"Íbamos a pasar de la civilización de la mano a la civilización del cerebro" Jean Renoir
Hay libros que con el tiempo se han convertido en intolerables, y por eso ya nadie los lee. La tolerancia, que fue una categoría que primariamente se acuñó para la religión, luego se desplazó hacia la política, y últimamente se aplica sobre todo al hábito con los estupefacientes, es algo que estamos perdiendo en lo que toca a lecturas dolorosas y terribles, que escuecen como una vieja cicatriz.
Se diría que hemos logrado una gran tolerancia -en su acepción narcótica, que es la religiosa ya para algunos revirtiendo la historia del término[1]– respecto a las imágenes violentas o sexuales (estéticamente cercanas, puesto que el acto sexual visto desde fuera y sin previa excitación que lo anticipe parece algo forzado, bestial…), y a los adolescentes, por ejemplo, les encanta el gore, y cuanto más exagerado, mejor. Cortan una cabeza a alguien y gritan “¡¡toma!!”, se pelean dos y todo es “¡mátalo! ¡mátalo!”, una pone los cuernos al otro o al revés y nadie deja de vociferar “tío, yo es que les daba dos hostias a ambos”, etc.
A todos, sin excepción, les fascina la saga tétrica de Saw, o eso dicen, así que, por si acaso, no probéis a ponerles una snuff-movie. Es fácil ser valiente a este lado de la pantalla, a quién no le encanta hacer pedagogía en alma ajena. Parece que hacerse mayor, madurar, crecer, todo ese rollo, consiste precisamente en aprender a ponerse de vez en cuando en el lugar de la víctima, y no siempre del victimario. Los adolescentes, como son totalmente inexpertos, y deben disimular sus congojas, sólo consiguen imaginarse estando en la posición del que gana, del que zurra, del que se pone la vida por montera a costa de lo que haga falta[2] (excepto con los animales, todo hay que decirlo, y, últimamente, y si su familia funciona como tal, con el amplio abanico de la opciones sexuales, sea dicho en su honor y también en su descargo). Entre eso, y que lo que viven es un noventa por ciento de imágenes y un diez por ciento de suposiciones y humo de canutos, les tenemos un tanto engañados respecto a cómo es el mundo, la vida en general. Se temen lo peor, eso es cierto, pero no tienen ni la más remota idea de cuánto peor puede ser, ni sus padres y profesores se lo queremos decir ni lo sabemos tampoco. Por comparación, y para que se vea que la edad no es la cuestión, cuando tenía un poco más que la edad de un adolescente de Segundo de Bachillerato, el soldado Erich María Remarque en 1918 hacía reflexiones tan tremendas como la siguiente, aunque recapituladas y puestas en bonito diez años más tarde…
Su existencia es anónima y sin culpabilidad; si yo supiese más acerca de ellos, es decir, cómo se llaman, cómo viven, lo que esperan, lo que les obsesiona, mi emoción tendría un objeto concreto y podría convertirse en compasión. Pero ahora, aquí, detrás de ellos, sólo experimento el dolor de la criatura, la espantosa melancolía de la existencia y la ausencia de piedad que caracteriza a los hombres.
La novela, ya se sabe, es Sin novedad en el frente, si es que eso es una novela, y se escribió poco antes del crack del 29.
Existen varios relatos muy buenos (y muchos poemas de mucho mérito, de esos autores olvidados que quedaron retratados en la película Regeneración) sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial, pero seguramente esta es la más famosa, entonces y ahora. Se trataba de narrar lo inenarrable, y no es que falten palabras en cualquier idioma para el Infierno, al contrario, sobran, siempre que no abuses de ellas tanto que las dejes vacías, exangües. Si un granjero de Wisconsin dice en televisión que el último huracán que ha pasado por su región ha causado una “tragedia”, y esa misma palabra la utiliza para cuando su mujer le deja por otro o se le muere un ternerito entonces destruye sin quererlo el voltaje del término, por decirlo así, tan sólo por arañar la solidaridad del espectador. Por este motivo, ahora que en Occidente un siglo después de la Gran Guerra no sabemos ya nada de la realidad, sino únicamente de su estilización mediática, poseemos una gran tolerancia para una película de Tarantino, pero ninguna para encajar una separación[3] o la muerte de una mascota.
Creo puede ser por eso que nadie lee textos como Sin novedad en el frente[4], al margen de que no interese a las editoriales -mi ejemplar, por ejemplo, me ha costado un euro en tenderete de viejo-, ni a Netflix o HBO: si los leyésemos, y los tomásemos en serio, entonces las últimas películas de Tarantino nos parecerían pijadas hollywoodienses y nuestras propias “tragedias” absurdas nimiedades. De hecho, la gente que sí que lee libros como este, y que se los toma en serio, está un poco como en otro mundo, como por encima de su realidad cotidiana, por decirlo de algún modo, como esas personas que han hecho un viaje a la India y han visto lo que hay que ver, no lo que les ha enseñado un guía. Porque si has visto lo que hay que ver en Bombay, lo que está por todas partes y no parece de este mundo, ya nunca vuelves a ser el mismo, lo quieras o no, adquieres una hondura y una perspectiva para la cual la incomprensible existencia del programa de televisión Hombres, mujeres y viceversa, por ejemplo, o tus habituales preocupaciones acerca de si fuiste ingenioso, elegante o patético en la última cena de empresa resultan irreales, ridículas, indignas del ser humano que hay en ti, de ese humani nihil a me alienum puto que sentenciaba Terencio[5]. Dicen que el nacionalismo se cura viajando, lo cual, desgraciadamente, no es cierto; de modo semejante, se podría decir que el buceo en la banalidad de nuestras vidas de cultura/basura se cura leyendo, pero no cualquier cosa, y no siempre alentadora.
Así, en Sin novedad en el frente hay un capítulo en que el personaje de Remarque, que no sabemos hasta qué punto fue él mismo, vuelve a su casa de permiso y ya nada es lo mismo, ya no le merece la pena el regreso. Se ha escrito mucho sobre eso (por ejemplo, el First Blood de David Morrell del que salió el monigote de Rambo trataba de lo mismo, y Rambo moría al final de la historia), pero no sé si tan bellamente como lo hizo Remarque. Hay que percatarse de que Remarqe está haciendo la crónica de un soldado alemán, es decir, esos que la Historia ha demonizado primero como causantes de dos guerras ingentes, y luego como cabezas/cuadradas militaristas[6]. Y sin embargo este libro, su libro, es un alegato antibelicista y un canto a la igualdad entre los hombres humildes (los poderosos que han orquestado la guerra sin razón aparente son escarnecidos igual que en Senderos de gloria de Kubrick). En numerosas ocasiones el avatar de Remarque se queja de lo poco que ha servido tanta Kultur, tanta veneración a la gran cultura alemana y europea. Si es cierto que nuestra cultura actual, cien años después, tiende a la carroña con excipientes y adictivos, aquello que se conocía como tal antes de 1914 no sólo no pudo impedir la guerra sino que en bastante medida la alentó. Era una cultura elevada, pero también homicida. Wagner había compuestos excelsas operas, y escrito cientos de páginas antisemitas. Nietzsche, ese Tirteo romántico, intentó recuperar para la filosofía la alabanza a la moral de la fuerza, o a la Ley del Más Fuerte, que hoy vuelve sacudiéndose los complejos, contra todo derecho, contra toda racionalidad, dos mil quinientos años después del Trasímaco de Platón o cuatrocientos después de Maquiavelo. Y así. Escribe Remarque que “los horrores son soportables mientras se contenta uno con bajar la cabeza, pero matan cuando se reflexiona sobre ellos”, y, en efecto, su personaje se pasa la novela aterrorizado no tanto por el infierno que le rodea, que también, sino por intentar averiguar cómo lo encajará después si llega a sobrevivir. Porque, claro, es incontestable que la única reacción posible frente a una atrocidad como la Gran Guerra es que hay que vivir, que la historia debe continuar, que los simples mortales no sabemos nada de lo que estas masacres dicen de nosotros mismos, que no hay calculadora u ordenador cuántico capaz de computar la maldad o la bondad del ser humano o que esa calculadora u ordenador es infinita y está en alguna otra parte metaempírica a la que no tenemos acceso, de manera que nuestra tarea como especie es puramente práctica y no intelectual: consiste, más no podemos, en reconstruir y recomenzar una y otra vez (es un tópico decir que ciertas personalidades ilustres tuvieron “fe en la humanidad”, o sencillamente que conviene tener esa fe para mover el mundo, y es totalmente cierto, pues es cuestión de fe, y no de pruebas, como ya ocurría con el viejo Dios al que tan graciosamente hemos sustituido). Se debe reflexionar sobre los horrores, pero no hasta el punto de que los horrores terminen por reflexionarte a ti, hay que continuar alentando, como hay que leer otros libros y salir a tomar un café a una plaza de París.
Eso fue lo que hizo Erich María Remarque, alemán de ascendiente francés, al terminar la contienda. Pero decidió escribirlo, en cuanto tuviera ocasión y condiciones para hacerlo. Habían amanecido ya los felices veinte, esa iridiscencia de la que hablaba Scott-Fitzgerald, esa tregua ingenua como sabemos hoy. Los más conscientes de la deconstrucción de la autoimagen del hombre y del progreso que había supuesto la guerra (eso fue auténtica deconstrucción y no lo que luego ha propalado Derrida) despedazaron la cultura anterior en la forma balbuciente y fragmentaria del Dadaísmo, y los que no, como Remarque, entendieron que aquello lo que pedía a gritos era justicia al menos literaria al modo realista y estrictamente testimonial de los abuelos, pero llorando su fracaso civilizatorio en cada línea:
Estas caras pálidas de tanto comer zanahoria; estas miserables manos crispadas; la lamentable valentía de estos pobres perros que, a pesar de todo, avanzan y atacan, de estos pobres perros valerosos que, intimidados, no se atreven a quejarse en voz alta y que con el vientre, el pecho, los brazos o las piernas destrozadas gimen sigilosamente llamando a sus madres y callan si se aperciben de que son observados.
Sus delgados rostros puntiagudos, levemente sombreados por el pelo naciente, tienen en la muerte la espantosa inexpresividad de los cadáveres de niños.
Se os hace un nudo en la garganta cuando los veis levantarse, correr hacia adelante y caer. Quisierais darles una zurra por ser tan bobos; cogerlos en brazos y sacarlos de aquí, donde no tienen nada que hacer. Llevan sus guerreras grises, los pantalones y las botas, pero a la mayor parte el uniforme les viene ancho, les cuelga de todas partes. Sus espaldas son demasiado estrechas; sus cuerpos demasiado delgados. No hay ningún uniforme hecho a la medida de estos niños.
Por cada veterano caen cinco reclutas.
El cine en la actualidad es como todo lo que nos rodea hoy, que parece que hace las cosas más reales en tanto en cuanto les presta brillo, pero ese brillo no procede de ellas mismas, sino de la potencia de los focos que las exprimen.
“Íbamos a pasar de la civilización de la mano a la civilización del cerebro”, escribía el cineasta Jean Renoir recordando con nostalgia los felices tiempos de su padre el pintor. También hoy, recién estrenado 2020, estamos convencidos de que vamos a volcar nuestra conciencia en un CD para que viva para siempre, entre otras promesas de los charlatanes de éxito. Que no suceda nada en medio que nos tome por sorpresa, deseamos todos[7]. A la Primera Guerra Mundial fueron los súbditos más cándidos de cada nación enfervorizados y cantando himnos, muchos de ellos ignorando las prescripciones del partido comunista al que estaban afiliados, como cuenta el historiador Marc Ferró[8]. Bastaron unos pocos años para que se extinguiese toda llama patriótica, y la clase obrera volviera a refugiarse en el credo internacionalista. Novelas, si es que es una novela, como la Erich María Remarque sirven para explicar el porqué y para inscribir el recuerdo en bronce. Yo no creo que eso que se lee en Sin novedad en el frente se pueda trasladar al cine, aunque se haya hecho ya tres veces, y aun pudiéndose[9], ya digo que estamos demasiado anestesiados como para asumirlo, que nuestra tolerancia a las imágenes ya no se postra ante nada. El cine en la actualidad es como todo lo que nos rodea hoy, que parece que hace las cosas más reales en tanto en cuanto les presta brillo, pero ese brillo no procede de ellas mismas, sino de la potencia de los focos que las exprimen. Porque… ¿de verdad se podría rodar algo que se acercase lejanamente a esto, a esta remembranza verbal del dolor y del miedo del que creemos habernos librado para siempre hoy? (va el inicio del penúltimo capítulo, el once, y conste que mi pregunta es retórica, cuidado con tropezarse con la puntita de iniquidad que asoma en el símil etnocéntrico o eurocéntrico, y es que nadie está libre enteramente de pecado):
Ya no contamos las semanas. Estábamos en invierno cuando llegué, y al estallar las granadas, los terrones helados eran casi tan peligrosos como la metralla. Ahora los árboles han vuelto a verdear. Nuestra vida oscila entre el frente y las barracas. En parte ya estamos acostumbrados; la guerra es una causa de muerte como el cáncer o la tuberculosis, como la gripe o la disentería. Sólo que los casos mortales son más frecuentes, más variados y más crueles.
Nuestros pensamientos son como barro que el paso del tiempo va moldeando: buenos cuando estamos en las barracas e inexistentes mientras permanecemos bajo el fuego. Hay embudos en los campos y en nuestros espíritus.
Todos son así, no sólo nosotros. No existe el pasado, nadie sabe a ciencia cierta cómo era. Las diferencias creadas por la cultura y la instrucción casi se han borrado, apenas son perceptibles. A veces proporcionan algunas ventajas para sacar mejor partido de una situación; pero a menudo ocasionan inconvenientes, pues suscitan escrúpulos que ya tenían que haber desaparecido. Es como si antes todos hubiéramos sido monedas de distintos países; las han fundido, y ahora todas llevan el mismo cuño. Si se quieren encontrar diferencias ha de acudirse a la primera materia. Somos soldados, y tan sólo después, extraña y vergonzosamente, nos consideramos individuos.
Hay entre nosotros una gran fraternidad que, de una manera singular, reúne un reflejo de la camaradería de las canciones populares, algo del sentimiento solidario de los presidiarios y el desesperado auxilio mutuo de los condenados a muerte; una fraternidad que lo funde todo y lo sitúa en un plano de nuestra existencia, donde incluso en medio del peligro, sobresale de la angustia y la desesperación de la muerte y se apodera rápidamente de las horas rescatadas para la vida, sin que en todo ello encuentre lugar el patetismo. Si quisiéramos definirla, diríamos que es heroísmo y trivialidad al mismo tiempo; pero, ¿quién se preocupa de esto?
Es a causa de ese estado de ánimo que cuando se anuncia un ataque enemigo, Tjaden traga a toda prisa su sopa de guisantes con tocino, porque ignora si dentro de una hora seguirá vivo. Hemos discutido mucho a propósito de si esto está bien o mal hecho. Kat lo desaprueba diciendo que es preciso contar con la eventualidad de recibir una bala en el vientre, cosa que es mucho más peligrosa si el estómago está lleno que si está vacío.
Estos son nuestros problemas; nos los tomamos muy en serio y no podría ser de otro modo. La vida, aquí en la frontera de la muerte, tiene una línea de extraordinaria simplicidad, se limita a lo estrictamente necesario; el resto está profundamente dormido. Esto es nuestro primitivismo y nuestra salvación. Si nos comportáramos de otro modo, haría tiempo ya que habríamos enloquecido, desertado o muerto. Es como una expedición a las regiones polares; toda manifestación vital ha de aplicarse, tan sólo, a conservar la existencia y debe forzosamente orientarse en este sentido, el resto está de más, ya que consumiría inútilmente energías. Es el único modo de salvarnos, y a menudo, yo me considero un extraño cuando en las horas de tranquilidad, el reflejo misterioso de otros tiempos me revela, como en un espejo empañado, el contorno de mi actual existencia; entonces me admira que esa inefable actividad que conocemos por vida haya podido adaptarse incluso a esta forma. Todas las demás manifestaciones están sumidas en un sueño invernal; la vida es tan sólo un constante estar alerta contra la amenaza de la muerte; nos ha convertido en bestias pensantes para entregarnos el arma del instinto; ha embotado nuestra sensibilidad para que no desfallezcamos ante el horror que, con la conciencia clara, nos aniquilaría; ha despertado en nosotros el sentido de camaradería para librarnos del abismo del aislamiento; nos ha prestado la indiferencia de los salvajes para que, a pesar de todo, podamos encontrar siempre el elemento positivo y nos sea posible conservarlo como defensa contra los ataques de la nada; vivimos así una existencia cerrada y dura, puramente superficial y sólo de vez en cuando, un acontecimiento hace saltar algunas chispas de nuestro interior. Entonces, sin embargo, se levanta en nosotros una enorme llamarada, pesada y terrible, de anhelo.
Estos son los momentos peligrosos que nos demuestran que, no obstante, la adaptación es sólo artificial; que no es verdadera calma, sino únicamente una potente tendencia a la calma. Por lo que respecta a las formas exteriores de vida, no se diferencian apenas de aquellas que detentan los negros de la selva; pero mientras ellos pueden permanecer siempre así porque es su estado natural y seguirán desarrollándose tan sólo por el esfuerzo de sus facultades, en nosotros sucede lo contrario; nuestras fuerzas interiores están obligadas, no a un desarrollo, sino a una regresión. Ellos son libremente normales; nosotros forzosamente artificiales. Y es con espanto que por la noche, al despertar de un sueño y a la merced del encantador torrente de visiones que nos inunda, sentimos la fragilidad del soporte y la debilidad del muro que nos separa de las tinieblas. Somos llamitas ligeramente protegidas por delgadas pantallas contra la desatada tempestad del aniquilamiento y de la locura, a causa de la que oscilamos y algunas veces casi nos extinguimos. Después, el sordo rumor de la lucha es como un anillo que nos rodea; nos acurrucamos en nosotros mismos, y con los ojos muy abiertos, contemplamos la noche. Tenemos como único consuelo el jadeo de los camaradas que duermen, y así esperamos el amanecer.
Notas
[1] El opio es la religión del pueblo, invirtiendo a Marx, y su Gran Maestre en España fue Antonio Escohotado.
[2] Me parece que a las novelas de Pérez Reverte les ocurre eso, que tratan de recuperar esa vibración de la cruda realidad que falta a tanta novela de tema trivial o idealizado o amoroso, pero luego enseguida se coloca en el lugar del fuerte y toda la sensación de realidad que pudiera haber recabado se esfuma en una quimera de poder adolescente…
[3] Que son frecuentísimas ahora en los círculos pijiprogres donde ha calado el discurso feminista y siempre existe la oportunidad de reinventarse con una persona nueva que ha aprendido de la experiencia anterior. Así, los progenitores son los sparrings del verdadero amor, y los hijos de la pareja procreadora podrían desarrollar serias secuelas psicológicas si sus padres cometiesen la indignidad de seguir juntos, queriéndose a medias y aburridos el uno del otro. No, hombre, hay que permitirse una segunda y hasta tercera oportunidad, nuestro granjero de Wisconsin seguro que ha votado a Trump.
[4] Por cierto, que el titulo -que es excelente- completo dice “en el frente del Oeste”, tanto por motivos estrictamente geográficos como por una extraña tendencia a apuntar a Occidente mediante esa alusión que está también en Kafka (en El Castillo el mandamás al que nunca se llega se llama West/West), en Jim Morrison (The west is the best, en The End), o en Led Zeppelin (There’s a feeling I get /When I look to the west /And my spirit is crying for leaving, en Starway to Heaven) hay algo misterioso en estas menciones, algo de ironía, de crítica, pero también de temor, como si Occidente guardase un secreto oscuro, abyecto, pero al tiempo su caída fuese la caída de la humanidad en conjunto. Así mismo lo remata Remarque.
[5] Y, claro, tampoco es eso. Balzac escribió una novela curiosa, de las que catalogó como filosóficas, en la que el personaje masculino se obsesiona por la “búsqueda del absoluto” y pierde por ello familia, fortuna y posición social, como ese estereotipo de policía de película americana tan empeñado en su trabajo que le deja su mujer, a la que sin embargo adora. Una ganancia de perspectiva no puede entrañar al mismo tiempo una pérdida de perspectiva, y los seres humanos no estamos hechos para velar por la humanidad en perjuicio de nuestro jardín. Para eso está Dios, si está, para el cual, precisamente, somos nosotros y nuestro decorado su jardín, bastante descuidado por cierto en el frente del Oeste en 1918.
[6] En este sentido, Remarque es la figura literaria opuesta en Alemania a Ernst Jünger, a quién le iba cantidad toda esta marcha guerrera y quién seguramente era más nacionalista que el propio Führer, cuya amistad directa y simpatía política se permitió rechazar. Jünger fue el representante postrero de eso que más abajo califico de cultura homicida, pero que no tiene por qué estar reñida con el genio y, desde luego, que no lo estuvo de facto con la productividad y la longevidad.
[7] En realidad, todas las sorpresas están ya anunciadas, y lo sorprendente sería que las sorteásemos. Personalmente, me gustó mucho este breve artículo reciente al respecto de un New Deal global de parte del hijo del gran teórico y embajador en la India, puestos a mencionar la India…https://elpais.com/elpais/2020/01/03/ideas/1578052655_735844.html
[8] No he conseguido encontrar referencia de eso que se dice en el episodio Man against fire de Black Mirror acerca de que en las dos guerras mundiales un alto porcentaje de soldados disparaban al aire para no herir a un congénere, pese a ser enemigos. Me encantaría creerlo pero no me lo creo, y apuesto a que Remarque no se lo creería tampoco. La “máscara” tecnológica de la se habla en ese capítulo ha existido siempre en la forma de propaganda y pura y dura xenofobia.
[9] Se cuenta del gran Billy Wilder la siguiente anécdota: tenía intención de hacer una película basada en una novela, así que llamó al autor para conocerle y para que colaborase. Cuando el escritor llegó al despacho del director con su libro bajo el brazo, Wilder, tras saludarle, tomo la novela y la colocó como cuña de la mesa de su escritorio. Entonces dijo, cordialmente, “olvídese de su libro y comencemos a hablar del guion…” Claro, es como si vas a pasar de tierra a agua, por ejemplo: al cambiar de medio no te puedes vestir igual, nadie va de neopreno por la calle ni de Armani en la playa.