Un sueño sobre Calvert Casey

agosto 27, 2022
Un sueño sobre Calvert Casey
Photo by Adam Jícha on Unsplash

En las Navidades de 2020, (las más importantes de mi vida tal vez) una noche, soñé con Calvert Casey. Pero en aquel sueño no era el escritor cubano de orígenes estadounidenses que había publicado sus cuentos y realizado labores periodísticas en La Habana de los 60, no era aquel escritor que terminaría quitándose la vida en 1969 en Roma dejando atrás una obra tan fragmentaria como inquietante, sino que en mi sueño era un niño de 5 años.

Estábamos en un parque infantil perdido en alguna ciudad también perdida y Casey lloraba desconsoladamente. Lloraba porque otros niños tenían juguetes hermosos de muchos colores y él sólo tenía unos muñecos rústicos de madera hechos por mí. Lloraba y lloraba y yo no sabía qué hacer. Lo cargo un rato para calmarlo, pero sigue pataleando. Lo vuelvo a bajar. Le tomo la mano y salimos andando por una calle muy alta, que parece casi una montaña.

Entonces el niño Casey se va haciendo más grande, es casi un adolescente y me dice mira Yoan, te llevaré a una parte de la ciudad que extraño visitar y entonces es él quien me lleva de la mano, no entiendo nada y terminamos frente a un vertedero de basura donde hay tres grandes túneles expulsando agua sucia y desperdicios. Nos quedamos viéndolo en silencio. Después hay imágenes borrosas que ya no recuerdo y luego sigue una respiración agitada, tan sólo el sonido, porque los sonidos también pueden soñarse, pero nunca supe si esa respiración era la mía o la de Casey. Caminábamos por la ciudad sin nombre mientras aparecían no sólo vertederos sino actores de teatro, algunos perros, jóvenes ladrones de libros, estatuas de sal y mujeres relativas al miedo. Y en aquel sueño interminable por momentos yo desaparecía y Casey ya no estaba en el pueblo anónimo: se internaba en selvas sudamericanas, en calles estrechas de Manhattan y casas de mármol frío en Florencia. Quedándose en hostales, moteles de carretera, grandes hoteles europeos o chozas de árbol, entregándose a los labios de desconocidos y desconocidas al sur de Francia, atravesando un desierto africano, es decir, siempre en movimiento, sin dejar nada suyo en cada uno de los lugares ni tampoco llevándose nada de cada uno de ellos. Casi al final del sueño aún podía verlo, ya adulto, pero con las mismas lágrimas del niño de 5 años, caminando por un valle árido sin ninguna propiedad a sus espaldas, y claro, siempre en movimiento.

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