Reseña de «Educación para la ciudadanía. Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho»

enero 7, 2024
Reseña de "Educación para la ciudadanía. Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho

Reseña de Educación para la ciudadanía. Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho, de Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luís Alegre Zahonero, ilustraciones de Miguel Brieva, Ediciones Akal 2007 

Hace bastante tiempo ya que apareció publicado este texto de Carlos Fernández Liria y colaboradores y amigos (esta vez no el lírico y lúcido Santiago Alba Rico, sino su hermano Pedro y Luís Alegre Zahonero), en aquella ocasión con el pretexto de la controvertida asignatura de Educación para la Ciudadanía –controvertida no sólo para esas manipuladas familias que objetan para que sus hijos no la reciban, sino también para los profesores que, a decir verdad, no tenemos especiales ganas de impartirla en las pasadas y actuales condiciones. No es, efectivamente, más que un pretexto como cualquier otro para que los autores se despachen a gusto acerca de unas cuantas verdades que raramente se leen en un lenguaje tan directo y que jamás se oyen ni se oirán en los llamados mass media

Fue, pues, y sigue siendo, un libro completamente necesario pese o gracias a su aspecto -estético y discursivo- de «fancine», y esto es lo mejor que, a mi juicio, se puede decir de un libro. No obstante, resulta difícil ocultar los errores metodológicos que afectan a la concepción global del texto –y que las ilustraciones de Miguel Brieva refuerzan considerablemente al arremeter contra cualquier cosa de una manera barroca y del todo inconexa con respecto al argumento que sigue el libro. Tales errores pueblan toda la primera mitad del escrito hasta el punto de que no queda nada en ella que no quede ahogado por la neblina filológica, filosófica e histórica. Allí, por ejemplo, Sócrates y Platón se dan la mano con la Ilustración dieciochesca, y esta con la doctrina comunista de Marx, en un totum revolutum que no sabe dar razón, ni lo pretende, de los inmensos interregnos temporales que los separan más que por medio de la metáfora de un tsunami histórico (¿?), o recurso a una versión política moderna de la mitología griega que deja para mi gusto todo que desear.

De manera que de la mezcla de Tales de Mileto, Kant, Saint Just, y, por supuesto, Marx, sale un mito absolutamente anacrónico y simplista según el cual cierto misterioso vacío originario (agujero, también, por el que cayó Tales de Mileto…) está, sin embargo, misteriosamente lleno de leyes impersonales que se identifican con la expresión -digamos la «gramática»- de la libertad a la vez que con un anarquismo ahistórico y con la posición ética de ponerse en el lugar no del otro, sino de un pasoliniano «cualquiera.»

Lo que resulta, en consecuencia, de esta primera mitad es un discurso borroso, reiterativo e injustificado desde el punto de vista de sus fuentes en el que lo único con sentido filosófico riguroso que se afirma es que la Ilustración consiste en el protagonismo histórico de la política en la vida de los hombres –pero, claro, esto no lo negaría tampoco un Edmund Burke tras la Revolución Francesa, que, sin embargo, sería el enemigo paradigmático de la visión ilustrada que defiende Fernández Liria. Pero es que tanto una posición, la de que el acto fundacional de la Libertad también lo es, y simultáneamente, de la Razón, como que ese acto da lugar al marco político antes y por encima del científico, es propiamente el programa originario del Idealismo Alemán, no del materialismo marxista, que lo reformulará después a partir de Hegel. 

Para rematar, tampoco los autores se aclaran lo suficientemente, a mi parecer, en lo que respecta a los pueblos llamados «salvajes», que por un lado la antropología enseña a respetar frente al ataque imperialista de las grandes potencias pero que, por otro lado, carecen de ese enigmático vacío (en realidad, la exteriorización primigenia de la conciencia conforme a Hegel) que, según parece, es condición de posibilidad de una política responsable y plenamente humana. Así que el texto se muestra entre comprensivo y condescendiente con ellos, por fundarse en otros mitos diferentes a los suyos propios personales.

La segunda parte del libro, empero, es mucho mejor, y la filosofía borrosa deja paso al excelente panfleto. A las tremendas realidades que se denuncian aquí tan sólo les ponemos una objeción, pero esta no es pequeña. Y es que éstas son clasificadas bajo una categorización, la del Estado de Derecho o la Democracia o la Ciudadanía, que es un a priori formal, de nuevo claramente mítico, de la argumentación. Las tres funcionan, en efecto, como una categoría historiográfica que se proyecta acríticamente a todo el periplo de Occidente, a la vez que se reconoce que no la encontramos en su forma perfecta en ninguna parte de la misma. Qué cosa: siempre ha estado y no estado al tiempo, como el propio Dios en Persona, en la forma de una intención utópica que ha sido repetidamente estrangulada en la cuna –al igual que Dios ha querido sempiternamente el Bien, pero el pecado humano se lo ha impedido. Pero esto no significa siquiera que Fernández Liria y compañía sean maniqueos, porque nunca ha habido más alternativa al Mal real que un Bien intencional, de modo que el Mal no ha tenido rival en la historia –son, por tanto, más bien gnósticos, tal y como yo lo veo. Menos, tal vez, en el presente y tal vez en el futuro, puesto que Cuba, Venezuela, Bolivia y quién sabe si otras naciones sudamericanas puede que representen hoy esa esperanza que, en último término, los autores no quieren negar del todo al lector. Para ello, se utiliza sistemáticamente la argumentación del «¡y tú más!» que ya empleó Fernández Liria en el ameno Informe sobre Cuba de 2005 editado en Hiru. Consiste en la estrategia según la cual si desde las democracias capitalistas se ataca a esos países rebeldes por el incumplimiento de conceptos esenciales del derecho moderno, entonces se contraataca señalando las mucho mayores imperfecciones -en extensión y profundidad- con que esos conceptos se plasman en el Occidente neoliberal. No les quito ni un ápice de razón, pero como maniobra dialéctica es manifiestamente mejorable, puesto que no parece buena idea defender algo en los términos de un mero mal menor.

Porque eso es lo más valioso de este libro que, después de todo, lleva una tarde larga leer y no sin muchísimo provecho: que centra su atención en los problemas y los hechos reales, y no en las teorías a veces abstrusas (hay un continuo desprecio por cierta posmodernidad, la que conocen) que se orquestan para taparlos. Los cargos contra las criminales astucias del capitalismo pasado y presente -que, por cierto, aquí consiste también una esencia intemporal cuya epifanía surgió tan tarde como la Revolución Francesa-, nunca serán lo suficientemente imputados, y este texto los remarca, tipifica y condena como un juez insobornable. Otra cosa es que eso pudiera servir de algo para despertar la conciencia crítica de los atolondrados chavales de la ESO, ojalá. Ellos y ellas viven secuestrados por las redes sociales y por la (in)cultura del consumo, y yo estoy con Kate Winslet cuando exigió, hace unos meses, que nos devolvieran sin más tardanza a nuestros hijos.

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