Revitalizando una vejez estructuralmente despreciada

septiembre 30, 2024

«Y si fuego es lo que arde en los ojos de los jóvenes,
luz es lo que vemos en los ojos del anciano»
Víctor Hugo


Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre la vejez, que en distintas tradiciones filosóficas ha sido considerada como una etapa vital en la que la experiencia se materializa en sabiduría. Para ilustrar brevemente mi interpretativa, procedo a comentarles una experiencia personal: en una clase de filosofía para alumnas de un profesorado de inglés, pregunté «¿quién quiere llegar a viejo?» Todas me respondieron afirmativamente. A continuación, proseguí la mayéutica inquiriendo: «¿quién quiere llegar a viejo y ser despreciado?» Todas me respondieron negativamente. Ante estas respuestas, no tuve más remedio que señalar que, si bien es casi unánime el afán de vivir muchos años, los adeptos de proteger, cuidar y valorar a los seres más longevos de nuestra comunidad son muy pocos. ¿Qué paradoja, verdad? Pero había que explicar a Platón para la cátedra.

Platón sugería que la vejez no es solamente un signo del paso del tiempo, sino un momento propicio para el desarrollo de una vida reflexiva y justa. Concretamente, en La República, Sócrates señala que la vejez trae consigo una gran paz interior y una liberación de muchos deseos desordenados. Al llegar a viejos, tenemos la capacidad de poner una distancia crítica a las pasiones que de jóvenes nos quitaban tanto tiempo, es decir, tener una vida más guiada por la razón, en contraste con las inquietudes y deseos propios de una vida joven y ajetreada (y en muchos casos, vacía).

Por su parte, Aristóteles sostenía en su Ética a Nicómaco que la sabiduría práctica («phrónesis», o prudencia) sólo se desarrolla plenamente con el tiempo. La experiencia acumulada es esencial para la capacidad de juzgar adecuadamente, ya que «la experiencia es la que produce la sabiduría», por lo que «ser viejo», lejos de ser un obstáculo, se convierte en un recurso valioso para la toma de decisiones más prudentes y justas.

¿Qué bonito todo, no? Pues bien, desde la modernidad hasta nuestros días se ha desplazado sistemáticamente el valor de la vejez hacia la vereda de la marginalidad. En contraposición a las visiones clásicas presentadas en los párrafos anteriores, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su obra La sociedad del cansancio, describe cómo esta cochina obsesión contemporánea por la eficiencia y el rendimiento ha marginado violentamente a quienes no se adaptan a la rapidez que exige el sistema productivo actual. En otras palabras, amigos míos, a la loable capacidad reflexiva propia de un ritmo de vida más pausado y sabio, el mundo la está tratando como obsoleta en su afán ridículo de priorizar la juventud y la velocidad (que va rápido hacia la nada misma).

«La vejez, que representa la lentitud y la pausa, es vista como una anomalía en un mundo donde todo debe estar disponible inmediatamente» (Han, 2017, p. 52). Si no, haz la prueba e intenta que un sexagenario, o alguien mayor, te atienda o te responda el móvil cuando intentas comunicarte con ellos. Imposible, gracias a Dios.

Evidentemente, Han observa que la «hiperactividad» y la «sobreactuación» del individuo contemporáneo lo condenan a vivir en un estado de autoexplotación perpetua. En este contexto, los ancianos, que ya no pueden, ni deben, rendir según esos estándares, son excluidos del mercado laboral y también de todos los ámbitos sociales. La cultura dominante parece despreciar abiertamente el tiempo reflexivo y pausado de la vejez, que en lugar de ser apreciado como un insumo valioso del saber, es descartado como algo que no aporta al ciclo de la productividad o del interés. Y, seamos realistas, amigos, salvo los Rolling Stones, ¿cuántos viejos son aclamados por lo que hacen?

Esta marginalización de los viejos no sólo se manifiesta en la exclusión económica, sino también en una pérdida tristísima de estatus social. En este punto, es conveniente recordar a Zygmunt Bauman, quien señaló en su Vida líquida que la modernidad no tiene lugar para los ancianos, ya que éstos no encajan en un sistema que exalta lo efímero y desechable. Bauman nos advirtió que la vejez ha pasado a ser vista como un estado de debilidad y vulnerabilidad, o sea, decadencia, en lugar de ser un período en el que las personas puedan transmitir sabiduría, experiencia y cariño.

Y no es casual que mencione la palabra «cariño». Así como los ancianos son tratados como basura, también los niños lo son, por la misma valoración posmo-vacía de considerarlos vulnerables para justificar el frecuente maltrato, subestimación y negación de su existencia. En este sentido, Hannah Arendt, en su ensayo La crisis de la cultura, nos advierte sobre la posibilidad de una sociedad que descarta a aquellos que no se ajustan a los ideales de eficiencia y productividad al servicio del consumo. Tanto nuestros chicos como nuestros abuelos, que representan los extremos de la vida, son vistos como molestias dependientes, o peor, gastos innecesarios, prescindibles en un mundo donde la autonomía económica prima por sobre el amor y el compromiso del cuidado del otro.

«El desprecio por los que no pueden participar en la economía productiva es el signo de una civilización que no valora la vida humana» (Arendt, 1968, p. 43).

A pesar de la tendencia a marginar, es necesario recordar que, para los que no intentamos ser idiotas, la vejez sigue siendo una fuente invaluable de sabiduría y afecto. Los viejos, o sea, nuestros viejos (porque no salen de un coliflor, son quienes nos dieron la vida y nos hicieron llegar hasta donde hemos llegado), poseen una capacidad única para ofrecer cariño y transmitir conocimientos adquiridos a lo largo de sus vidas. ¿En qué mundo cabe la necesidad de tratar como tarado a un viejo, sólo por ser viejo? En éste. Ante esta situación, es preciso explicitar que sólo aquellos que han tenido el honor, el orgullo y el privilegio de haber vivido mucho tiempo tienen infinitamente más capacidad de comprensión de la vida humana que cualquier joven que se está haciendo camino en la supervivencia de esta jungla y/o picadora de carne que llamamos vida moderna.

Retornando a Platón, recordemos brevemente su alegoría o mito de la caverna, que nos presenta a los prisioneros encadenados, quienes sólo ven sombras proyectadas en una pared, tomando esas sombras como si fueran la realidad. Solo aquellos que logren liberarse y salir de esa prisión pueden contemplar la verdadera luz del conocimiento y comprender la naturaleza de las cosas. Pues bien, amigos, los ancianos, en ese sentido, podrían ser vistos como aquellos que ya han recorrido este arduo camino de liberación. Después de haber atravesado la confusión y las ilusiones que caracterizan la estupidez propia de la juventud, los mayores han tenido el tiempo y la experiencia para salir de la caverna y observar el mundo con una mayor claridad y sabiduría.

Lejos de quedar atrapados en nuestras sombras de apariencias y deseos fugaces y falaces, los viejos han adquirido la capacidad de distinguir (discernir) entre lo esencial y lo superfluo, entre lo verdadero y lo ilusorio. Son nuestros viejos los que portan la llave de entrada y salida de la caverna, pues no sólo han logrado salir de ella, sino que también pueden guiar a las futuras generaciones hacia la luz. Esta capacidad de ofrecer orientación no debería ser despreciada o menospreciada, y mucho menos marginada, sino valorada como un recurso invaluable para quienes aún permanecen en la confusión de las sombras. Los ancianos, al haber vivido y reflexionado sobre su existencia, se convierten en auténticos custodios de la sabiduría, puesto que son aquellos que pueden hacernos comprender cómo es posible una vida más plena y más justa.

Queda claro, entonces, que la vejez no es un estado de inutilidad, sino un tesoro de experiencias que pueden guiarnos en tiempos de incertidumbre. Si pudiéramos ver a los viejos como lo que realmente son, queridos amigos lectores, entonces quizá aprenderíamos un poco más cómo vivir de manera más digna y plena. La vejez, lejos de ser una etapa de la vida que deba ser menospreciada y posteriormente descartada, es un período vital glorioso de transmisión de sabiduría: en mi vida nunca nadie me ha enseñado más y mejor que un viejo, se los aseguro. Y sí, es justo y triste decirlo, también sucede que hay gente que llega a grande y nunca entendió absolutamente nada, pero eso no es culpa de la vejez en sí misma, sino que es un problema más profundo que desarrollaremos en otro artículo: hay gente que pasa por la vida, pero no vive, es decir, no aprende.

Aunque nuestro tiempo tienda a marginar a los ancianos, es preciso revalorizar esta etapa como una fuente de conocimientos indispensables para las generaciones más jóvenes, justamente en medio de este mundo cada vez más veloz y efímero, porque la pausa, la calma y la prudencia que traen consigo los viejos nos enseñan a vivir, sin dudas, con mayor profundidad y sentido. Al final, la vejez no es sólo una prueba de cuánto dura una vida, sino una oportunidad de apreciar lo mucho que vale toda vida.

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