¿Cómo sabe usted que no está siendo simulado por una civilización tecnológicamente avanzada? ¿Podría demostrar que no vive en Matrix? ¿Y que no está soñando? Desde que Platón desterró al mundo que sentimos –desde el zumo que saboreamos por la mañana hasta el arbusto que estoy viendo ahora mismo– a las tinieblas, al estatus de fantasía, los filósofos se han devanado los sesos para justificar nuestra intuición más familiar. ¿Todo esto es real?
Cualquiera que dedique su tiempo a la lectura de los clásicos del pensamiento podrá comprobar, empero, que los intentos han caído en saco roto. Nadie, ni mentes tan insignes como las de Descartes o Kant, ha conseguido zafarnos de una espina tan incómoda para el intelectual como indiferente para el ciudadano de a pie que no se deja importunar por tamaño dislate. «¿Cómo no va a ser esto real?», se pregunta este último haciendo gala del sentido común.
Por mucho que se ignore, incluso por parte del filósofo ocupado por otros menesteres menos especulativos, o de la científica que asume, sin más, que la bacteria existe, la empresa dista de ser sencilla. La posibilidad de concebir un escenario paralelo, indistinguible de este, supuestamente real, desarma cualquier intento de troquelar nuestra realidad con una marca de originalidad. Puedo oler la salinidad del mar y escuchar las olas que arremeten contra las rocas, pero lo mismo podría hacer en una simulación o en un mundo paralelo de los infinitos virtualmente posibles –alguna interpretación de la física cuántica apela a estas realidades paralelas–.
Yendo a la raíz del problema nos percatamos de que esa hipótesis siempre abierta, la del escenario indistinguible del nuestro pero no «real», revela no solo su naturaleza irresoluble, sino su vacuidad en tanto problema. Por decirlo de alguna manera, un problema requiere de distintas alternativas incompatibles, de entre las cuales una, o varias de ellas, es la correcta. Qué regalar a una pareja es un verdadero problema, pues de entre el abanico de opciones posibles algunas no son deseables –no gustarán– mientras que otras sí. No sucede así con la cuestión de la realidad en la medida en que ni hay alternativas diferenciadas, ni hay una opción correcta a la espera de ser descubierta. Dicho exageradamente, ni dios podría saber esto último.
La simulación, el sueño o el mundo paralelo son todas ellas disyuntivas idénticas. En realidad, nada cambiaría en nuestra vida si esta fuera una simulación con la que juegan los niños de una civilización tecnológicamente avanzada. Las experiencias serían las mismas. Sí, desde luego, no parece lo mismo pertenecer a un universo primigenio, que no emerge como el humo del fuego de ninguna realidad más básica, que ser el sueño de un dios, valga por caso. Y, sin embargo, una mirada más penetrante deshecha el binomio. Para verlo, preguntémonos: ¿cómo sabrían los niños alienígenas que no son ellos un juego simulado por otros niños alienígenas? ¿Cómo sabría dios que no está siendo pensado por otro dios? La cosa tiene su enjundia.
Supongamos que, como Keanu Reeves, un buen día descubrimos que toda nuestra vida fue una farsa orquestada por una malvada IA. Como él, nos despertamos en la verdadera realidad, un mundo apocalíptico en el que gobierna una gran máquina. Ahora, la pregunta es: ¿podríamos saber que ese mundo apocalíptico es el original? No, no podríamos. Siempre sería concebible otro meta-mundo en donde un meta-Matrix simule la simulación de Matrix. Tirando del hilo, ese meta-mundo podría emanar de un meta-meta-mundo pergeñado por un meta-meta-Matrix, y así ad infinitum.
La moraleja de este ejemplo no es baladí, pues ilustra el meollo del asunto: al no haber una alternativa distinguible, una forma de discernir «realidad» de «apariencia», el problema se diluye. El de la realidad no es, valga la redundancia, un problema real, resoluble, por carecer de alternativas que en verdad sean dispares. Pero antes de que aplaudan con las orejas los adalides del sentido común, conviene dejar claro que la evaporación del problema no implica que, de hecho, el arbusto que tengo delante, las olas del mar o yo mismo, seamos reales. Más bien, lo que se revela es la vacuidad del concepto mismo de «real», su inoperatividad.
De nada nos sirve preguntarnos por la realidad del mundo, no porque este obviamente lo sea, sino porque es ese un callejón sin salida. El arbusto, en fin, ni es real ni no lo es; más allá, como advirtió el filósofo Ludwig Wittgenstein, conviene callar.