la relación con los autores, la elección de los textos, la selección de las formas del libro y, finalmente, en los lectores” (Chartier, 1999). Tal vez no podría afirmarse que el conjunto de sugerencias hechas por Schuppanzigh lo hubieran investido como editor en tanto ese “oficio particular, definido mediante criterios intelectuales más que técnicos o comerciales” (Chartier, Ibidem). Pero lo que sí resulta innegable es que con aquellas intervenciones quedó plenamente en evidencia la mediación que toda edición reclama para sí. A este respecto sostiene Bhaskar:
“Una teoría de la edición es una teoría de la mediación, acerca de cómo y por qué los bienes culturales requieren una mediación. Es la historia detrás de los medios más que una historia del medio en sí […], y desempeña un papel predominante para entender las comunicaciones” (Bhaskar, 2014).
No caben dudas, pues, de que las propuestas de Schuppanzigh a la hora de volver públicos los primeros cuartetos de Beethoven habrían de cumplir con una de las definiciones clave y estratégicas del editor: la de una práctica intelectual -y luego también económica- que se ubicaría en ese lugar decisivo de proximidad con el “autor” y con las condiciones de creación de una obra antes de que llegue a las manos (o a los oídos, en el caso que nos ocupa) de aquel público prefigurado.
De ello parecen dar cuenta algunos de los criterios que habría esgrimido Schuppanzigh para alterar el orden de publicación de estos cuartetos. Los mismos ilustran, a la vez que aquella cercanía con el creador –entre violinista y compositor se fraguó también una cercana amistad- también su pretensión de convertirse en “intérprete” del gusto o de las expectativas predominantes de unas audiencias que se encontraban en pleno proceso de transformación por ese entonces. Así, Schuppanzigh propuso que el segundo de los cuartetos (el Cuarteto en fa mayor) se ubique como portal de la colección (N° 1) por ser “…el más largo y más brillante de la serie” y por “… poseer una feliz vitalidad siendo además la tonalidad de fa, de alguna manera la más sencilla” (Fundación Juan Marsch, 2003).
En el mismo sentido se dirigieron las sugerencias para la obra que haría las veces de cierre de la colección, al invertir el orden entre el último y el anteúltimo. La hipótesis barajada por los especialistas para esta alteración apuntó al juicio de Schuppanzigh en relación con uno de los movimientos del actual cuarteto N° 6: el último y conocido como “La Malinconia” [“La Melancolía”]. Este Adagio es un segmento llamativamente disruptivo y, a la vez, de una gran originalidad, y en el que Schuppanzignh entrevió la conjunción de una inédita exploración de las posibilidades formales y estilísticas del género musical tal vez más emblemático de la Ilustración con a una singular expresividad, producto del tránsito personal que ya comenzaba a experimentar el compositor. Expansión de los horizontes creativos y formales y limitaciones personales parecieron fraguar una buena razón para asignarle a este corpus un cierre con características creativas bien distintivas. En relación a la significación asignada a este Adagio afirma Tranchefort: “Mientras el músico componía esta página fuera de las proporciones habituales y de tan conmovedora belleza, no ignoraba ya que la sordera le encerraría en sí mismo sin tardar” (p. 136).
Pero esta “figura del editor” en torno a la cual podría resumirse este conjunto de intervenciones llevadas adelante por Schuppanzigh, también dio cuenta de otra de las especificidades que, a juicio también de Chartier, habrían de definir las competencias del emergente “editor profesional”: la de su autonomía respecto del librero y, también, respecto del impresor. Como se sabe, con posterioridad a las sugerencias del violinista, la serie completa alcanzó su estatus público en toda Europa gracias al rol cumplido por la imprenta de T. Mollo. Como era costumbre, Mollo (uno de los varios editores que contratarían obras de Beethoven) se encargó de acordar con el compositor la publicación de estas seis piezas según la modalidad imperante: la impresión de las particelle (las partes de cada uno de los cuatro instrumentos por separados) mediante acuerdos que si bien dejaban relativamente satisfecho al compositor por la remuneración percibida, lo limitaba a la exclusividad, condiciones que tenderían a invertirse progresivamente, cimentando la edición como una práctica cultural ya no solo intelectual sino, también y fundamentalmente, comercial.
De allí en más, serán muchos y muy variados los capítulos de la historia de la música del siglo XIX en los que ocuparán un lugar de relevancia las zigzagueantes relaciones entre los compositores y sus editores[3].
Bibliografía
Bhaskar, Michael. La máquina de contenido. Hacia una teoría de la edición desde la imprenta hasta la red digital. México, Colección “Libros sobre libros”, Fondo de Cultura Económica, 2014.
Chartier, Roger. Cultura escrita, literatura e historia. Conversaciones con Roger Chartier. México, Fondo de Cultura Económica, 1999.
Fundación Juan Marsch. Conciertos de los sábados. Beethoven: Integral de los cuartetos de cuerda (Programa de mano). Madrid, Febrero-marzo 2003.
Massin, Jean y Brigitte. Ludwig van Beethoven. Madrid, Turner Música, 2011.
Menéndez Torrellas, Gabriel. Historia del cuarteto de cuerda. Madrid, Akal, 2018.
Tranchefort, Francoise-René (Dir.). Guía de la música de cámara. Madrid, Alianza, 2010.
Notas
[1] Beethoven compuso un total de 16 cuartetos de cuerdas a lo largo de toda su vida. Los musicólogos suelen clasificar a los mismos en tres grupos coincidentes con los diferentes estadios alcanzados por el compositor en su exploración de los límites del género: los seis primeros, reunidos bajo el opus 18; tres, bajo el opus 59; el opus 74 y el opus 95, y los cinco últimos (opus 127, 130, 131, 132 y 133), a los que debe agregarse la Gran Fuga opus 135.
[2] Nacido en Viena en 1776 y muerto en la misma ciudad en 1830 Schuppanzigh fue director desde 1794 de un cuarteto de cuerdas al servicio del príncipe Karl von Lichnowsky. A partir de 1804 se dedicó él mismo a organizar conciertos públicos dedicados a la interpretación de cuartetos de cuerdas.
[3] Véase Barros, Diego F. “Formatos de relación autor/editor: el caso de Verdi y Ricordi en la edición musical” en www.razoneseditoriales.blogspot.com/2017/02/formatos-de-la-relacion-autoreditor-el.html
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