Que aunque muy chico y muy feo, piloto de aeroplano soy.
El último de la fila
Todos conocemos El principito pero casi nadie conoce a Antoine de Saint-Exupéry. La mejor manera de hacerlo es leer Tierra de los hombres (a menudo unido a Vuelo nocturno: yo los leí en una modesta edición universitaria de tapas de cartón sin colorear), un libro episódico, confesional y reflexivo acerca de un señor que va pilotando su avión y saca conclusiones humanísticas y humanitarias desde la distancia alciónica que le otorga sobrevolar el desierto.
Saint-Exupéry nació el mismo año que murió Nietzsche, tal vez para serenar mucha de aquella rabia, y no quiso perderse los horrores sin medida de la Primera, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil española.
Murió como un verdadero aventurero, estampándose, según las más recientes conjeturas, en el mar tras ser derribado por un caza alemán con tan solo 44 años, la edad en la que Nietzsche se volvió definitivamente loco.
Pero Saint-Exupéry era cristiano, como sabe cualquiera que haya leído El principito (Heidegger, por cierto, elogiaba mucho El principito). Ser cristiano, en su caso, consistía en mundanizar al hombre y dignificar al mundo, justamente en el trance histórico en que más necesario que nunca fue hacerlo.
Por aquellos años también Faulkner quiso ser piloto, pero fue rechazado por canijo, así que no tuvo más remedio que escribir sobre ello magistralmente en Pilón y en Todos los pilotos muertos. Saint-Exúpery, en cambio, medía metro noventa, y aunque guardaba cierto parecido con Mr. Bean, únicamente le tenía miedo a la pérdida del espíritu humano, que es lo mismo que decir al abandono del entusiasmo por la vida.
Entre el final del s. XIX y los años treinta del pasado siglo se produjeron las transformaciones materiales más radicales y descomunales de la historia de la humanidad -y, por lo que sabemos hoy, también por desgracia de la historia geológica y medioambiental del propio planeta.
Por eso había que subirse a un avión, desde luego, porque no había nada más nuevo y más emocionante a la vez, y porque así podías contemplar, como un semidios, el espejismo en la calima borrosa del desierto de ese mundo holocénico y arduo que estaba a punto de desaparecer.
Decía T. E. Lawrence, por boca de Peter O’Toole, que le gustaba el desierto porque estaba limpio, y esa metáfora casi puritana y levítica es válida también para Saint-Exupéry (pero no, sin embargo, para Paul Bowles, quien adivinó en el desierto magrebí el corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y demasiado bien supo transmitirlo en toda su terribilidad).
Tierra de los hombres es un libro excepcional, sencillo y profundo, de esos que si obligasen en los colegios a leerlo perdería inmediatamente su encanto para convertirse en arena sucia y pesada, pero que si lees por propia voluntad engrandece y alegra tu vida.
Acá van algunos de sus pasajes más destacados, desprovistos de la dinamicidad del vuelo con que Antoine de Saint-Exupéry supo animarlos:
Lo que se transmitía así, de generación en generación, con el lento progreso de un crecimiento de árbol, era la vida, pero era también la conciencia. ¡Qué misteriosa ascensión! De una lava en fusión, de una pasta de estrella, de una célula viva germinada por milagro hemos brotado, y, poco a poco, nos hemos elevado hasta escribir cantatas y pesar vías lácteas. La madre no había transmitido sólo la vida: ella había enseñado un lenguaje. Había confiado a sus hijos el caudal tan lentamente acumulado en el curso de los siglos, el patrimonio espiritual que ella misma había recibido en depósito, ese pequeño lote de tradiciones, de conceptos y de mitos que constituye toda la diferencia que separa a Newton o Shakespeare del bruto de las cavernas. Lo que sentimos cuando tenemos hambre, esa hambre que impulsaba a los soldados de España bajo los disparos hacia la lección de botánica, que impulsó a Mermoz hacia el Atlántico Sur, que impulsaba a alguien hacia su poema, es que el Génesis no está acabado y que necesitamos alcanzar conciencia de nosotros mismos y del universo. Tenemos que tender pasarelas en la noche. Esto lo ignoran sólo aquellos que forman su sabiduría en una indiferencia que creen egoísta. ¡Pero todo desmiente a esa sabiduría! Camaradas, camaradas míos, yo os tomo por testigos: ¿Cuándo nos hemos sentido felices?
(…)
Acabo de realizar una pequeña hazaña: he pasado dos días y dos noches con once moros y un mecánico, para salvar un avión. Tuvimos diversas y graves alarmas. Por primera vez, he oído silbar las balas sobre mi cabeza. Conozco, por fin, lo que soy en esas circunstancias: mucho más sereno que los moros. Pero he comprendido, al mismo tiempo, lo que siempre me había sorprendido: por qué Platón, (¿o Aristóteles?) sitúa al valor en la última categoría de las virtudes. Es que no está formado por muy hermosos sentimientos: algo de rabia, algo de vanidad, mucha testarudez y un vulgar placer deportivo. Sobre todo, la exaltación de la propia fuerza física que, no obstante, no le atañe en nada. Cruzamos los brazos sobre la camisa desabrochada, y respiramos fuerte. Es más bien agradable. Cuando esto se produce durante la noche, se le mezcla el sentimiento de haber hecho una inmensa tontería. Jamás volveré a admirar un hombre que solo sea valeroso.
(…)
¿Por qué odiarnos? Somos solidarios, llevados por el mismo planeta, tripulación de un mismo navío. Y si es bueno que haya civilizaciones que se confronten para promover nueva síntesis, es monstruoso que se devoren entre sí. Puesto que para liberarnos basta con que nos ayudemos a tener conciencia de una meta que nos vincule unos a otros, busquémosla en lo que a todos nos une. El cirujano que hace su ronda de visitas no escucha las quejas del que está auscultando: lo que busca es curar al hombre en él. El cirujano habla un lenguaje universal. Lo mismo acontece con el físico cuando medita sus ecuaciones casi divinas que le permiten captar el átomo y la nebulosa a la vez. Y así es, hasta llegar al sencillo pastor, pues quien, bajo las estrellas, vela el sueño de algunos corderos, si es consciente de su papel, descubre que es más que un servidor. Es un centinela. Y cada centinela es responsable de todo el imperio.
¿Acaso creéis que el pastor no desea tener conciencia? En el frente de Madrid visité una escuela erigida en una colina, a quinientos metros de las trincheras, detrás de una pared de piedra. Allí un cabo enseñaba botánica. Desmontando con sus frágiles manos los órganos de una amapola, atraía a barbudos peregrinos que, desprendiéndose de su barro, esparciéndolo por todas partes, subían, a despecho de los obuses, a verle en romería. Una vez dispuestos alrededor del cabo, que estaba sentado como un cantero labrando piedras, le escuchaban con la barbilla apoyada en las manos.
Frunciendo las cejas, apretaban los dientes, no entendían muchas cosas de la lección, pero les habían dicho: «¡Sois unos brutos, acabáis de salir del agujero, os tenéis que incorporar a la humanidad!». Y ellos, con su paso lento, se apresuraban por alcanzarla.
Sólo seremos felices cuando tengamos conciencia de nuestro papel, incluso del más discreto.Sólo entonces podremos vivir en paz y morir en paz, pues lo que da un sentido a la vida da sentido a la muerte.