Foto por Cristian Castillo
«La naturaleza humana no retrocede y los tiempos de inocencia y de igualdad no se recobran, una vez que se han abandonado»
Jean-Jacques Rousseau
Toda revolución comienza en una palabra, un concepto que la define y la separa del resto de las revoluciones pasadas. Si su esencia es poderosa, si es verdaderamente capaz de poner en marcha las fuerzas del espíritu humano, esta crece y a ella se suman nuevos y poderosos espíritus que la empujan más allá de su tiempo.
Pero una vez que su furia ha pasado, una vez que ha dejado para nosotros el polvo de la historia, se puede identificar muy fácilmente, porque al final de la palabra con la que se ha designado se agrega un «ismo».
Esta pequeña y casi imperceptible modificación lingüística cumple la misma función que un epitafio, implica que ha dejado de ser algo nuevo para convertirse a su vez en un hábito. Hábito, tendencia, costumbre ¿A esto se le pudiera llamar costumbrismo? Los expertos en materias de gramática y etnolingüística han coincidido en llamar al fenómeno la muerte de las palabras. Para mí, la muerte de las revoluciones.
En nuestra época ya hemos sido testigos de varios cientos de ismos, movimientos telúricos de gran magnitud en la escala global, en el arte, en la política, la ciencia y la religión.
Dadaísmo, surrealismo, clasicismo, culteranismo, gongorismo, quevedismo, formalismo, esteticismo, suprematismo, agnosticismo, ateísmo, protestantismo, espiritualismo, anarquismo.
Algunos han logrado impulsar grandes cambios en la historia del mundo, como lo fue sin dudas la Revolución Industrial o la Toma de la Bastilla. Otros, ni si quiera han tenido la fuerza necesaria para encender una vela o rellanar tres cuartillas de un libro de historia. Y pese a todo, ¿Qué? Pese a todo permanecemos en constante pujanza. Una pujanza de medios y de voluntades que nos obliga a caminar hacia eso que hemos llamado progreso.
Objetivismo, subjetivismo, historicismo, eurocentrismo, americanismo, evolucionismo, darwinismo, negrismo, blanquismo, individualismo, regionalismo, colectivismo, fatalismo.
Lo nuevo se convierte casi inmediatamente en lo viejo. Solo lo clásico perdura. Solo aquellas ideas que sirven de lema a muchos tiempos y a muchos hombres trascienden hasta el futuro. Pero necesitamos constantemente lo nuevo, porque de lo contrario el futuro se apaga, de lo contrario el futuro nos mira desde dos cuencas vacías, que son las mismas con que miramos ahora.
No sabemos, o no queremos, o no aprendimos a caminar por un túnel en cuyo final no brilla ninguna luz. En este sentido parece que nuestro espíritu es frágil, que a cada paso se quiebra o engendran nuevos milagros.
En esa búsqueda de lo nuevo se nos oponen varios obstáculos. El cadáver de cada revolución anterior no solo pesa sobre el intento de cada revolución posterior, y la convierte de antemano en un ismo, sino que promete además una especie de falsa esperanza. El marxismo pesa sobre el comunismo, el comunismo sobre el capitalismo, y el capitalismo sobre el imperialismo. Supuestamente cada uno debería ser mejor que el anterior; dado que es nuestro modo de negociar con la historia, vamos tomando «lo mejor» de las revoluciones pasadas, y entre el montón de cadáveres subyacentes levantamos el nuevo, como una especie de Frankenstein. Así nos vemos ahora, y así avanzamos hacia el progreso, con la cabeza de un ismo, los pies prestados de un ismo, y el rostro pétreo.
Expresionismo, vanguardismo, cubismo, abstraccionismo, manierismo, barroquismo, futurismo, romanticismo, constructivismo, estructuralismo, existencialismo, ultraísmo, filosofismo.
Nuestra inconformidad con la historia nos lo ha dejado muy claro, siglo tras siglo, revolución tras revolución. A medida que esa inconformidad se acentúa, a medida que se hace más difícil encontrar algo nuevo entre el montón de cadáveres apilados, envejecemos también como especie. Y al día de hoy hemos llegado a los extremismos ¿Cómo es correcto decir? ¿Niño o niña? ¡Menudo formalismo! La revolución sin sentido por la igualdad de géneros. Una igualdad que no existe, una igualdad que nunca va a existir, porque nada es igual a nada. Porque el hombre es distinto de la mujer y cada mujer es distinta en sí misma del resto de las mujeres. Porque existe algo llamado individualidad, que ultrajamos constantemente y que por desgracia hemos convertido también en un ismo.
Modernismo, posmodernismo, determinismo, creacionismo, humanismo, politicismo, regionalismo, localismo, expansionismo, impresionismo, intelectualismo, seudointelectualismo.
Con tantos cadaverismos por apartar nos parece sumamente difícil encontrar una brecha para colar uno nuevo. Y sin embargo necesitamos su luz, porque de lo contrario el futuro nos mira desde dos cuencas sin ojos que son las mismas con que miramos ahora.
Encabezamos la vieja Patria con las consignas de «¡Hermandad, Libertad y Fraternidad!». Tomamos la Bastilla y la pastilla, le cortamos la cabeza en la guillotina a María Antonieta y Luis XVI, y este siglo no se han dejado de levantar nuevas consignas. Ahora llegamos al punto en que elevamos consignas por nada, por casi nada, por cualquier cosa. Y ya de todo queremos hacer una revolución. Y todo simplemente a que no sabemos, o no queremos, o no aprendimos a caminar por un túnel en cuyo final no brilla ninguna luz.
¿Qué pasaría si de golpe olvidáramos todas las revoluciones y todos los ismos? Si sufriéramos, como especie, un olvido temporal del polvo de la historia, si olvidáramos qué hemos venido a hacer aquí y ahora, y nos quedaran solo las ganas de avanzar hacia el progreso ¿Seguiríamos caminando? ¿Cómo se puede identificar el progreso?
Cataclismo, divisionismo, aforismo, behaviorismo, mentalismo, ventajismo, oportunismo, confusionismo, canibalismo, egoísmo, diletantismo, nepotismo, racismo, burocratismo.
El siglo pasado vimos rodar la cabeza de Dios bajo la guillotina de Nietzsche. Fue un crimen horrendo, y al mismo tiempo tan necesario. Todos quedamos perplejos ante el asesino de la fe y la moral. ¡Malas noticias! Porque este siglo nos tocará asistir de nuevo a su nacimiento. ¡Sí! No a su resurrección, sino a su nacimiento. ¡Hay que pujarlo! Hay que parir a Dios con todas las fuerzas que exige el progreso. Será doloroso, pero más necesario que su muerte. Ya que no supimos, o no aprendimos a caminar por un túnel en cuyo final no brilla ninguna luz.
Anarquismo, anexionismo, sionismo, nacionalismo, feudalismo, derechismo, fascismo, izquierdismo, franquismo, corporativismo, semitismo, antisemitismo.
Tal vez sea hora de ir aceptando la dolorosa verdad. Lo nuevo fue el paraíso. Lo nuevo fue Adán y Eva. Lo nuevo fue estar agachados durante horas frente a una piedra luchando por hacer fuego. Lo nuevo fueron los primeros intentos del lenguaje articulado, los mimos, el gesto absurdo de un hombre frente a otro hombre que le servía de espejo. Lo nuevo fue el miedo, la muerte, repito —el miedo— y el dios del trueno. Lo nuevo fue la manzana y el pecado. Al resto de los hombres nos ha tocado lo viejo, lo conocido.
Me inclino a pensar que la modernidad no se inició con la imprenta de Gutenberg, ni con Shakespeare, ni con la Capilla Sixtina. Quizás es el invento más viejo del que se tiene noticia, la obstinada costumbre de contemplar el futuro con la señal de esperanza al final del túnel.