Tecnociencia: ¿el Séptimo de Caballería?

diciembre 18, 2023
Inteligencia artificial en medicina composición isométrica con médicos e investigadores AI examinando pacientes y trabajando en laboratorio ilustración vectorial

Hoy en día no se puede negar la existencia dominante de la tecnociencia, es decir, de la subordinación masiva de los enunciados cognoscitivos a la finalidad de la mejor performance posible, que es el criterio técnico.

Jean-François Lyotard, La posmodernidad (explicada a los niños)

No es que quiera hablar de mí, ni elevar la anécdota a categoría, como quería Eugeni D’Ors, pero es que el otro día estuve en la facultad de Psicología de la Autónoma con mis alumnos de Bachillerato y me salí espantado. Será porque yo soy muy impresionable, o será porque infiero conspiraciones del saber allí donde solo hay tonterías inofensivas –es por ti, Filosofía, que veo ríos donde solo había asfalto, como decía la canción–, pero el caso es que la idea de estudiar el comportamiento de los bebés para «encauzarlos» mejor me pareció una pesadilla hitleriana. Y de eso se trataba la visita, como objetivo manifiesto de la tesis doctoral de tres chicas majas e inocentes y un chico florero, ya que no habló, que únicamente buscaban entretener a mis alumnos y, posteriormente, si acaso, ayudar al desarrollo médico de la trashumanidad ciborg, eso apuntando alto. ¿Y quién podría estar en contra de conocer mejor los motivos de la conducta de nuestros amados bebés blancos y occidentales a fin de intervenir cuanto antes si aparecen síntomas preocupantes de alteración o disminución mental, o en caso contrario de potenciar sus facultades empresariales y de liderazgo, como en «Bebé Jefazo» de DreamWorks? Pues yo, para empezar, que soy un obseso, e intentaré explicar en las siguientes líneas el porqué. Aquellas dulces chicas, de 21 o 22 años como mucho, habían clasificado ya binariamente a los bebés que tenían el privilegio de ser estudiados por ellas: los había «típicos» y los había, también, y por contra, «atípicos» –ya sabéis que decir «anormal» es indecorosamente incorrecto, pero es que «normal» en ciertos círculos es causa directa de que te lapiden, a veces no sin razón. Pues bien: a los atípicos, piensan las chicas (y se supone que el chico, ya se sabe que detrás de una gran mujer siempre estoy yo perdiéndome el concierto…), no queda otra que meterles un terapeuta enseguida en casa, aunque tengan diez ridículos y deliciosos meses, para prevenir las futuras taras del chaval o chavala o transgénero recién llegado al mundo.

Thomas Szasz se quedó muy corto en sus denuncias: en el siglo XXI se puede ser «atípico», o sea, objeto de una especie de eugenesia retardada, desde que estás en pañales. No creo que estas buenas chicas de Psicología tengan previsto colocar una insignia en el hombro de los atípicos para cuando crezcan, pero lo cierto es que sería de la máxima utilidad para los pediatras y médicos posteriores que vayan a poner su ocular científico sobre ellos (el ojo del Gran Hermano Tecnocientífico que velará por todos nosotros en el futuro), para así diagnosticarles de un solo golpe de TDH, TDA, Dislexia, TEA y todo lo que haga falta. Porque eso sí que lo dijeron ellas tal cual, para mi estupefacción y escándalo (servidor aún se escandaliza, soy un antiguo con chistera en vez de boina): la Ciencia, incluso en su versión dudosamente psicologista, tiene el divino derecho a involucrarse en nuestras vidas cuanto antes mejor y por el bien de la familia poliamorosa, la sociedad tecnificada y la Inteligencia Artificial… Debemos, por tanto, asumir y festejar que, sin que lo hayamos pedido –como no pedimos los móviles, ni el 5G, ni Alexa ni nada en realidad–, el Séptimo de Caballería vendrá a salvarnos antes de que haga la menor falta, cuando ni siquiera el General Custer haya aprendido a caminar y no hablemos ya de calzar sus primeras botas.

Estas estudiantes tan encantadoras se habían provisto de un chisme (siempre tiene que haber un chisme nuevo de por medio, o la cosa no parece ciencia seria y rabiosamente actual) que emitía rayos láser que rebotaban en las retinas de mis pobres pupilos e informaban de dónde estaba poniendo su atención el sujeto. Pregunté si eso ya se usaba en publicidad y pornografía, y me dijeron francamente que sí, pero como si no fuera con ellas. Porque ellas (y él, que asentía), por supuesto, no empleaban el chisme para tales aviesos fines, ellas, manos blancas no ofenden, tan solo fisgaban dentro de la cabeza de los bebés de otros… De modo que ya sabéis que cierta gente a la que no conocemos y con propósitos que se nos escapan puede efectivamente averiguar hoy por hoy hacia dónde miramos más frecuentemente, de tal manera que secretos como si uno es homo o hetero van a dejar de ser secretos para ser datos fehacientes que se vendan al mejor postor (y hay postores a patadas, no solo privados: hace un tiempo supimos que no solo el INE, sino también el Ministerio de Fomento pagó a Orange por los datos de 16 millones de móviles; tu gobierno, tu espía, tu amigo…) Mi impresión de tipo impresionable y encima filósofo paranoico es que vamos a morir, a cascoporro, como chinches, todos con nuestro móvil pegado en la mano hasta el último instante –negras siluetas de Hiroshima en los muros de un antropoide tecleando algo…. Bueno, quizá eso ya lo supierais, viendo la televisión y tal, pero lo razono a mi manera: si tantos confían todavía en la ciencia para sacarnos de problemas descomunales como el calentamiento global, y la ciencia hace décadas que a lo que se dedica en realidad es a hallar mecanismos de control y configuración de la conducta de las masas[1], en vez de facilitar la vida de esas masas en un entorno cada vez más artificial y más desigual, es que vamos de cabeza al cementerio global. Parecería natural, hasta encomiable, que ciertas élites estén preocupadas por el caos que tanta gente con tantos medios –solo hay que pensar en los hackers– podría organizar sobre el frágil equilibrio mundial para excusarles de haber convertido la política en el arte de manipular a las poblaciones, es decir, hacer de nosotros seres «típicos» desde la cuna. Yo eso hasta lo comprendería, aunque resulte repugnante desde el punto de vista del ideal ya moribundo de la Emancipación Humana. Sería como el cínico discurso de Jack Nicholson al final de «Algunos hombres buenos»: soy un fascista porque tú para tu seguridad y tranquilidad necesitas tipos como yo que te hagan el trabajo sucio y erijan una muralla entre tu bonita familia y la escoria de la Tierra. Bueno, vale, a la porra la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, como en las novelas de Houllebecq. Pero es que está el Cambio Climático, ya iniciado, ya acelerando el Reloj del Fin del Mundo. ¿De verdad el Séptimo de Caballería tecnocientífico va a aparecer en el proverbial último momento para convertir el CO2 en hamburguesas, por ejemplo, como en esa otra película infantil, «Lluvia de albóndigas»?

Fijaos en una curiosidad interesante, que lo mismo no es solo una curiosidad. Todos los últimos premios Nobel de ciencias se han otorgado a aplicaciones científicas, nunca a lo que llamamos ciencia de base, o ciencia teórica. La última vez que se concedió el Nobel al conocimiento puro fue a Higgs, por su bosón, y no por nada tardaron algunos años en condescender a ello. Es lo que dijo Lyotard –y yo no soy mucho de Lyotard– en 1986, como consta en epígrafe, pero multiplicado por diez. Tecnociencia es esa manera de entender y practicar la ciencia que no consiste en poner en aplicación o realización una teoría científica que la antecede, como todavía ocurrió con Einstein o con Bohr, sino que, al contrario, es la aplicación o realización que se busca la que realmente guía la teoría (o, por mejor decir, el modelo teórico) y atrae el dinero necesario para concebirla y financiarla. Desde luego, esto es lo que siempre ha sido la ciencia, no debemos engañarnos. También el mirífico Michel Faraday elaboró su teoría del electromagnetismo conforme buscaba un efecto específico, y también Faraday tuvo que atraer el interés de un mecenas –en su caso un químico, Davy. Nadie, o poquísimos, se ponen a pensar sin previa motivación, sin un afán práctico, y por eso el mito de la manzana que cayó sobre Newton mientras dormitaba es la bobada más grande que contamos a nuestros hijos para distorsionar la verdadera naturaleza de la ciencia –y, de paso, para que se pasen toda la ESO preguntándose de qué sirve aprender… Pero hay una gran diferencia entre esos tiempos y la actualidad: Newton, o Faraday, trabajaron prácticamente solos en sus respectivos casa o laboratorio, y pagándolo casi todo de su propio bolsillo, mientras que ahora para realizar un avance infinitamente menor que aquellos necesitas de un equipo, de muchos instrumentos de precisión y de un capital más que notable. Tecnociencia, por tanto, es el nombre de ese estado o fase del conocimiento humano en el que éste opera a priori como aplicación tecnológica posible, y cuya misma existencia depende de una institución o emporio privado que pretenden sacar algún partido de ello. Tanto es así, que el hecho de que negacionistas como Trump puedan ir por ahí pregonando que las investigaciones acerca del calentamiento global no son más que patrañas pagadas por grupos de interés en energías renovables o por ecologistas fanáticos demuestra, de modo a mi juicio aplastante, que ya todos hemos aceptado –hasta un analfabeto como Trump– que el resultado de la ciencia depende en gran medida de quién pague y oriente esa ciencia. Pero esa no es, desgraciadamente, la mala noticia. La mala noticia es que no tenemos ningún control democrático sobre ese quién que sufraga y guía la ciencia en cada caso. Apenas les conocemos, jamás les votamos, y ellos no son muy de convocar referéndums. Un día les da por esponsorizar el proyecto de esas tres chicas (y el chico, que propone salir a remojarlo), y ya tenemos todos que pasar a nuestros bebés por sus chismes. Einstein empezó a hablar a los tres años, ¿habría que haberle reconducido al carril de los «atípicos»? Greta Thunberg es asperger, ¿nunca habría llegado a lo que es si la hubieran «intervenido» a tiempo?

Nuestro problema, tal como yo lo veo, o al menos lo vi hace dos días pero porque venía ya prejuiciado –que es lo que venía yo aquí a fortiori a decir–, no es ya que la vieja y querida ciencia sea, de facto, hoy, y quizá ya para siempre, tecnociencia a escala inusitada, el problema es que la misma comunidad de sabios que debe proponer soluciones factibles a cosas tales como el Cambio Climático parece también interesada en la eugenesia retardada. Quiero decir: que estoy escamado, que no sé muy bien si el Séptimo de Caballería nos va a rescatar como está mandado del genocidio ambiental o está demasiado pendiente de proyectos estúpidos y cientinazis –este término no lo he inventado yo– en los que quién sabe qué agentes misteriosos y para qué propósitos ocultos han invertido su dinero. La ciencia, sin sombra alguna de duda, ha sido lo mejor que le ha ocurrido a la humanidad después del sexo con protección; la ciencia nos ha traído hasta aquí y la ciencia fue tan inteligente como para explotar residuos inútiles y convertirlos en energía; a ver si ahora sabe estar a la altura de la crisis que su propio sobreexceso de éxito ha creado y no pierde su tiempo en dominar a aquellos mismos que dice proteger…

Apéndice

No ignoro que hace casi cien años que existe algo así como lo que vagamente se denomina Bio-ética, y desde luego que sus trabajos (o bien una extensión o puesta al día de Kant, o bien lo mismo respecto de los dogmas cristianos) no son nada desdeñables, pero da siempre la sensación de que este David es demasiado pequeño y tierno frente a aquel Goliat devorador. Nadie preguntó a un comité de Bioética si se podían lanzar armas nucleares, o si los chinos estaban legitimados para realizar experimentos mentales con los prisioneros japoneses o si, más recientemente, resultaba ético o justo utilizar sueros de la verdad en Guantánamo. Es más: siempre habrá un visionario transhumanista o cyberpunk a sueldo de alguien que dirá que los principios humanitarios de la Bioética son obsoletos y desfasados, y que la experiencia tecnológica habrá de sustituirlos por otros en menos de x tiempo – siempre poquísimo, ya, a la vuelta de la esquina… De modo que parece que la Bioética en el futuro conocerá muchos seguidores, publicaciones y cursos, pero un poder de veto o de concienciación real semejante al de la ONU en cuestiones políticas o geoestratégicas. Toda empresa tecnológica tendrá su especialista en Bioética en nómina, pero como quién coloca un botiquín en un cuartel de bomberos. Vete tú a China, o a Corea del Norte, a hablarle de Bioética. De manera que, al menos yo, pienso que el único modo con que contamos hoy para resistir a la tecnociencia como microfísica del poder, que diría Foucault (quien nunca se ocupó de estas cosas, un erudito al fin y al cabo), es el sentido común, es decir, algo así como «¿que mi niño es atípico?… ¡te reviento la cabeza!» Seamos, pues, menos crédulos, y cuando pensemos en el enorme crédito que han recabado los hombres de la bata blanca, recordemos el famoso Experimento Milgram.


Notas

[1] Por cierto, que a eso fue a lo que se consagró el sobrino de Freud en su viaje a EEUU, uno de los responsables de la invención de la sociedad de consumo mediante las técnicas que se derivaban de las doctrinas de su dilecto pariente.