Creo que la crítica ha cometido un error al hinchar tanto el globo de la calidad y novedad de The Brutalist, una película que, en mi opinión -y por lo que voy a tratar de argumentar-, podría haber estado bien de no ser porque parece pretender medirse con producciones realmente grandes como Lo que el viento se llevó, Gigante o Pozos de ambición. De hecho, además de su duración, se equipara a las tremendas cintas de David Lean en tener obertura y epílogo, como Doctor Zhivago o Lawrence de Arabia, pero claro, un mismo formato no garantiza de antemano nada.
Se diría que tanto el público que ya ha acudido a verla, como su propio director, han proyectado de modo ilegítimo la colosalidad de la edificación en torno a la cual gira la trama con el tamaño mismo de la historia que se muestra, y, sencillamente, no. Más bien parece una adaptación de una novela que no hemos leído, trasladada al cine de forma poco acertada. A cada vuelta del camino suceden cosas que sorprenden al espectador, que o bien ignoraba que tal suceso tenía tanta importancia o que tal otro pudiera siquiera ocurrir. Es decir, uno sale del cine con la sensación de que se le han escapado ciertas conexiones, como si la película necesitara una hora y media más para abarcar adecuadamente esa novela inexistente.
Es como si el guion se rehiciera a cada paso, pero no como sucedió realmente día a día en Casablanca, sino remendando precipitadamente los retales. Ejemplos hay de sobra: en todo el metraje el ambiente es gris marengo como el propio hormigón, y la música solemne y patética, excepto al final, cuando, tras echarnos todo el peso de los campos de concentración encima, de repente se satura más el color, suena una tonadilla alegre y popera y asoman unos títulos de crédito a la manera de la vanguardia rusa de Rodchenko (que en principio nada tiene que ver con el brutalismo arquitectónico ni con la Bauhaus, por cierto).
El director, además, introduce cambios de localización mediante transiciones que parecen un álbum de fotos turísticas, como si fuera el gerente de una agencia de viajes—en Carrara, en Filadelfia… La información detallada acerca de los campos de concentración llega demasiado tarde, de manera que hasta los últimos minutos el espectador se ha perdido una clave muy valiosa para entender las motivaciones del protagonista.
Así mismo, el discurso del arquitecto es muy Le Corbusier -la alusión a las «máquinas de habitar» y demás-, pero la película pretende combinarlo con una visión casi religiosa de la arquitectura, algo que, hasta donde sé, no formaba parte del funcionalismo, sino todo lo contrario.[1] . Aquí, en cambio, la edificación es mastodóntica, y yo al menos no entiendo por qué debemos admitir que esas enormes moles de hormigón, vidrio y demás han de ser de alguna manera altamente espirituales… ¿En analogía a las catedrales góticas? ¿Por el conjunto de Stonehenge?¿Por la Torre de Babel?
The Brutalist es una película oscurantista que sin embargo se apoya en un estilo arquitectónico racionalista, más o menos el signo de los tiempos al que nos estamos dirigiendo hoy. Excelentemente interpretada, más por Felicity Jones y Guy Pearce (que termina convirtiendo las siniestras estancias del alma de su «limpiabotas» en su propio mausoleo, ese sí es un gran acierto de guion) que por Adrien Brody, aunque este último se haya tenido que trabajar el acento húngaro de su inglés.
Al director, Brady Corbet, le encanta hacer correr rápida la cámara, sea en un tren, en un coche o pegadita a la espalda de alguno de los personajes cuando se agitan por aquí o por allá nerviosos, supongo que lo hace para que tengamos la sensación de que la acción se acelera, que las tres horas y media están repletas de acontecimientos y se te van a pasar en un suspiro…
Con todo, merece sobradamente la pena verla, pero yo no pienso que pertenezca a esa liga donde han querido ponerla.
[1] Si bien Le Corbusier diseñó una iglesia, Notre Dame du Haut, esta era relativamente pequeña y nada pretenciosa.