«Los antisemitas deberían ser suprimidos.»
– Friedrich Nietzsche, Última carta a Jakob Buckhardt
En segundo puesto con respecto a la muy afortunada y todavía más explotada Undécima Tesis de Feuerbach, la frase de Marx que en mayor número de ocasiones suele ser citada y atesorada por nuestros escritores y articulistas actuales es aquella tan poblada de resonancias hegelianas que dice que los sucesos de la historia acaecen una primera vez como tragedia, y solo aciertan a repetirse en la forma de farsa. Cuando se acude a la protección de «píldoras» de pensamiento breves y socorridas como ésta, extraídas de la retorta de algún sabio paradigmático al que se atribuye una clarividencia histórica o psicológica excepcional, semejante práctica acostumbra a menudo a ser más la expresión de una necesidad acuciante por parte del rememorador de la cita que la constatación fehaciente de la razón que asistió en aquella ocasión al elocuente citado. Aún consciente de ello, creo que el «resistible ascenso»1 de la ultraderecha en Occidente, pese a parecer a primera vista cosa de esperpento valleinclanesco (Juanjo Millás ha dicho muy atinadamente que personajes como Trump, Milei o Abascal parecen sacados de villanos de tebeo), puede derivar fácilmente en tragedia, igual que la espantosa y antropófaga primera vez.
Tenemos ese término técnico (terminacho, que diría Unamuno) alemán de factura filosófica que entiende por Wetanschauung -literalmente: visión o intuición de un mundo, «cosmovisión»- o bien el conjunto unificado de imágenes y valores generales y abstractos que, arraigados en la tradición, conforman aquí y ahora la experiencia concreta de un pueblo histórico, o bien los principios que, desde una determinada percepción previa del orden natural y humano del mundo, guían la praxis de una comunidad humana característica. Aunque la segunda acepción del vocablo es realmente la más moderna y usada hoy -pudiendo hablarse, por ejemplo, de la Weltanschauung de la ciencia, de la religión o del mercantilismo…-, para entender en qué manera Umberto Eco, en Ur-fascismo, ensayo de 1995, la encontró involucrada en la aprehensión de las anémicas raíces intelectuales del fascismo2, debemos tener en cuenta también la primera de ellas, Weltanschauung como espíritu de una cultura, en tanto recurso ideológico del particularismo (sea nacionalismos o sea integrismos religiosos excluyentes) para dar un barniz de legitimación a la maquina política de sus estrategias defensivas -y, por consiguiente, finalmente agresivas.
No obstante, hay que subrayar especialmente que el fascismo en sentido puro es un fenómeno exclusivo del siglo XX; estoy substancialmente de acuerdo con todos aquellos historiadores –en realidad, prácticamente todos- que subrayan que esta es una categoría política de única aplicación a las sociedades de masas a la escala de la industria, y que no puede ser extrapolada sin grave distorsión a tramos del pasado más remotos. Cuando el pensador Wilhelm Dilthey empleó en la segunda mitad del siglo XIX, con fines analíticos, la voz Weltanschauung en un sentido filosóficamente preciso, la referencia a los “pueblos históricos” no resultaba tan trasnochada al oído y a la inteligencia occidentales como lo es ciertamente ahora. Sin embargo, eso que hoy, recién iniciado el segundo cuarto del siglo XX conocemos como la «Ilustración oscura» sin duda también es fascismo, sólo que ahora la sociedad de masas no es ahormada a la escala de la industria, sino de la transformación digital. Y ya no se trata, tampoco, a mi parecer, del viejo totalitarismo que pone a todo individuo al servicio del Estado (“movilizar todas las fuerzas del ser al servicio de la nada”, como definía René Girard al totalitarismo3), sino de ese peculiar individualismo autoritario que parece haber decidido a que la respuesta al cambio climático y a las IAs sea una enérgica revolución de los egoístas, de tal manera que si EE.UU. es la patria de los negocios, coronemos a un negociante como monarca mundial (después de todo, parece que Francis Fukuyama va a tener razón y vamos a asistir al final de la Historia, sólo que un sentido escalofriantemente literal…)
La «idea» y el movimiento fascistas, por tanto, suponen una «cosmovisión» intelectual en gran parte fraguada sobre bases espúrias, y es a esta mixtificación superestructural específica (dado que su modus operandi de gobierno, militar, económico y administrativo es de sobra conocido) a lo que -y no al puro prurito de sojuzgar y mangonear a sus semejantes con que tantas veces confundimos en España y otros países de memoria demasiado herida al virus fascista- se consagró específicamente el retrato robot que Umberto Eco le dedicó con gran acierto hace 20 años.
Notas
1 Por decirlo con Bertoldt Brecht, en una obra de teatro suya bastante aburrida, por otra parte.
2 No lo digo yo, lo dice George Sabine en este largo pero excelente pasaje de su Historia de las ideas políticas (Fondo de Cultura Económica), pág. 665: «La idea de un partido al mismo tiempo nacional y socialista era lo bastante simple como para ser obvia: se trataba, simplemente, de que un país tenía que poder desarrollar todos sus recursos cooperativamente, sin las pérdidas y las fricciones de las luchas de clases, y con una distribución justa del producto entre capital y trabajo. El socialismo operativo podía atraer a los pequeños comerciantes y empleados con salarios bajos, podía arraigarse entre el movimiento obrero organizado por una parte y las grandes finanzas por otra y el nacionalismo podía atraer a los grandes industriales y hombres de negocios, deseosos de librarse de una presión efectiva por parte de los trabajadores y que necesitaban del apoyo del gobierno para sus aventuras comerciales en el extranjero. El socialismo nacionalista se acercó mucho, pues, al sueño del político de poder prometer todo a todo el mundo; y esa fue, en efecto, la estrategia de Mussolini y de Hitler, hasta que consolidaron su poder. La estrategia determinó la filosofía: tenía que ser una forma exaltada del idealismo en contraste con el materialismo marxista; tenía que calificar al liberalismo de plutocrático, egoísta y antipatriótico; contra la libertad, la igualdad y la felicidad debía afirmar el servicio, la devoción y la disciplina; tenía que identificar el internacionalismo con la cobardía y la falta de honor; y tenía que condenar, naturalmente, a la democracia parlamentaria por inútil, débil y decadente. Como desde un punto de vista racional, esta política no era en absoluto realista, tenía que establecer la importancia de la unión y la voluntad como superiores a la inteligencia. Así, las pretensiones fascistas de poseer la penetración del genio político y la tensión nacionalista de contar con los sanos instintos de la pureza racial, sin tener ninguna relación lógica, servían a los mismos fines. En sociedades destruidas por la guerra, la depresión y la inflación eran llamadas sentimentales tendientes a someter los intereses privados a la tarea de construir la fuerza nacional.»
3 Mentira romántica y verdad novelesca, René Girard, Anagrama.