Los masones, los primeros chivos expiatorios
En rigor, no puede hablarse de teorías del complot hasta inicios del siglo XIX. Recién toman forma tras la Revolución Francesa, cuando los reaccionarios responsabilizan a las insidias de masones, illuminati y carbonarios las insurrecciones democráticas que sacuden el Antiguo Régimen.
No cabe duda de que las sociedades secretas promovían el avance de las ideas ilustradas y la abolición del absolutismo, pero sus enemigos les suponían un poder exagerado y una unidad de propósitos infundada. La ruptura entre las logias británicas y americanas a raíz de la independencia de EE UU demuestra que la masonería distaba de ser una organización monolítica.
No tardaron otros rumores en darles la réplica, atribuyendo todos los males a tejemanejes del clero: los jesuitas fueron los primeros en portar ese sambenito; le siguieron las conjuras papistas que animaron la política anglosajona; y, en el siglo XX, las maquinaciones imputadas al Opus Dei.
A mediados del siglo XX, deja de situarse a los conjurados en los márgenes de la sociedad para descubrirlos en el corazón del Estado
Las teorías poseen una prodigiosa capacidad de mutación: a mediados del siglo pasado, sus autores dejan de situar a los conjurados en los márgenes de la sociedad para descubrirlos con horror en el corazón del Estado. El macartismo centra la sospecha en la administración infiltrada por los rojos; tras el asesinato de John Kennedy, este se desplaza a los militares, los espías, el Gobierno…
No hay conspiración sin medios de comunicación
Un punto de inflexión en ese tortuoso recorrido lo marca la implicación de los medios masivos de comunicación. Me explico: en el pasado, esos extremos circulaban de boca en boca o a través de opúsculos e impresos propagandísticos; a partir de la década de los 60, el sistema mediático, al hacerse eco, amplifica su alcance a una escala inédita y en cierto modo los legitima.
Más importante: aparte de propagar tales fantasías –el caso de Iker Jiménez– o incluso fabricarlas –las versiones contraoficiales de los atentados del 11M urdidas por ciertas cabeceras madrileñas–, los medios han pasado a figurar entre los conspiradores denunciados por aquellas. Lo ilustra el bulo del falso alunizaje, que acusa a la industria del cine de haber falsificado las misiones Apolo en comandita con la NASA y la prensa, que le dio credibilidad al montaje.
La responsabilidad de los medios no acaba allí; pese al afán de los periodistas honestos por desmontar semejantes dislates, las primicias del periodismo de investigación inculcan la idea de que la realidad aparente es un fachada engañosa y que la verdad se esconde entre bastidores; una verdad secuestrada por unos pocos que los periodistas pugnan por sacar a la luz pública. Sin pretenderlo, sus revelaciones fomentan una visión próxima a la conspiranoica.
Filosofía de la sospecha
Para algunos expertos, esas teorías son el mapa cognitivo del pobre: versiones simplificadas y maniqueas de la realidad al gusto de individuos cuya escasa formación les impide captar los matices, ambigüedades e imprevistos de los fenómenos históricos. En contra, otros defienden con algo de razón que, pese a sus exageraciones, expresan críticas legítimas al poder; aunque suelen olvidar que por cada conspiranoico progresista hay otro adscrito a la ultraderecha más delirante.
En entornos saturados de datos, proporcionan atajos mentales que nos ayudan a tomar decisiones sin esfuerzo
Otros estudiosos encuentran lógica la proliferación de esa mentalidad en la sociedad de la información. En entornos saturados de datos cuya comprensión supera nuestras posibilidades de análisis, proporcionan atajos mentales que nos ayudan a tomar decisiones sin esfuerzo. Hasta los especialistas que dedican muchas horas y energía intelectual a los asuntos de su campo sucumben al atractivo de las respuestas rápidas a cuestiones que no dominan y compran explicaciones de procesos intrincados basados en chanchullos de la CIA, la banca o un gobierno mundial invisible.
Lo que está fuera de discusión es su utilidad para revelar temores sociales latentes. Ellas nos informan del recelo a las élites, del descrédito de la democracia liberal, de la desconfianza en las instituciones garantes de la verdad, incluidas el periodismo y la ciencia, sospechadas de confabularse con los poderosos. Hablan, además, de la desazón del individuo ante una globalización de abrumadora complejidad, imposible de cartografiar mentalmente. En una reacción defensiva a esa ansiedad corrosiva, la sobreinterpretación del pensamiento conspiranoico –cualquier cosa es un signo del complot–, al destapar los engranajes ocultos que presuntamente rigen nuestros destinos, ponen orden en un mundo caótico; un orden tenebroso pero al menos comprensible.
La irracional racionalidad de los conspiranoicos
Si las pseudociencias siguen a las ciencias naturales como la sombra al cuerpo –la astrología a la astronomía; la ufología a la astronáutica; la homeopatía a la medicina; la parapsicología a la psicología–, los conspiranoicos hacen lo propio con la sociología, la ciencia política y la historia. Los hallazgos de estas disciplinas sobre la influencia de los intereses económicos, la complicidad de la prensa con las clases dirigentes, el efecto engañoso de las ideologías o la persistente opacidad del Estado democrático son fagocitados y distorsionados por el pensamiento conspirativo.
A diferencia del esoterismo, dichas percepciones insisten en su racionalidad; de ahí su obsesión con las pruebas: siempre están aportando evidencias y reclamando documentos supuestamente retenidos. Pero cuando los archivos se abren y no les dan la razón, claman que han sido destruidos o manipulados y desbarran al dar a la falta de evidencia el valor de la evidencia.
A diferencia del esoterismo, dichas percepciones insisten en su racionalidad; de ahí su obsesión con las pruebas
Con todo, que el concepto crítico de teoría conspiranoica se haya asentado en el discurso público prueba la existencia de un saludable escepticismo; pero al parecer no basta: por cada fantasía refutada, otra ocupa su puesto. El síndrome del complot domina el imaginario político.
Así es nuestra peculiar situación: no podemos dejar de rebatir esos clichés ni tampoco prescindir de ellos. Umberto Eco la retrató con gran destreza en El péndulo de Foucault, parodia en la que disecciona su mecanismo persuasivo al tiempo que rinde tributo al encanto de relatos que, como aprenden los protagonistas a su pesar, pueden tornarse realidad si alguien se los toma en serio.