En un célebre momento de La Odisea, la ninfa Calipso (jamás escucharé este nombre sin recordar al gran Jacques Cousteau, a no ser que me doblegue el alzheimer), rendidamente enamorada de Ulises pese a los siete años de convivencia transcurridos, propone al héroe, fecundo en ardides, otorgarle la inmortalidad y perdurar por siempre en la Isla de Ogigia. Ulises, bien porque se olió que la llama que se ha mantenido viva durante siete años (soy de la opinión de que los griegos pusieron en la figura de Ulises todo lo que hubieran deseado ser en la vida, más que en cualquier otro personaje mítico o histórico) no es probable que calentase ya mucho más, o bien porque se sabía radicalmente mortal, y corresponde a los mortales acabar de una vez por todas para que su historia pueda ser una y otra vez relatada, declinó tan espléndida oportunidad. Acertó, aunque no lo parezca, porque de haber permanecido como un verdadero dios en Ogigia, su esencia se hubiera perdido, disipada en la bidimensionalidad sin fin del Aión, en vez de adquirir relieve, un relieve digamos tridimensional, en el marco letal pero bien definido de Cronos, el tiempo limitado. De hecho, la mitología griega entendía que los dioses tenían celos de los seres humanos (la phthonía, que es un término proveniente de “mirar mal”, la “envidia”, pues, de los dioses, está bien acreditada, por ejemplo, en el Libro I de la Historia de Heródoto, que no era precisamente un beato) justamente porque los humanos labran su destino con esfuerzo, pasión e intensidad, mientras que la inmortalidad divina se diluye en un plano interminable de frivolidad e inconsistencia.
Lo mismo ocurre, me parece, con todo lo demás. Todo tiene su final, como cantaba Willie Colon, porque si no ni habría sido. Esta verdad, que resulta especialmente dolorosa para los devotos del rocanrol, se proyecta hacia la historia del Universo, eso que Hawking denominó una “Historia del Tiempo”, confiriéndole un aspecto acogedor, casi doméstico. Porque no es cierto que la Tierra sea una mota de polvo en la inmensidad poblada por seres insignificantes cuya soberbia les impide percatarse de que sus vidas no son más que un suspiro, dust in the wind, sino al contrario: el mundo de lo vivo y complejo como lo irrenunciable, frente a lo cual la Infinitud, el Universo o la Historia del Tiempo de Stephen Hawking no son más que el humus, la condición de posibilidad, el pulso, el beat, de la batería que anima la existencia. De esto trata este libro heteróclito, con el que pongo más o menos fin a mi contribución al sentido de la Filosofía en el s. XXI hasta que se me venga a la cabeza algo mejor, cosa que no creo que suceda.
Dejó escrito Nietzsche, en La Gaya Ciencia, que…
Nosotros, los filósofos, no somos libres de separar el cuerpo del alma, como lo hace el pueblo; aún menos libres para separar el alma de la inteligencia. No somos ranas pensantes ni aparatos de objetivación o de registro, con las entrañas heladas –nosotros continuamente tenemos que parir nuestros pensamientos desde nuestro dolor y proveerles maternalmente de todo cuanto hay en nosotros de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tormento, conciencia, fatalidad. Vivir –ello significa para nosotros transformar continuamente todo lo que somos en luz y en llama, también todo lo que nos hiere. Simplemente no podemos hacer otra cosa.