Por Maite Larrauri
No estoy muy segura de que la filosofía sirva para ayudar cuando hay polémicas, pero por si acaso.
Hace ya algunos años, Michel Foucault usó la expresión “el verdadero sexo”. Lo hizo comentando un documento sorprendente que desempolvó de los archivos históricos de la Biblioteca Nacional francesa. Se trataba de la confesión o testimonio que Herculine Barbin, hermafrodita, hacía de sus vivencias cuando era mujer, y de la desgracia que le supuso que la ley la obligara a ser hombre (Herculine Barbin se suicidó unos meses después de escribir sus memorias). Esta historia está fechada en los años 1860-1870, un momento en el que apareció el problema, nuevo históricamente, de fijar la identidad sexual. Médicos y juristas tuvieron un papel relevante porque, como comentaba Foucault, la civilización moderna exigía una correspondencia entre el sexo anatómico, el sexo jurídico y el sexo social. En esa exigencia de tener una identidad sexual, un “verdadero sexo”, está el origen del drama que nos cuenta Herculine Barbin.
Foucault siempre estuvo interesado por temas que atañían a la sexualidad. No escribió su última gran obra –Historia de la sexualidad– como un asunto histórico más que sumar a los que ya habían sido objeto de sus trabajos anteriores (historias de la locura, de la mirada médica, de la cárcel). Foucault, al decir de sus biógrafos, vivió con cierta dificultad su propia sexualidad en la juventud, hasta el punto de elegir hacer carrera, no por las vías habituales, que le hubieran correspondido como el estudiante brillante que era y el futuro intelectual de primer orden que llegó a ser. Apenas tuvo oportunidad, se fue de Francia en los años 60 del pasado siglo, y escribió su primer libro de éxito –Historia de la locura en la época clásica– en Suecia, país en el que daba clases como lector en la universidad y que le permitía una vida privada más libre.
Si he escrito el párrafo anterior eludiendo la palabra “homosexual” es porque el propio Foucault me ha enseñado a ser cauta con las denominaciones de las cosas, cuando se trata de cosas humanas (la sexualidad es una de ellas). Y ello por una razón, que quiero presentar como un axioma, dejando claro de entrada de dónde parto, para que las personas que lean este artículo sepan que si el axioma no se comparte, la argumentación posterior no se aceptará.
Todo en los seres humanos puede destruirse porque es fruto de una construcción histórica
El axioma es el siguiente: no hay nada en los seres humanos que no sea histórico. Este principio tiene una derivación política: todo en los seres humanos puede destruirse porque es fruto de una construcción histórica; la historia humana es una consecuencia de relaciones de poder más o menos cambiantes o duraderas. Foucault se inspira en Nietzsche cuando sostiene que las realidades humanas son siempre fruto de una interpretación, que quienes dominan les imprimen.
“Interpretar”, tal y como usa esta palabra Nietzsche, significa seleccionar, aislar elementos, agruparlos, darles una entidad, asignarles una palabra: así se constituye un objeto para el pensamiento y para la acción. Los elementos preexisten a su selección pero disueltos, separados, por tanto incomprensibles e invisibles. Sólo agrupados de una cierta manera adquieren un sentido y, al ser designados por una palabra, adquieren visibilidad, evidencia. Lo que llamamos evidencias son interpretaciones, un modo de hacer encajar las palabras y las cosas para que aquello que vemos como realidad entre en el juego de una cierta dominación. Ejemplo de interpretación: “Los humanos pueden ser homosexuales, heterosexuales o bisexuales”.
Que se entienda bien: nunca jamás ha dicho Foucault que no haya homosexuales hoy en día. La homosexualidad es una realidad humana, que reconocemos, tú, yo y cualquiera que pertenezca a nuestra cultura. Es real, pero es una realidad histórica. Por mucho que algunos se empeñen en emplear esta palabra aplicándola a situaciones como el mundo griego, ni Sócrates ni Platón eran homosexuales, aunque tuvieran intercambios sexuales con otros hombres. En su Historia de la sexualidad, Foucault aborda la investigación de las modificaciones en las relaciones de poder que determinan la aparición de realidades sexuales impensables en otros momentos históricos.
Cuando empiezas a dudar de una evidencia, es decir de lo que la cultura a la que perteneces te hace ver y reconocer, difícilmente quieres seguir empleando la palabra que designa esa evidencia. En una entrevista, Foucault dijo que no se trataba de saber si uno es o no homosexual, sino de si quería serlo. Efectuaba un desplazamiento desde la necesidad biológica hacia la libertad individual. Con esa afirmación Foucault deja claro que se niega a naturalizar una opción sexual tal y como es habitual hacerlo en nuestra sociedad, en la que “salir del armario” significa reconocer la “verdadera” tendencia sexual inscrita en nuestro ser. “Ser homosexual” es una expresión que se apoya en el verbo ser, un verbo que para los hablantes significa permanencia y esencia. Lo que creo que Foucault indica con su declaración es que no existe la persona esencialmente homosexual y no ha habido siempre y a lo largo de la historia homosexuales. La homosexualidad es una forma de vida que históricamente se ha hecho visible en los últimos dos siglos, a la que una persona elige sumarse, aunque lo haga bajo el paraguas de la necesidad natural, que siempre es más socorrido que el riesgo y la responsabilidad que supone saber que las opciones sexuales y la forma de vida que se adoptan son una elección.
En una entrevista, Foucault dijo que no se trataba de saber si uno es o no homosexual, sino de si quería serlo
Si a Foucault le gustó publicar sobre Herculine Barbin, se debe a que es un ejemplo de desvelamiento de la evidencia según la cual la sociedad es binaria. La lectura de sus memorias nos pone ante una historia de falta de identidad, ya que su protagonista ni es una mujer amante de otras mujeres en el seno de las relaciones tiernas y amorosas de una residencia-convento en la mitad del siglo XIX, ni un hombre escondido malévolamente entre mujeres de cuya inocencia abusa. Podría decirse que sus placeres no tienen nombre.
Siglo y medio después de ese triste final, la vida tiene que ser posible. Y por eso me parece que es preciso que la polémica que enfrenta a un sector del feminismo con las reivindicaciones de las personas trans se convierta en una discusión sin descalificaciones e insultos.
Las mujeres han sufrido por la obligatoriedad de un binarismo basado en la diferencia entre hombres y mujeres, o sea en la dominación simbólica de los hombres sobre las mujeres: el patriarcado. Durante los años 80 del siglo pasado, en nuestro país, se estableció una corriente dominante del feminismo, llamada “feminismo de la igualdad”, que rechazaba la existencia de una diferencia sexual que justificara las discriminaciones intelectuales, laborales, políticas y familiares de las mujeres. La igualdad era (y sigue siendo) una aspiración en esos terrenos. La dominación masculina se cifraba en los roles sociales –el sexo-social decíamos antes– atribuidos a las mujeres. Y por ello era fundamental cambiar ciertas leyes y deshacerse de la imposición de ser mujeres tal y como la sociedad las concebía. El “feminismo de la diferencia”, mucho más presente en Italia y en Francia, concebía (y concibe) que la diferencia sexual, anclada en la historia de las mujeres, en su experiencia a lo largo de los siglos, podía tener elementos de valor, y que la inclusión de las mujeres en el mundo de los hombres podía acarrear no sólo la pérdida de algunas cualidades humanas, sino también el carácter subsidiario de las mujeres que pretendieran encajar en un mundo que no había sido proyectado para ellas.
El fuego cruzado entre estos dos feminismos hacía que las feministas de la igualdad acusaran de “esencialismo” a las feministas de la diferencia, entendiendo por ello que a las mujeres, a todas las mujeres por el hecho de serlo, se les atribuían ciertos valores positivos inscritos en su sexo-anatómico. Las feministas de la diferencia se defendieron aludiendo a que la diferencia sexual era toda ella histórica, no pertenecía al sexo-anatómico sino a una historia que había labrado las vivencias de las mujeres como una experiencia humana diferente. Para que se aprecie la distancia entre ambos feminismos, pensemos en estas dos afirmaciones: “la mente no tiene sexo” (feminismo de la igualdad) y “es fundamental producir un pensamiento de mujeres” (feminismo de la diferencia).
Sin embargo, resulta paradójico que las personas trans, en su necesidad de querer cambiar de sexo, apuntalen el binarismo, reconociendo en su decisión y en sus vidas un patrón de hombre y de mujer del que quieren liberarse o al que quieren pertenecer. Curiosamente, también se quedan dentro del binarismo las críticas, con argumentos esencialistas, a las reivindicaciones de las personas trans, como cuando se apela a “la realidad incontestable” o “la realidad biológica” para definir a los hombres y a las mujeres. “Los niños tienen pene y las niñas tienen vagina” es una frase que pertenece a un binarismo rancio, rígido y punitivo, prefeminista.
Los contornos de lo que es una mujer se desdibujan aún más con la visibilidad de las mujeres trans. ¡Pero los contornos llevan desdibujándose más de un siglo!
Es preciso constatar que las polémicas están centradas en las mujeres trans y en una menor medida, a veces incluso inexistente, en los hombres trans. Las causas de este fenómeno pueden ser varias: porque las mujeres, trans o no trans, son objeto de machismo (y lo contrario no existe); porque las mujeres trans, en muchas ocasiones, presentan un estereotipo de mujer contra el cual varias generaciones de mujeres han luchado (y en el caso de los hombres trans no es así); o porque se entiende que la consecuencia de la pretensión de las mujeres trans de ser iguales que las mujeres no trans implica la cancelación o el borrado de las mujeres (y esto cuando todavía las luchas por la visibilidad de las mujeres y por su presencia en el mundo están vigentes).
Ya dije al principio que iba a aplicar el axioma de que todo lo que hay en los seres humanos es histórico. Y por este motivo no defiendo una naturalización del sexo para mantener la diferencia entre mujeres trans y no trans. Sin embargo, teniendo en cuenta que la experiencia es un factor determinante de las vidas de todas las personas, tampoco me parece que se pueda afirmar taxativamente que las mujeres trans son iguales a las mujeres no trans: hay un elemento en la historia de unas y otras que las separa, a saber, que la infancia y la adolescencia de unas y otras, en general, fue vivida dentro de un sexo-social de hombre o de mujer. Y el resultado no es el mismo.
Los contornos de lo que es una mujer se desdibujan aún más con la visibilidad de las mujeres trans. ¡Pero los contornos llevan desdibujándose hace más de un siglo! Si se tienen dudas acerca de esto último, basta comparar las escasas diferencias que separan a los hombres de hoy en día respecto de los hombres de hace un siglo y después constatar el abismo que existe si se hace esa misma comparación con las mujeres. Quizá no sea tranquilizador que las identidades sexuales de las mujeres se muevan tanto, o quizá sería de desear que las identidades sexuales de los hombres también cambiaran mucho. Los contornos de las cosas no humanas son fijos y los de las cosas humanas son imprevisibles. El suelo de las relaciones sexuales está en erupción desde hace más de cien años y dentro de otros cien años, si pudiéramos asomarnos a ese momento, encontraríamos un mundo incomprensible con nuestras categorías. Seguramente un nuevo orden del discurso que colocará las palabras y las cosas para que encajen de otra manera.
Ahora y siempre, la vida –con sus placeres ambiguos o bien definidos, con nombre o sin él– tiene que ser posible.
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