Robótica o fascinación por el antropomorfismo

El miedo a la robótica y la tecnología responde, creo, a dos debilidades humanas. Una es cognitiva: no sabemos cuál será el futuro cambio tecnológico y, por tanto, no podemos saber cuáles serán nuestras necesidades futuras.  La segunda es psicológica
marzo 7, 2023
Robots en una fabrica ensamblando piezas de autos
Photo by Simon Kadula on Unsplash

Los recientes debates sobre la «llegada de los robots» presentan algunas características bastante inusuales. La amenaza de que los robots sustituyan a los humanos se ve como algo realmente novedoso que podría cambiar nuestra civilización y nuestro modo de vida. Pero en realidad no se trata de nada nuevo. La introducción de maquinaria para sustituir el trabajo repetitivo (o incluso más creativo) se viene aplicando a gran escala desde el comienzo de la Revolución Industrial. Los robots no son diferentes de cualquier otra máquina.

La obsesión o el miedo a los robots tiene que ver, creo, con nuestra fascinación por su antropomorfismo. Algunos hablan de grandes beneficios cosechados por los «propietarios de robots», como si se tratara de esclavistas. Pero no hay propietarios de robots: sólo hay empresas que invierten e implantan estas innovaciones tecnológicas y que, efectivamente, cosecharán los beneficios. Podría ocurrir que la distribución del producto neto se desplazara aún más hacia el capital, pero de nuevo esto no es diferente de la introducción de nuevas máquinas que sustituyen a la mano de obra, algo que ha estado con nosotros durante al menos dos siglos.

La robótica nos lleva a enfrentarnos directamente a tres falacias.

La primera es la falacia de la porción de la fuerza de trabajo, que sostiene que las nuevas máquinas desplazarán a un gran número de trabajadores y la gente seguirá sin trabajo para siempre. Sí, cuanto más corto es nuestro horizonte temporal, más razonable parece esa proposición. Porque a corto plazo el número de empleos es limitado y si las máquinas realizan más trabajos quedarán menos empleos para las personas. Pero en cuanto ampliamos la mirada hacia horizontes temporales más largos, el número de empleos se vuelve variable. No podemos precisar cuáles serían (porque no sabemos qué aportarán las nuevas tecnologías), pero aquí es donde la experiencia de dos siglos de progreso tecnológico resulta útil. Sabemos que siempre han existido temores similares y que nunca estuvieron justificados. Las nuevas tecnologías acabaron creando suficientes empleos nuevos, y de hecho más y mejores empleos de los que se perdieron. Esto no significa que no hubiera perdedores. Habrá trabajadores sustituidos por las nuevas máquinas (llamadas «robots») o personas cuyos salarios se verán reducidos. Pero por tristes y trágicas que sean estas pérdidas para los individuos implicados, no cambian a toda la sociedad.

La segunda falacia de que está relacionada con la primera, a saber, nuestra incapacidad para precisar lo que aportará la nueva tecnología, es que las necesidades humanas son limitadas. Las dos están relacionadas de la siguiente manera: imaginamos (de nuevo, mirando sólo a un momento dado en el tiempo) que las necesidades humanas se limitan a lo que sabemos que existe hoy, a lo que la gente aspira hoy, y no podemos ver qué nuevas necesidades surgirán con una nueva tecnología. En consecuencia, no podemos imaginar cuáles serán los nuevos empleos para satisfacer las necesidades recién creadas. De nuevo la historia viene al rescate. Hace sólo diez años no podíamos imaginar la necesidad de un teléfono móvil inteligente (porque no podíamos imaginar que pudiera existir) y, por tanto, no podíamos imaginar los nuevos empleos creados por el iPhone (desde Uber hasta la venta de entradas). Hace sólo 40 años, no podíamos imaginar la necesidad de tener nuestro propio ordenador en cada habitación y no podíamos imaginar millones de nuevos empleos creados por la PC.  Hace más de 100 años no podíamos imaginar la necesidad de un automóvil personal y, por tanto, no podíamos imaginar Detroit y Ford y GM y Toyota e incluso cosas como la guía de restaurantes Michelin.

Hoy deberíamos saberlo mejor: las necesidades son ilimitadas y, como no podemos prever los movimientos exactos de la tecnología, tampoco podemos prever qué forma concreta adoptarán esas nuevas necesidades. Pero sabemos que nuestras necesidades no son finitas.

Incluso los mejores entre los economistas, como Ricardo y Keynes (en Las perspectivas económicas de nuestros nietos) pensaban que las necesidades humanas son limitadas. Hoy deberíamos saberlo mejor: las necesidades son ilimitadas y, como no podemos prever los movimientos exactos de la tecnología, tampoco podemos prever qué forma concreta adoptarán esas nuevas necesidades. Pero sabemos que nuestras necesidades no son finitas.

La tercera falacia (que no está directamente relacionada con la cuestión de la robótica) es la falacia relativa a la masa de materias primas y energía, la llamada «capacidad de carga de la Tierra». Por supuesto, existen límites geológicos para las materias primas, simplemente porque la Tierra es un sistema limitado. Pero nuestra experiencia nos enseña que estos límites son mucho más amplios de lo que solemos pensar en cualquier momento, porque nuestro conocimiento de lo que contiene la Tierra está a su vez limitado por nuestro nivel tecnológico. Cuanto mejor sea nuestra tecnología, más reservas de todo descubriremos. Sin embargo, aceptar que X es una fuente de energía o una materia prima agotable y que al ritmo actual de utilización se agotará en Y años es sólo una parte de la historia. Pasa por alto el hecho de que, al aumentar la escasez y el precio de X, habrá más incentivos para crear sustitutos (como demuestran los inventos de la remolacha azucarera, el caucho sintético o el fracking) o para utilizar una combinación diferente de insumos para producir los bienes finales que ahora utiliza X. Efectivamente, el coste del bien final puede subir, pero también en este caso estamos hablando de un cambio en algunos precios relativos, no de un acontecimiento cataclísmico. La capacidad de transporte terrestre que no incluye en su ecuación el desarrollo de la tecnología y la fijación de precios no es más que otra falacia.

Algunos economistas famosos, como Jevons, que acumularon toneladas de papel con la esperanza de que se acabaran los árboles, albergaban los mismos temores ilógicos. No sólo resultó que, con un uso del papel muchos miles (¿o millones?) veces mayor, el mundo no se quedó sin árboles: Jevons simplemente, y de forma comprensible, no podía imaginar que la tecnología permitiría reciclar el papel y que las comunicaciones electrónicas sustituirían a gran parte de aquello para lo que se utilizaba el papel. No somos más listos que Jevons porque tampoco podemos imaginar qué podría sustituir al fuel o al magnesio o al mineral de hierro, pero deberíamos ser capaces de entender el proceso por el que se producen esas sustituciones y de razonar por analogía.

El miedo a la robótica y la tecnología responde, creo, a dos debilidades humanas. Una es cognitiva: no sabemos cuál será el futuro cambio tecnológico y, por tanto, no podemos saber cuáles serán nuestras necesidades futuras.  La segunda es psicológica: nuestro deseo de obtener un estímulo por el miedo a lo desconocido, por esa perspectiva aterradora y a la vez seductora de robots metálicos que sustituyan a los trabajadores en las naves industriales. Esto responde a la misma necesidad que nos hace ir a ver películas de terror. Cuando no vamos al cine nos gusta asustarnos con el agotamiento de los recursos naturales, los límites del crecimiento y la sustitución de las personas por robots. Puede ser algo divertido, pero la historia nos enseña que no es algo que debamos temer racionalmente.