El caminante sobre el mar de niebla de Caspar David Friedrich (1774–1840)
El caminante sobre el mar de niebla (ca. 1817). Obra del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich (1774–1840). Fuente: Wikimedia Commons.

Sócrates y Kierkegaard: dos modelos de negatividad en un mundo de excesiva positividad epistémica

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¿Hasta dónde podemos considerar que un verdadero conocimiento consiste en afirmar algo en concreto sobre algo? En una época como la nuestra donde las redes sociales, los medios de comunicación y el flujo masivo de información nos ponen de frente, voluntaria o involuntariamente, con «conocedores» y «expertos» de todo tipo y de todos los temas, el estatuto de verdad de las afirmaciones hechas por estos grupos de especialistas no se escapa a una pregunta fundamental tan antigua como los orígenes mismos de la democracia, la forma de organización social y de participación política que nos ha permitido expresarnos y actuar con mayor libertad. Saber es afirmar, o eso por lo menos es lo que la historia de las ideas nos ha mostrado, además de ser algo que nuestra experiencia social continuamente nos parece validar. Si yo digo que sé sobre un tema en particular, la mayoría esperará que hable de ese asunto en términos positivos; es decir, atribuyéndole propiedades concretas e inherentes al objeto de mi exposición. Por el contrario, si dijera que no puedo afirmar algo en específico sobre ese mismo tema o me muestro dubitativo, probablemente se dirá de mí que no sé sobre ese asunto, es decir, en el fondo sería un ignorante.  Que digamos que desconocemos sobre algún asunto en particular parece contrario al significado atribuido al conocimiento y parece difícil que la sociedad en algún momento de su historia haya aceptado una visión contraria.

Uno de los autores que, contrario a lo que se ha afirmado de él, nos pone en una situación de dificultad respecto a su estatus de sabio o de gran maestro, precisamente porque en sus palabras niega conocer la verdad que atañe a muchas cosas es Sócrates. Y aunque se le considere el primer gran filósofo, el padre de la ética o el primer gran pedagogo, un repaso más detallado a su trasegar por la Atenas clásica nos revelará que en efecto el llamado «Tábano de Atenas» nunca se atribuyó algo distinto a querer comprender las cosas a través de los que sí sabían, además de entender a mayor profundidad aquella sentencia del oráculo que lo veía a él como el más sabio de su polis. Sócrates no nos presentó a través de los diálogos platónicos una doctrina positiva, lo que en cambio sí mostraba era una tendencia a refutar o contradecir la postura de su interlocutor, gracias a las ambigüedades o inconsistencias que los conceptos discutidos fueran presentando. En ese sentido, Sócrates representaba una fuerza destructora de la tradición semántica instaurada en su tierra.

Al respecto, pocas figuras del pensamiento posteriores notaron y valoraron el rasgo negativo socrático como algo valioso por sí mismo, en cambio optaron por tomarlo como un momento inicial del conocimiento a través de su devenir en la historia, pero del cual no podemos afirmar un resultado concreto, pues se trataba en realidad de una conciencia subjetiva primaria que poco sumaba a las pretensiones de validez universal que un verdadero sistema del conocimiento debería tener. Parte de esta descripción corresponde con la crítica que en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía (1830) hizo G.W.F Hegel (1770-1831) al método socrático. Sócrates, según Hegel, antes que ser un representante metódico de los principios inherentes de las cosas, es un moralista que, al apelar al autoexamen y revelar los vacíos conceptuales en lo que atañe a los valores morales, nos puede llevar por un peligroso camino de relativismo a los ojos de la tradición, razón suficiente para hacer justa su condena.

Sin embargo, si pensamos en nuestra relación con el conocimiento en la actualidad, podemos notar que la demanda de una tesis o una doctrina positiva es el criterio que justifica nuestro avance epistémico cotidiano. Resulta muy difícil avanzar en la vida si no tenemos confianza en nuestro conjunto de creencias. El inconveniente está cuando, por un lado, una creencia o el grupo son interpeladas por lo contingente y lo opuesto entra a ser un rasgo imposible de eliminar en la ecuación existencial que en buena medida nos acompañará a lo largo de nuestras vidas. Al respecto, uno de los pocos pensadores que se mantuvo fiel al enfoque socrático y regresó continuamente a este personaje a través de toda su obra fue el pensador danés Søren Kierkegaard (1813-1855) quien, contrario a lo que el pensamiento científico y sistemático de su época dictaba, optó por rescatar de una manera contextualizada, la ironía socrática, convirtiéndola en un método revelador de la ignorancia contemporánea no solo en asuntos fácticos, sino que, más grave, en asuntos que atañen a la interioridad más profunda de los individuos. En ese sentido, a continuación, expondremos brevemente lo que aprendió el pensador danés de Sócrates, al punto de permitirle ver en el famoso personaje griego un modelo atemporal, fundamental para pensar la situación de su presente y por qué no, para pensar nuestra propia contemporaneidad.

Se nos afirma en numerosos artículos, conferencias y en general en investigaciones enfocadas en la historia de las ideas que Sócrates es el primer gran filósofo y padre de la ética. Las razones para tal título se han soportado en el testimonio literario elaborado por Platón donde se ve a un Sócrates interesado en superar su aparente ignorancia valiéndose de las respuestas de alguien que se dice sabe lo suficiente. Sin embargo, esto antes que ofrecernos una doctrina ética aplicable nos da cuenta de la ironía en la que se movía Sócrates para engañar a su interlocutor, haciéndole creer que sabe para luego hacerle caer en cuenta que en realidad desconoce del tema. En realidad, esto en nada aporta a un modelo filosófico o científico concreto, pues ironizar dista mucho de lo que una teoría ética o una filosofía sistemática necesitan si planean acaparar todo lo existente bajo su óptica conceptualizadora. Entonces, ¿cómo podemos justificar este valor fundacional en Sócrates? La respuesta es que una lectura anacrónica del personaje lo ha puesto en linderos que nunca buscó. Pero que Kierkegaard, trató de regresar a su contexto original, iniciando por lo que expone en su tesis de maestría titulada Sobre el concepto de ironía (1841), y que después utilizará en distintas obras para lanzar duras críticas a los personajes más importantes de la sociedad de Copenhague, principalmente los líderes religiosos y académicos de corte hegeliano o romántico.

Kierkegaard notó que, a pesar de estar separados por milenios y kilómetros, tanto él como Sócrates, vivían en una sociedad donde muchas personas hechas celebridades afirmaban tener conocimientos de cosas que, de hecho, ignoraban; haciéndose más notorio a lo que concierne con la interioridad de los individuos. Un ejemplo claro de ello en los diálogos de Platón es el personaje de Eutifrón quien, decide denunciar a su padre apelando a una acción injusta que su progenitor tuvo hacia un esclavo. Al final del diálogo, Sócrates hace fracasar, por medio de la ironía, a Eutifrón en su intento de explicar algo tan íntimo como lo es la noción de justicia.  Del mismo modo, Kierkegaard nota que en su pequeña ciudad hay muchos “Eutifrones” que, amparados por el crédito de la multitud, andan confiados dictando clases en universidades, hablando con rigor científico de lo que es la fe y más grave aún, ubicándose en el púlpito para indicarle a la multitud lo que es el cristianismo. Figuras de renombre como Hegel, Fichte, Schelling y Martensen (obispo y académico de Copenhague, famoso por introducir a Hegel en la academia danesa), fueron parte de la ironía socrática versionada en clave kierkegaardiana. Esta situación por supuesto, le costó a Kierkegaard el rechazo de buena parte de la población de su ciudad, además de ser el objeto de fuertes burlas, tal y como sucedió en la Antigüedad con la representación que hace Aristófanes de Sócrates en la comedia Las nubes.

La posibilidad de convivir con conceptos negativos es aterradora. El principio de identidad aristotélico y el sistema hegeliano arden en brasas cuando lo negativo instala al concepto en la incertidumbre.

Kierkegaard, sin pretensiones fundacionales, al igual que Sócrates, buscó poner un límite a la desmedida ambición humana por el conocimiento ensalzada por las filosofías sistemáticas en cabeza de Hegel que buscaban formar identidad a partir de un rasgo racional en todo lo existente en un continuo ejercicio dialéctico de mediación, como si todos los conceptos necesitaran resolverse lógicamente en favor de una única posibilidad. Pero en el reino del espíritu y en particular la fe cristiana ¿cómo puede el verdadero creyente decantarse por una única realidad terrenal cuando Dios ha optado por hacerse de dos realidades en sí mismo?  ¿Cómo puede la dogmática explicar la experiencia de lo absurdo cuando Dios habla y se hace carne? Pues es a este tipo de preguntas sin respuesta positiva a lo que el ser humano hijo de la Modernidad le huye. La posibilidad de convivir con conceptos negativos es aterradora. El principio de identidad aristotélico y el sistema hegeliano arden en brasas cuando lo negativo instala al concepto en la incertidumbre.

A pesar de lo anterior, el rescate de lo negativo por parte de Sócrates y Kierkegaard no los convierte en relativistas o en nihilistas. Por el contrario, el propósito de ambos es revaluar el modelo epistemológico dominante en sus sociedades partiendo de la, hasta inicios del siglo XIX, infravalorada interioridad individual y todo lo que es inherente a ella, como la pasión, y desde allí, emprender la búsqueda de una verdad auténtica. Sócrates, y luego Kierkegaard, no buscan desestabilizar los cimientos de sus respectivas sociedades y disfrutar el caos típico que representaría una anarquía[1]. El punto clave es entender que ambos personajes buscan desplazar el centro del saber de la multitud indiferenciada hacia el individuo concreto y las verdades que lo definen, las cuales son mucho más reales y edificantes que lo que una lógica vacía o un excesivo relativismo poetizado como el de los románticos puede demostrar. Es más valioso, por lo tanto, reconocer que no se sabe a vivir engañado creyendo que se conoce. No se trata de caer en extremos viciosos, que calcifican o volatilizan la realidad, sino de encontrar, en términos aristotélicos, un principio de prudencia, que nos lleve a reconocer que hay verdades propiamente humanas que funcionan gracias a su tensión lógica, a la contradicción de términos que habita en su interior y que no admiten mediación. Eso es lo que quizá Sócrates trató de mostrarle a sus compatriotas atenienses, puesto que es asunto de humanos que aprendamos a vivir con nuestras limitaciones en vez de esperar la estéril mediación de un favor divino. Del mismo modo, es asunto del cristiano entender que definirse como tal y vivir acorde al Evangelio consiste en andar con una interioridad irresoluta donde la lógica calla tal y como le sucedió a Abraham en el pasaje abordado por Johannes de Silentio[2] en Temor y Temblor (1843), y donde solo la fe en el absurdo se puede convertir en el bálsamo existencial capaz de curar las heridas que deja una interioridad enmarcada por la contradicción.

Así pues, solo nos queda reconocer que aunque una vida de constante examen nos puede llevar a una pérdida de rasgos vitales tal y como lo ve Nietzsche en su crítica a Sócrates, esto no le resta valor al enfoque interior que tiene la premisa socrática de volver a nosotros mismos como punto de partida para un conocimiento más equilibrado, y en una sociedad donde la religión se ha politizado para dejar atrás su dimensión interna e individual para trasladarse al terreno de la positividad, pues nos encontramos con graves consecuencias materializadas en leyes rígidas que se instalan en el corazón de los distintos sistemas de gobierno, impidiendo así que el conocimiento avance desde lo más íntimo del individuo hacía una multitud mucho más consciente de su realidad humana, la cual es limitada, lo que significa que es una realidad que continuamente será interpelada por una negatividad que le muestra que no todo se puede conocer y que tener conocimiento, a veces también implica aceptar que no todo es afirmativo.

REFERENCIAS

Kierkegaard, S. (2006). De los papeles de alguien que todavía vive. Sobre el concepto de ironía. Escritos 1 (D. González & B. Sáenz, Trad.; 2 ª ed.). Trotta.

Kierkegaard, S. (1993). Diario Íntimo (Bosco, M.A., Trad.). Planeta.

Kierkegaard, S. (2012). Temor y Temblor (Merchán V.S., Trad.). Alianza.

Platón. (1985). Diálogos I (Ruiz, C; Lledó, E & Garda, G., Trad.). Gredos.


Notas

[1] Por el contrario, un repaso a los Diarios íntimos del autor danés nos muestra que él era partidario de la monarquía.

[2] Seudónimo utilizado por Kierkegaard en Temor y Temblor.

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