Fuiste para mí la más maternal de las mujeres
un amigo me fuiste como lo son los hombres ( …)
has sido lo más tierno que yo he encontrado
y fuiste lo más duro con lo que luché.
Fuiste la altura que me bendijo
y has sido el abismo que me devoró.
Rainer María Rilke a Lou Andreas Salomé
Tras su célebre frase acerca de que la Filosofía, como la lechuza, echa el vuelo al atardecer, Hegel añadía que es entonces cuando el pensamiento, ante el declive de una figura del Espíritu histórica determinada, «sueña mundos verdaderos» en pos de una inédita reorganización de los modelos teóricos y las praxis humanas.
Este asombroso libro que vengo aquí a comentar no sólo trata de hacer eso mismo, sino que su sueño es todo menos brumoso y deslavazado como suelen ser los sueños, y además se postula como una conducta a ser puesta en práctica a ser posible de modo colectivo cuanto antes y sin costo humano o moral, sino todo lo contrario -de ahí lo de «día uno» de su título. La figura del Espíritu que, en el terreno relacional sexoafectivo ha devenido nihilismo y ruina, hasta el punto de que parece decidida a morir matando (a sus últimos y poco convencidos usuarios) es la monogamia, en la forma económica y reproductiva del matrimonio tradicional o en sus manifestaciones epigonales y aguadas de pareja de hecho, derecho a roce o poliamor.
Yo siempre he pensado, haciéndome el chiste a mí mismo, que si alguna vez me apuntara a algún rollito poliamoroso, lo haría con la condición irrenunciable de ser yo siempre el nuevo, o sea, el Otro. Me da la sensación (pero Israel Sánchez lo explica y profundiza en este libro geométrico y exhaustivo mucho mejor que yo) de que en cuanto dejas de ser el parvenu, el o la unicornio, entonces el montaje que desangra a otros te empieza a herir también a ti. Es como lo que decían, en grandes letras blancas, los Pantomima Full haciendo parodia del poliamor: «llevaba años con mi chica y, por el desgaste de la rutina, pensamos que lo mejor era abrir la relación»; lo que los Pantomima traducen perspicazmente en subtexto por un HAGÁMONOS MÁS DAÑO.
La Agamia no es, pues, la posición completamente opuesta a la monogamia, no es pasarse al chemsex o a la anarquía relacional, es distanciarse de ambas alternativas para ni jugar el juego de poder y desgaste a que se refieren los Pantomima respecto de la monogamia ni resignarse a considerar al prójimo como cachos de carne consumibles en serie, sea en plan festín en una orgía o sea secuencialmente en el Donjuanismo. La Agamia es, como reza el título del libro -libro como una caja de herramientas, como querían Foucault y Deleuze- un «programa para la emancipación relacional colectiva», lo que significa, a mi juicio, quedarse con lo mejor de la monogamia, que era la lealtad y la responsabilidad en las relaciones sexoafectivas, y al tiempo quedarse también con lo mejor de las relaciones libres, sin ataduras, que es vivir al margen del dolor y los reproches de convertir la atracción en algo así como encerrarse en una cárcel sentimental y tirar la llave (recuerdo un meme del día de San Valentín en que salía Sigmund Freud diciendo: «felicidades co-dependientes emocionales…»). Leí hace más de un año una biografía de Virginia Woolf en la que se citaba su diario de juventud, y había algo que me llegó al alma. No eran tiempos aquellos, claro, para andar por ahí aireando vínculos extramatrimoniales, pero aún así Virginia escribía en 1921 que «(…) pero esto, hablar con hombres jóvenes lejos de toda expectativa matrimonial o de toda amenaza era algo totalmente nuevo y era refrescante». Qué afortunados fueron, los miembros del futuro Círculo de Bloomsbury (bien acomodados ellos, todo hay que decirlo), de vivir aquel amanecer. De repente, todo lo que había estado prohibido durante siglos volvía a estar al alcance de la mano, y se queda muy corto decir que resultaba «nuevo y refrescante». Añadía Virginia, poco después que «con los sodomitas no se puede, como dicen las niñeras, presumir. Algo hay que siempre queda reprimido, contenido. Sin embargo, ese presumir, que no siempre comporta copular, ni tampoco enamorarse, es uno de los grandes goces, una de las principales necesidades de la vida».
Pues bien, con el tratado filosófico de Israel Sánchez -porque eso es lo que es, de principio a fin, y no una terapia o una guía o un análisis autocomplaciente- ocurre algo bastante semejante. La bondad y la honestidad de las relaciones se ponen muy por encima de una absurda mística del coito (a veces pienso que el s. XXI no ha producido aún nada original que no tenga un incuestionable y manifiesto trasfondo erótico: el erotismo atrae al dinero y viceversa), y la preocupación por el bienestar corporal pero también intelectual de los amigos prevalecen sobre la guerra de sexos y las pataletas de los celos. Lo que conocemos como «amor» implica diez días de sufrimiento por cada uno que pudiera serlo de felicidad, y aún ese día único el patriarcado lo tiene reservado para la parte masculina cis-hetero de la relación -de hecho, seguramente la caída y auge de VOX en España no haya sido más que la efímera rebeldía de los machitos heridos por el crecimiento del feminismo en el mundo.
Israel Sánchez parece que es un pensador que ha transitado de la estética a la ética, lo cual es bastante loable, puesto que la conversión suele darse más bien al revés. Y sin duda la raíz de toda ética empieza en el entorno inmediato de cada uno: de nada sirve donar dinero a ONGs si te comportas con tu vecino como un auténtico cerdo. Lo mismo sucede con la formación intelectual de uno, que germina mucho mejor en casa y en los bares que en congresos y conferencias, por eso James Joyce afirmaba en Ulises, no recuerdo en qué capítulo, que Xantipa, la mujer de Sócrates, es la verdadera inventora y maestra de la dialéctica. Oigamos, mejor, al autor, en la presentación que el mismo hace del libro y de su propio proyecto, el sueño de un mundo alegre y verdadero: