«Los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio.»
Nicolás Maquiavelo
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un vicio que corrompe tanto al individuo como a la sociedad en general, a saber, la codicia entendida como un deseo incontrolado de acumular bienes materiales o poder a toda costa, destruyendo así la capacidad de disfrutar todo aquello que sea esencial en la vida. Este impulso hacia el exceso innecesario ha sido objeto de crítica desde que el hombre pudo plasmar sus pensamientos en la tradición oral y escrita, porque generó desde su inicio la inquietud que representa una vida tan alejada de la virtud, hoy convertida en moda y por ende en modelo a seguir.
En una primera aproximación, podemos acudir a Platón, quien criticaba la codicia en su concepción particular de la justicia y el alma humana. En su diálogo denominado “La República” sostuvo que una vida justa es aquella en la que el alma está en equilibrio, donde la razón controla los deseos irracionales, evitando así los excesos como la codicia. Evidentemente, para Platón la codicia es una manifestación clara de una mente perturbada, desordenada y desequilibrada, incapaz de encontrar la verdadera felicidad, que reside siempre en la virtud y no en las posesiones materiales.
“El hombre codicioso no es dueño de sí mismo, sino que está esclavizado por sus deseos” (Platón, República, Libro IX).
Por su parte, Aristóteles también destacó a la codicia como un exceso que debe evitarse a toda costa. En su “Ética a Nicómaco” habla del “justo medio”, y cómo los vicios representan una falta de moderación que nos aleja de la virtud prudente. En este sentido, Aristóteles pone puntual interés en la virtud que representa tener control sobre nuestros deseos, puesto que la codicia impide la práctica de la generosidad y la justicia, dos de las virtudes fundamentales para una vida plena, buena y con sentido.
“La riqueza no consiste en tener grandes posesiones, sino en tener pocos deseos” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro IV).
Posteriormente, y ya en el corazón de la tradición filosófica cristiana, nos encontramos con la codicia elevada al nivel de “pecado capital”. En este punto, San Agustín la consideró como uno de los grandes obstáculos para tener una vida virtuosa, afirmando que el deseo desmedido por los bienes aleja al ser humano de Dios. Concretamente en su obra “La ciudad de Dios”, Agustín catalogó a la avaricia como una forma de idolatría, puesto que representa una forma de vida en la que se adora a las cosas más que a Dios mismo.
“La avaricia es un pecado que ciega al hombre, haciéndole valorar más lo temporal que lo eterno” (San Agustín, Ciudad de Dios, Libro XIV).
Asimismo, Santo Tomás de Aquino, en su “Suma Teológica”, desarrolló aún más esta idea, al considerar que la codicia genera un desorden moral puesto que nos invita a buscar fines materiales en lugar de espirituales. Desde esta perspectiva, la codicia es evidentemente una perversión de la voluntad, ya que pone el deseo de posesión por encima del bien común.
“La codicia es un pecado contra la justicia, porque uno desea más de lo que le corresponde” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q.118, a.1).
Llegando al corazón de la modernidad nos encontramos con Thomas Hobbes, quien en su “Leviatán” conecta la codicia con el estado de naturaleza, donde cada individuo persigue su propio interés sin límites, lo que lleva a un estado de guerra de “todos contra todos”. En su visión, la codicia es inherente a la condición humana (recuerden, para Hobbes el hombre es malo por naturaleza, y se endereza a cachetazos con el Estado), pero debe ser contenida mediante el contrato social para evitar el caos.
“En el estado de naturaleza, el deseo insaciable de poder no cesa sino con la muerte” (Hobbes, Leviatán, Cap. XI).
Por otro lado, Jean-Jacques Rousseau aborda la codicia desde una perspectiva crítica hacia la sociedad, puesto que para él, el hombre en su estado natural es simple y moderado (“bueno” por naturaleza) pero es la sociedad la que corrompe estos instintos naturales, promoviendo la codicia y la competencia desmedida. Concretamente, en su “Discurso sobre el origen de la desigualdad” llegó a afirmar que “la codicia nace de la comparación, y la sociedad es su gran fuente”.
A la postre, ya en nuestra contemporaneidad, Max Weber señaló en su obra “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” que el ascetismo protestante contribuyó al surgimiento del capitalismo moderno, donde la acumulación de riqueza se transformó en un fin en sí mismo. Weber también nos advierte sobre la paradoja que representa una ética de trabajo que, aunque inicialmente basada en principios religiosos, derivó en una codicia totalmente institucionalizada:
“El espíritu del capitalismo demanda la adquisición continua, pero no permite el disfrute de la riqueza acumulada” (Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Capítulo II).
Por último, podemos acudir a un posmoderno por excelencia, a saber, Erich Fromm, quien en su libro “Tener o ser”, diferencia entre dos modos fundamentales de existir: el modo de “tener”, basado en la acumulación de bienes y la codicia, y el modo de “ser”, orientado hacia la plenitud interior. Fromm sostuvo que la codicia es, indudablemente, una forma de alienación que nos impide vivir de manera auténtica.
“La codicia es un pozo sin fondo que agota al hombre en un esfuerzo inútil por satisfacer necesidades que nunca serán satisfechas” (Fromm, Tener o ser, Capítulo 5).
Está claro que la codicia no solo se trata de un deseo irrefrenable de juntar cosas, sino que está íntimamente relacionada con la mezquindad, entendida como la incapacidad o renuencia a compartir lo que se posee, aun cuando no hay necesidad de “tener más”. Es indudable que la codicia genera mezquindad, puesto que crea un apego insano a los bienes materiales e incluso a la información y el saber mediante una actitud egoísta hacia los demás.
Pero retomemos por un instante a Aristóteles, quien en su Ética a Nicómaco identificó que los individuos codiciosos, además de querer más de lo necesario, tienden a ser mezquinos en su forma de vinculación con los demás: el mezquino es, para Aristóteles, aquel que no gasta ni comparte lo que tiene, incluso cuando tiene más que suficiente.
“La mezquindad es una forma extrema de codicia, en la que el individuo no solo desea más, sino que también teme perder lo que ya tiene, impidiéndole a sí mismo y a los demás disfrutarlo” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro IV).
Este vínculo entre codicia y mezquindad también se evidencia en la crítica de San Agustín a la avaricia: la mezquindad es el resultado del apego excesivo a los bienes, y para el santo de Hipona, este apego no solo le hace daño al individuo, sino que destruye las bases de la solidaridad y la caridad en una comunidad.
“El codicioso es también mezquino, pues en su deseo de poseer más, es incapaz de ver las necesidades de los otros y de compartir lo que tiene” (San Agustín, Sermones sobre el Evangelio).
Ahora bien, es necesario que nos preguntemos lo siguiente: si realmente es tan nociva la codicia, ¿por qué la practicamos tanto? O, mejor dicho, ¿por qué la humanidad ha decidido convertir la codicia en un valor supremo? Pues bien amigos, no es sencillo responder en pocas líneas, pero al menos tenemos dos indicios claros para responder: primero, la ética deshumanizante reinante que entrona a la nada como un valor en sí mismo y, en segundo y correlativo término, por el consumismo contemporáneo, que no ha hecho otra cosa que exacerbar esta tendencia al hacer del acto de comprar un objetivo en sí mismo para darle sentido a la existencia, tal como lo expuso Zygmunt Bauman en su análisis de la “modernidad líquida”. Según él, en la sociedad actual la satisfacción y el estatus ya no se obtienen a través del ser, sino del tener, y esto alimenta un ciclo perpetuo de insatisfacción y deseo: en ese contexto, queridos míos, la codicia no solo es aceptada, sino promovida como un medio para alcanzar una patética realización personal que nos venden como “imagen de éxito”.
“El deseo incesante de acumular y consumir más no es un fallo del sistema, sino su condición necesaria. El individuo moderno es valorado por su capacidad de consumir, no por su virtud” (Bauman, Modernidad líquida, 2000, p. 75).
Acompañando a la precedente lectura, es preciso también señalar que el capitalismo salvaje no solo justifica la codicia, sino que la presenta como la forma suprema de “contribuir” a una retor
cida idea de bien común. En este sentido, Slavoj Žižek realizó una crítica puntual a cómo el capitalismo tardío ha logrado transformar la codicia en una especie de “responsabilidad social” a través de la figura del empresario exitoso, quien se percibe como un héroe que beneficia a la sociedad mediante la búsqueda incansable de ganancias que en teoría chorrean prosperidad.
“El resultado es una ética inversa, donde la codicia ya no es condenada, sino celebrada como un imperativo moral” (Žižek, Primero como tragedia, después como farsa, 2009, p. 34).
No es en absoluto casual que se haya naturalizado tanto la mezquindad propia de la ética codiciosa. Recordemos la obra de Guy Debord titulada “La sociedad del espectáculo”, en la cual se observa cómo los medios de comunicación y la publicidad contribuyen a la exaltación de la codicia, creando un mundo donde el valor del individuo se mide por su capacidad de consumir y de poseer: esta acumulación se presenta como el objetivo último de la vida, desplazando cualquier consideración ética o moral:
“En la sociedad del espectáculo, la codicia es el motor que perpetúa el sistema, disfrazada de necesidad y revestida de prestigio. Quien tiene más, no solo vale más, sino que es más” (Debord, La sociedad del espectáculo, 1967, p. 19).
A la luz del breve repaso que hemos realizado, queridos lectores, podemos notar que la codicia ha sido, desde la antigüedad, uno de los vicios más criticados por los filósofos, debido a su tremenda capacidad para deshumanizar y destruir toda forma de vida virtuosa. Hay que decirlo sin tapujos: la codicia ha sido sistemáticamente legitimada a través de estructuras económicas, políticas, éticas, culturales y mediáticas que promueven este estilo de vida miserable y mezquino. En lugar de ser condenada como lo que es, a saber, un vicio moral destructivo, es vista como una herramienta necesaria para una vida exitosa y próspera. El peligro de esta exaltación es que invisibiliza los impactos negativos de la codicia sobre el bienestar colectivo y perpetúa un modelo social que valoriza el tener sobre el ser. Así nos va…