Teoría de la ciencia-ficción, pasada y presente

octubre 21, 2023

Somos devoradores de mundos…

Brad Pitt, Ad Astra

I- Cerca de mi casa hay una cafetería o cervecería o bar o algo así más o menos anticuado y elegantón que tiene a un tal V. (no de Vendetta, sino de Vermú) como camarero estrella. Este V. es un tipo grande y con cara de bruto, que más parece puerta de discoteca que hostelero simpaticón. Pero lo es, simpaticón, y sonriente, e ingenioso, pese a que se pasó el confinamiento haciendo pesas en su casa como un Hércules con librea. Ya le he dicho que prefiero tenerle de amigo que de enemigo, como es natural -hay que tener amigos hasta en el infierno, dice con razón el aserto reaccionario-, así que cuando hace unos días me contó que le gusta leer ciencia-ficción, al tal Stephen King y novelas no-realistas en general, me dispuse a prestarle algo del dilecto Isaac Asimov, del que V. no sabía nada. Si él no sabe quién era Asimov, es que no tiene ni idea de ciencia-ficción, y que sólo conoce en realidad al así llamado Stephen King, pero mejor para V., qué diablos, que gracias a eso tiene todo un continente literario por descubrir. Ya se ha devorado la conocida como Trilogía del imperio, que le presté con hidrogel, antesala y base de la saga-río de la Fundación, y ya se ha puesto de largo para degustar Arrakis, el planeta desierto, Dune, que es varios grados de dificultad superior. Supongo que terminará por echar de menos el aspecto policíaco o negro de Stephen King[1], pero no pasa nada, porque también Asimov era bastante policíaco, rama C.S.I o policía científica, digamos, incluso en sus cuentos más tecnófilos de recopilaciones como Yo, robot o en Estoy en Puertomarte sin Gilda, ese summum de la lectura gozosa y que porta un título tan hermoso. Ese mismo tipo de relato que funciona como un acertijo era muy del gusto también de vuestro amado Borges, que los componía a cuatro manos junto a su cómplice Bioy Casares bajo pseudónimo común (están bien, pero sin tirar cohetes, sus Seis problemas para Don Isidro Parodi, firmado por la unidad jánica y apócrifa autodenominada Honorio Justos Domecq). De hecho, el prestigioso escritor Kingsley Amis, nombrado Sir en 1995, en su ensayo El universo de la ciencia-ficción (New maps of hell. A survey of science fiction, en castellano en Editorial Ciencia Nueva, difícil de encontrar hoy en esta concreta edición, y no hay otra), ponía en una fecha tan temprana como 1960 ambos géneros en relación:

En uno y otro la idea o intriga se impone a la caracterización del personaje, y tanto la moderna ciencia ficción como la novela policíaca, excepto alguna perteneciente al género llamado de “suspense”, proponen esta intriga al lector como un enigma a resolver. No es una pura coincidencia -como iba a serlo- que desde Poe a Frédric Brown, pasando por Conan Doyle, el escritor de un género esté siempre relacionado en algún modo con el otro (pg. 29). 

Hoy, cuando hasta el mismísimo Galactus tuvo que volverse a casa a por la mascarilla antes de devorar nuestro planeta (conforme al chiste de un amigo de mi hijo jugando al Fortnite), estamos totalmente hechos a la ciencia-ficción. Nos parece incluso un subgénero de la politología, o de la prospectiva, más que del molde policíaco. Como creemos vivir en el límite mismo, en el agudísimo filo, de aquello de lo que hablaban los viejos maestros de la anticipación, pero que ninguno de ellos supo ver con claridad (excepto, posiblemente, los Starship troopers de Robert A. Heinlein), damos por sentado que todas las catástrofes, todas las revoluciones, todas las pesadillas y todas las alucinaciones van a tener lugar a la vuelta de la esquina, y preanunciadas por la almohadilla de su correspondiente hashtag. Y además es que es en gran medida cierto, pero no siempre fue así, y hubo una etapa en la que, como recuerda Amis

En lo que se refiere a la aparición de los escritores serios, no se me ocurre más que constatar que si en 1930, para escribir ciencia ficción hacía falta ser un chalado, incapaz de cualquier otra cosa, en 1940, por el contrario, uno podía considerarse un joven normal que estrenaba una carrera, en el sentido de que se pertenecía a una generación nacida cuando la ciencia ficción no existía (pg. 43).

Pero luego llegó el cine. Para el cine, más que para la novelística, la ciencia-ficción es una mina –y si alguien piensa en Star Wars, que nos diga dónde está la ciencia-ficción en la interminable saga[2]. He visto algunas películas recientes, y debo decir que no están nada mal. Gravity está bien, con esa tremenda escena final (y pese a que Alfonso Cuarón en general me parece un timo). Las crónicas de Riddick tampoco están mal, especialmente la primera de ellas, que es realmente estupenda. Sunshine es una película de 2007 bien barata y sin demasiadas pretensiones que en algunos momentos estremece, aunque sólo sea por lo colosal de su objetivo. De Coherence y Bajo la piel se puede decir casi lo mismo: grandísima eficacia y muy buen cine en proporción inversa al dinero invertido. Moon, la del hijo de David Bowie es, como alguna de Nacho Vigalondo, un homenaje oculto y más bien aburrido al divertidísimo primer relato de los Diarios de las estrellas de Stanislaw Lem. Passengers es todo cuerpazo de la Lawrence y nada más, que es lo mismo que se puede decir de Ghost in the Shell y Scarlett Johansson, sin querer con ello afirmar que eso sea poco, pero entiendo que no lo suficiente para cualesquiera públicos. Hijos de los hombres, de nuevo por culpa de Cuarón, trata de Clive Owen corriendo de un lado para otro; In time por lo menos parte de una premisa interesante; y de Interstellar o La llegada se ha hablado mucho y bien con razón. Aniquilación, sin embargo, es horriblemente mala, es la respuesta encubierta del cine norteamericano al portentoso Stalker de Andréi Tarkovsky. Coges Stalker, le extirpas completamente el talento, le pones muchos fusiles, mucho dinero, muchos  monstruos, algo de drama de amor, género políticamente correcto y a La Zona la llamas “La Zona X”, y lo que te sale es esa basura intranscendente que es Aniquilación. La que es curiosa, por el contrario, es Ad astra (Ad astra per aspera, reza el épico adagio latino), con Brad Pitt, del año pasado. Por supuesto, un dineral; el ritmo, lento y grave como el pulso del protagonista; pero la conclusión más que curiosa. Es demasiado reciente como para destriparla, pero resulta que Hollywood ya no cree en la carrera espacial. El desenlace es absurdo, porque viene a decir algo así como que si un día sales a pedir sal al vecino y no está en casa, es que ya no queda nadie vivo en el planeta. Pero su moraleja sí que es muy sintomática de lo que somos, del miedo que llevamos en el cuerpo. Dice así, y es totalmente actual, pese a que se rodase antes de la covid: quédate en casa, allá fuera no hay nada que merezca la pena, cierra la NASA y entrégate al amor…

Si yo tuviese que delimitar un criterio para juzgar una obra de ciencia-ficción o anticipación, como también se las llama -pero es que ya no nos anticipan, sino que más bien nos adivinan…- sería el siguiente: que ocurra lo que ocurra, sea más o menos rebuscado o ingenioso, futurista o ucrónico, que parezca que sucede en un mundo radicalmente distinto al nuestro, y eso es algo que a mi parecer logra mucho más la segunda de Riddick que todo George Lucas y epígonos, Ad astra o Gravity que esas pretenciosidades de Donnie Darko y Mr. Nobody, Blade runner frente a Días extraños, que no son tan extraños, la soledad de Atmósfera cero puesta al lado de la de Soy Leyenda, no digamos ya los cuatro rublos de Stalker comparados con los 10 millones y medio de la época que se pulió Kubrick con las mismísima 2001 Odisea del espacio, una década anterior y harto más lisérgica[3]. En este aspecto, Kinsley Amis se atrevía a aludir en los sesenta a

(…) Un papel suplementario de la ciencia ficción en cuanto género literario: el papel de fórum, cuando no de pódium, en el que pueden confrontarse las diferentes opiniones acerca de lo que sucedería, caso de sobrevenir el hundimiento de nuestro sistema social. El autor que quisiese dar su opinión al respecto no podría recurrir a otro género que no fuese la ciencia ficción; poco adelantaría trasladándose a la época de la Peste Negra o a algún pueblo maldito del Oriente Medio. Este género de preocupaciones, repito, no es índice de ninguna cualidad moral o literaria superior, pero no me parece que ambas cosas sean independientes (pg. 127). 

Lo malo de la ciencia-ficción es que, cuando es mala, es mala a rabiar. Es un género muy arriesgado, porque la gente se puede terminar riendo de ti en vez de teletransportarse al futuro o a un universo alternativo -ese fue, por cierto, el temor de los productores de El planeta de los simios, que los disfraces de simio nos resultasen ridículos[4]. La llamada “ciencia-ficción” (un nombre quizá ya obsoleto, y más válido para el subgénero de superhéroes, paradigmáticamente para Los cuatro fantásticos, puesto que acentúa el poder taumatúrgico, mágico, de la ciencia), o literatura de anticipación, vive en la constante ambición de sobrepasar el ámbito de la “experiencia posible”, ese que cree describir la filosofía, para soñar las experiencias-aún-por-hacer, de tal manera que define al hombre y al universo por lo que será, y no por lo que es o por lo que fue. Tal vez por eso es un género exclusivamente occidental, nacido de la ideología del progreso indefinido pero que rápidamente ha girado hacia la crítica de éste –postulando un progreso en negativo, donde en muchos casos la tecnología deriva en opresión y miseria. Cuando esta literatura o este cine es capaz, no de prolongar el presente vaticinando su previsible porvenir, sino de imaginar un futuro enteramente distinto del mundo tal y como lo conocemos, entonces realiza una tarea no pequeña para el arte: contrastar nuestros prejuicios con los de un mundo totalmente “otro” del que habitamos, de modo que comprobemos, como en una suerte de experimento mental, qué constantes de la existencia conocida resisten la prueba y cuáles no, si es que permanece alguna… De ahí que también Kingsley Amis afirme que pese a todo lo que se ha dicho sobre el asunto, el papel de la ciencia ficción como fuerza educativa está todavía gravemente subestimado (pg. 93). Sería este, acaso, un papel intempestivo, en el lenguaje de Nietzsche, justamente en el preciso sentido de aquello que está “fuera de” el tiempo presente al tiempo que está “más allá de” e incluso “contra” el tiempo presente, siendo este “tiempo presente” precisamente el único sobre el que la crítica “intempestiva” debe y puede aplicarse, es decir, que la “inactualidad” -que es otra de las traducciones, menos afortunada quizás, del vocablo usado por Nietzsche-, no aboga por ninguna utopía pasada o futura, sino que representa un punto de vista diverso y sobre todo transversal sobre dicho presente.

II- Se ha dicho mil y una veces: el futuro ya no es lo que era. Hemos aterrizado por fin en el futuro y resulta que tiene tantas luces como sombras. ¿Qué esperábamos, si no? Pues esperábamos el progreso indefinido de Auguste Comte, en el que aún creía Isaac Asimov, y digo “creía” porque tiene mucho de fe, o mucho de magia de la mala, de la de pitonisa de verbena, pensar que el paso del tiempo por sí solo arregla las cosas, nos mejora y nos conduce al paraíso recobrado, en una suerte de Plan B de Dios tras habernos expulsado del Edén (donde, por cierto, una conservadora Biblia no contempló ninguna variedad sexual LGTBI+). Todavía más si lo que creemos es que esa perfectibilidad sin fin del espécimen humano la vamos a conseguir mediante el desarrollo de la tecnología, que es como poner una motosierra en manos de un niño -no es casualidad, sino ideología, que en todas partes se hable ahora de “herramientas”, para hacernos creer que los chismes técnicos y discursivos que nos venden son neutros y servidores de nuestra voluntad, cuando cualquiera puede ver a su alrededor que es completamente lo contrario. Esperábamos, también, que el futuro fuera como lo narraban en la ciencia-ficción de antes, esa en la pululaban alienígenas tentaculares con dientes de tiburón, pero en la que al menos habíamos colonizado otros planetas, los buenos iban de uniforme, las aventuras seguían siendo posibles en un universo abierto y en el Enterprise de Star Trek llevaban a bordo a Kant en la figura del Doctor Spock…

En vez de eso, tenemos, por ejemplo, el Cosmópolis de Don DeLillo, trasladado al cine diálogo por diálogo por David Cronenberg en 2012. Cosmópolis es tan nihilista que ya ni trata de ser distopía ni de ambientarse en ningún cercano futuro. Es tan terrible que representa nuestro presente pero llevado hasta el extremo, allí donde se habrían agostado todas las esperanzas de la humanidad. El protagonista, un millonario con ennui como el de ese pestiño pretencioso del Knight of cups de Malick, es incapaz no ya de avanzar hacia adelante con su limusina-burbuja, sino incluso de retroceder hacia la calidez de su pasado como ocurría en Ciudadano Kane gracias a un trineo. Toda la película es una huida, disparate tras disparate, tejida a retazos, dejándose buenas intuiciones por el camino[5], desde el cibercapitalismo más cínico hasta una especie de escena original, freudiana, en la que comparece la lucha de clases, esa que Warren Buffett reconoció que existía, pero que los ricos habían rematado definitivamente. Así es, hermanos míos (por evocar al Alex de La naranja mecánica: eso sí que era una obra maestra, y Anthony Burgess un gran autor): las últimas secuencias de la película intentan dejarnos ver lo que sería el conflicto marxista por antonomasia en la forma de un duelo de Western, es decir, el delirio absoluto. La dialéctica del amo y el esclavo de Hegel convertida en puro teatro, tramada con frases inconexas, mucho tormento interior y un interrogante final que sugiere que el gran problema de nuestro mundo actual es que los esclavos estarían encantados de seguir siéndolo a condición de quw el amo fuera más paternal y cariñoso. Es difícil saber si DeLillo es un apocalíptico de esos que decía Umberto Eco o simplemente un imbécil[6] –Cronenberg, tan rarito también él, se limita a transcribirlo en imágenes, muy impresionantes desde luego.

Para mí, Gattaca sigue estando en la cúspide del cine de anticipación del s. XXI, junto con la serie entera de Black Mirror (excepto el 05/03, que es muy malo), aunque se rodase en 1997. Su factura es perfecta en todos los sentidos, incluida la música, la ambientación vintage y el grandísimo papel que hace Jude Law de secundario (uno no termina nunca, además, de apreciar nuevos detalles impagables de guion: me di cuenta anteayer, viéndola con mis alumnos, de que la escalera que Law tiene que trepar solo con sus manos es helicoidal, y sus travesaños completan la imagen del ADN). Pero es tan excelente también porque parece ciencia ficción de la del s. XX, cuando el futuro todavía estaba emplazado en el futuro. Yo la llamaría ciencia-ficción marca Jack Kirby, el gran dibujante de Marvel a quien Stan Lee hizo todo lo posible por robar el mérito. Algo de ese espíritu sigue quedando hoy, en esa riada de series que HBO ha lanzado sobre mutantes, mutantes por doquier y mutantes de toda variedad morfológica, como en un anticipo de la ingeniería genética trashumanista que nos aguarda. Pero pienso más bien en ciencia-ficción viejuna y entrañable como la que teoriza y glosa Patrick Moore en su excelente Ciencia y ficción, publicado en Taurus en 1965. El señor Moore, en plena década psicodélica, era también comtiano, o por lo menos encantadoramente ingenuo, y se burlaba así de todos aquellos que se negaban a ver la capacidad del ingenio humano para poderlo todo, veinte años después del la irrupción del artefacto atómico:

En una famosa carta dirigida, en 1934, a la Sociedad Interplanetaria Británica, el Subsecretario del Aire decía que, si bien se seguían con interés las investigaciones llevadas a cabo en otros países, “la investigación científica de las posibilidades existentes no ha probado que este método pueda competir con el sistema hélice-motor-. En lo que a nosotros respecta, no consideramos justificable, bajo ningún concepto, gastar tiempo o dinero en ello”. El tal funcionario, como se ve, era un digno descendiente de los ingleses retratados por Verne. En fecha aún más cercana, en enero de 1956, el Dr. Woolley, astrónomo real, decía, con displicencia, que la idea de los vuelos interplanetarios era “una completa estupidez”, y “bastante majadera”. Viene aquí a cuento el recordar que, sólo unos años antes de que Orville Wright efectuase el primer vuelo de la historia, el profesor Newcomb, un eminente astrónomo americano, demostraba de modo irrefutable que el vuelo en un aparato más pesado que el aire era una quimera. (Pág. 67)

Es cierto: se puede, lo podemos todo, podemos incluso convertir el mundo en inmundo, al modo de la famosa y brillante primera frase que abre el Neuromante de William Gibson, de 1984: “El cielo sobre el puerto tenía el color de una televisión sintonizada en un canal muerto”… El bueno de Moore no lo veía así de oscuro, él contemplaba los horizontes abiertos por la ciencia-ficción (y toda ficción tiene mucho de verosímil, así como toda ciencia contiene ficción) de modo optimista, prometeico y hasta picaresco:

No hace mucho tiempo que un caballero de la industria, en los EEUU, ha estado muy ocupado vendiendo parcelas de terrenos en la Luna, con los correspondientes derechos de caza y pesca, consiguiendo deshacerse de más de cinco mil lotes, de cuatro mil metros cuadrados cada uno, a dólar la pieza. Sin embargo, a duras penas podríamos incluir tales episodios en los límites de la ficción científica, y podemos descartarlos, reflexionando que suelen picar más peces en la Tierra que en la Luna. (pág. 159)

La pregunta es si hemos llegado al límite de la ciencia-ficción, si ya la fascinación y el mesianismo de Ultimátum a la Tierra se ha degradado en el nihilismo y obliteración (“forclusión” por decirlo con el lenguaje ocultista de Lacan) total de Cosmópolis. Es como si el mundo mismo hubiese doblado la apuesta de la ciencia-ficción, y ésta se hubiera tragado el farol. Yo estaba más a gusto en el futurismo marca Kirby, todo magma de color, dioses rotos y rayos cósmicos. El pasado del futuro era mucho mejor que este futuro sin pasado, y tiene toda la razón el bueno del señor Moore cuando escribe, ingenuo y tecnófilo como él debía ser, que no es culpa de los científicos que se haga mal uso de sus descubrimientos, pero cada hombre y cada mujer debe compartir la responsabilidad de haber permitido que unas pocas docenas de estadistas profesionales –y empresarios avispados, habría que añadir- puedan atreverse a arriesgar cuando la raza humana ha levantado (pág. 210). Ya entonces quedaba menos tiempo (ahora que nos hemos enterado que alguna petrolera sabía del cambio climático desde 1985 y que pagó durante décadas para ocultarlo[7]), pero, ¡oh, hermanos míos!, parecía estar todo por delante…


Notas

[1] Yo leí El resplandor con quince años, solitario en una caravana o roulotte bajo la noche estrellada de un camping francés, y confieso que me cagué de miedo cuando los setos del parque cambiaban de forma en un abrir y cerrar de ojos, una escena que Kubrick no recogió. Volví al best-sellerer, si es que se puede decir así, 25 años después, en una en la que los alienígenas colonizan los estómagos de unos rednecks muy rudos que están de acampada en la montaña. Como el procedimiento para nacer de los bebés-Alien es universalmente conocido, Mr. King no tuvo más remedio que escoger el momento del excusado para la toma de tierra de los bichos. De aguas mayores va la cosa, pero o bien entre lo uno y lo otro el escritor se ha decantado por la cantidad en vez de la calidad, o es que ya no es él, que nos lo han cambiado por una versión defecada de sí mismo…

[2] Tal vez sea en las naves espaciales de space-opera, o en las armas láser, o en las criaturas de peluche, vaya usted a saber: https://hyperbole.es/2015/12/el-emporio-galactico/ (de las últimas, la única no tan bochornosa en mi opinión es la de la juventud de Han Solo, pero no por Han Solo, sino por la ambientación, el villano y un magnífico Woody Harrelson).

[3] Pero la que consigue con mayor nitidez esa sensación de “otro mundo” no únicamente distinto del nuestro, sino incluso más inteligente y evolucionado, es a mi juicio la mencionada Dune, que ahora vuelve a estar de moda gracias a Denis Villeneuve. Y es políticamente muy extraño, porque Frank Herbert es norteamericano, y sin embargo concibió Dune en los sesenta casi como una reivindicación del mundo árabe -los Fremen, su religión y su especia son claramente los beduinos, el Islam en su versión rigurosa y el petróleo, aunque el petróleo no coloque…-, o es que Paul Atreides es el Lawrence de Arabia occidental que los seduce y capitanea, no sé muy bien…

[4] Que es lo que ha ocurrido con las adaptaciones de Lovecraft, alguna española, o lo que pasaría llevando a Asimov al cine: esos “cerebros positrónicos”, esos “cañones de protones”, esas “velocidades sub-lumínicas”, etc. Lo que yo prefería de todo eran los cowboys galácticos, esos tipos que iban solipandis en una nave cumpliendo una misión junto con su sofisticado superordenador, desconocedores de que Asimov les había enredado en un embrollo cósmico-político-robótico. Era todo encantador y riguroso a la vez, me parecía muy vintage, cuando aún no existía la palabra, porque el propio Trantor era muy años cincuenta-sesenta americanos del hipotético futuro (Isaac Asimov era él mismo años cincuenta-sesenta hasta en su trato con las mujeres, no tan macho dominador como en Mad Men pero si galanteándolas constantemente…)

[5] Prometía lo del dinero canjeado por unidades-rata, o las protestas en la calle en términos de un manifiesto comunista tergiversado, o la recién casada que niega sexo al prota porque es poetisa, pero todo eso la cinta lo olvida por completo.

[6] Y no es que yo esté de a favor de ninguna revolución en sentido clásico. Más bien pienso como Chesterton, cuando escribía, entre burlas y veras, que “es posible que la expresión «dictadura del proletariado» no tenga sentido alguno. Tanto valdría decir; «la omnipotencia de los conductores de autobús». Es evidente que si un conductor fuese omnipotente, no conduciría un autobús”. Sobre otros de DeLillo: https://hyperbole.es/2018/12/lecturas-en-el-mas-alla-dickens-y-delillo/

[7] La realidad supera con mucho la imaginación barroca y negra de Don DeLillo y David Cronenberg juntas: https://www.lavozdegalicia.es/noticia/biodiversa/2019/05/18/cambio-climatico-exxon-sabia-1985/00031558202578939600247.htm