¿Por qué nos resulta imposible distinguir la frontera entre realidad y propaganda?

Como los hechos y los acontecimientos constituyen la materia prima del ejercicio del periodismo, lo demás es propio del campo político o de los poderes que siempre tenderán a atacar la verdad factual
enero 8, 2023
propaganda

Mario García de Castro, Universidad Rey Juan Carlos

Como cuenta muy bien Irene Vallejo en El infinito en un junco, papiro y pergamino convivieron y compitieron durante muchos años hasta que acabó ganando la partida el pergamino, más fácil de obtener y más duradero. Es probable que ahora ocurra algo parecido pues la historia tiende a facilitar las cosas.

De momento, unos y otros medios convergen e interactúan hacia una transversalidad donde cada vez tienen menos peso los sistemas tecnológicos y más la naturaleza homogénea de sus contenidos audiovisuales. El medio, la tecnología, va siendo cada vez menos decisiva en el mensaje, o en el contenido, que es cada vez más homologado y es lo que siempre permanece.

Por eso la transformación más significativa culturalmente es la consecuencia de esta deriva de la hipercomunicación y la interactividad que supone la hibridación de los contenidos, de su clasificación en géneros y formatos, cuyos límites se han derrumbado y cuya secuela nos ha conducido a la confusión entre lo que antes se consideraban mundos alternativos: realidad-ficción, información-opinión y, lo más preocupante, el desorden entre verdad y mentira, constituido ya en el mayor desafío cultural que vive nuestro presente.

Convendría recordar en este momento cómo estas transformaciones culturales se sitúan en las antípodas de la importancia que llegó alcanzar hace décadas el culto al objetivismo, la peleada independencia de los periodistas, la distinción entre noticias y opiniones en los medios como resistencia a las dictaduras del siglo pasado y la consideración del cuarto poder como contrapeso en la separación y equilibrio del sistema democrático.

Vietnam: el culto a la objetividad contra la propaganda

Esta crisis empezó hace cincuenta años cuando las cámaras de televisión y los reporteros de imágenes habían accedido a las trincheras de la guerra de Vietnam y el mundo pudo ver sus atrocidades gracias a las primeras cámaras portátiles de televisión.

La reacción fue tal que desencadenó un movimiento pacifista mundial que culminó en 1971 cuando varios grupos de veteranos de Vietnam arrojaron cientos de medallas por las escaleras del Capitolio apoyados por una gran manifestación de pacifistas. Todo acabaría poco después provocando la retirada del poderoso ejército americano y el fin de esa guerra.

Por primera vez, las grandes cadenas CBS y NBC destacaron las filmaciones obtenidas por sus reporteros desde las trincheras. Ambas networks simbolizaron entonces el periodismo de calidad frente a la tercera cadena que carecía de recursos suficientes, la ABC, que optó por los debates, el cara a cara en plató y, en definitiva, la opinión entre dos opciones ideológicas. En ese contexto aún se distinguía con precisión lo que era información sobre los hechos factuales de las opiniones políticas que podían suscitar.

Con su germen en la filosofía de Descartes y el enaltecimiento de la razón en la Ilustración, hace siglos que habían surgido las nociones contemporáneas de verdad y conocimiento científico. Fue durante el siglo XX cuando se consolidaron los valores del periodismo objetivo, cuando Walter Lippmann, uno de los primeros padres de las teorías de la opinión pública y el periodismo, afirmaba desde la necesidad del conocimiento experto que el problema básico de la democracia era la exactitud de las noticias y que la opinión era una construcción retórica sin base empírica.

Después Philip Meyer popularizó el periodismo de precisión como la necesidad de incorporar las técnicas de recopilación de datos y de análisis de la ciencia en la búsqueda disciplinada de la verdad verificable.

Fue el tiempo de mayor exaltación de la objetividad, cuando el director de The Guardian había afirmado el axioma de que “los comentarios son libres, pero los hechos son sagrados”. En ese clima surgía la prensa de calidad que, tras las guerras y los regímenes autoritarios del siglo pasado, se consolidaba como reacción independiente a la propaganda bélica y política.

Por entonces, los científicos habían representado la capacidad de diferenciar aquello que tenía que ver con los hechos de lo que estaba vinculado a la opinión o la emoción, pero desde entonces las audiencias de los medios masivos iban a disponer de nuevas herramientas tecnológicas de comunicación y ese paradigma sobre el conocimiento experto empezaría a perder credibilidad cuando el sentimiento y las emociones se fueron adueñando del nuevo mundo audiovisual.

Momento en que la torre sur del World Trade Center recibe el impacto del vuelo UA 175 el 11 de septiembre de 2001. Wikimedia Commons / Robert, CC BY-SA

20 años del atentado contra las Torres Gemelas

Más tarde, hace ahora 20 años, el mundo asistió en directo al mayor atentado de la historia: dos aviones se estrellan sucesivamente contra las torres gemelas de Nueva York. Las imágenes tenían tanta fuerza que no necesitaban comentarios ni interpretaciones y dejaron a los locutores boquiabiertos porque asistíamos a la información en directo.

Desde que el telediario se abrió con la actualidad en directo se impuso el éxtasis del presente. Emergió el fin de la historia, el fin de las utopías, el mundo se vació de cualquier esperanza de liberación, solo asistimos al presente absoluto rebosante de consumo y de comunicación. El futuro se convirtió en una distopía en la que solo predominan las profecías sobre la catástrofe final.

Las emociones y los sentimientos empezaron a sustituir a la razón de los hechos objetivos y la información se digería mejor si se presentaba entretenida. Los géneros y los formatos se diluyeron y todo resultó hibrido y fluido. La información se convirtió en comunicación horizontal.

La pantalla de las mayorías sociales de la televisión redujo el mensaje a lo más básico y simple, junto a la web y la multimedialidad del 2.0, que no solo aportó interactividad entre receptores sino la brevedad de las píldoras, los 140 caracteres, los 2 minutos o el gigabyte de video, que acabaron imponiendo la necesidad de explicar el mundo de la manera más breve. Y ese lenguaje de la oración simple en las comunicaciones excluyó todo lo compuesto, hasta el desprecio de cualquier complejidad intelectual.

No parece que fuera el miedo a la novedad de los nuevos medios lo que hizo advertir al maestro de reporteros Ryszard Kapuscinski que las guerras siempre empiezan mucho antes de que se oiga el primer disparo, comienzan con un cambio del lenguaje en los medios, y citaba el caso de los Balcanes, donde se pudo notar claramente cómo se estaba cocinando el dramático conflicto.

La pandemia y la viralización de la información

Es cierto que, cuando aparecieron los hackers de Anonymous y las revueltas antisistema llegaron a la web en forma de ciberataques o de los mayores sabotajes al secretismo de estado a través de las filtraciones de documentos secretos por WikiLeaks o de los programas de vigilancia masiva de Edward Snowden o los papeles de Panamá, como grandes filtraciones de documentos confidenciales sobre los paraísos fiscales, los filotecnólogos más optimistas pensaron que la red era el paraíso de la libertad, aunque poco después se decepcionaron al descubrir que la red no era lo que pensaban.

Pero ahora, 20 años después del atentado de las Torres Gemelas emitido en directo, una pandemia mundial nos arroja a la mayor fragilidad humana concebible, a la época de la viralización de la información y la posverdad. La mercantilización de la información genera la sobreinformación y ya resulta imposible distinguir la frontera entre realidad y propaganda, hechos factuales y manipulación de la realidad.

La expansión de la pandemia por el mundo propicia el estallido de miles de alertas falsas, intoxicaciones y desinformación. En Reino Unido y Holanda, varias torres de telefonía resultan quemadas por aquellos que afirman que el virus es un invento para confinarnos y poder controlarnos mejor a través de las redes 5G.

Y, al mismo tiempo que aparecen los reporteros denunciantes y activistas, los whistleblowers o alertadores de delitos, asistimos en las redes sociales a la proliferación de negocios de cuentas bots y trolls falsarios o sectarios que emiten permanentemente intoxicaciones o fake news interesadas.

Mientras una banda de supremacistas blancos, sostenidos en las proclamas de su presidente multimillonario, se convoca por las redes para ocupar violentamente el Capitolio, otro vídeo sobre la agonía de un hombre negro asesinado por la policía de Minneapolis surge de la opacidad y se hace viral hasta convocar un movimiento antirracista mundial.

Las cámaras vigilan nuestras creencias y opiniones. Las pantallas nos espían y los algoritmos nos predisponen al hiperconsumo y a la persuasión de las ideas. Hoy la polarización ambiental es política y cultural, y ha convertido el discurso de los medios en cultura subjetiva. Desde el enfrentamiento contemplamos la mayor regresión cultural en términos individuales y colectivos y el descrédito de las instituciones democráticas.

El primado de las redes hace que jóvenes con escasa innovación se estrenen en el show business. La actualidad ha dejado de ser un proceso informativo para ser un estado emotivo y opinativo. Hoy la realidad se “conforma” a través de la opinión y los efectos de las redes sociales facilitan la creencia de que todo es opinable y que todos pueden opinar.

Una deriva que procede de uno de los peores lastres del periodismo: el periodismo de declaraciones, vicario del mundo político, basado en reproducir más o menos literalmente las declaraciones de políticos de uno y otro signo, en un bucle de acción-reacción, modelo hiperpolitizado que ya dio lugar al pseudoacontecimiento como base de la producción de la noticia y que hoy ha renacido propiciado por la polarización ideológica. Partidos y medios, necesitados unos de los otros, se reparten por igual la responsabilidad de esta tendencia.

Como cada vez es mayor el nivel de monopolio o de concentración de redes y plataformas de la comunicación, la garantía que supone la verificación de datos en las propias redes, aun siendo una herramienta eficaz para desmentir las fake news, no ha llegado a colmar el hueco o vacío abierto por el abandono del reporterismo o periodismo de investigación, cuyo ejercicio necesita altas dosis de recursos y medios para poder descubrir hechos opacos, incómodos al poder.

Y la pluralidad de opciones que aparentan los nuevos medios resulta una farsa si no garantizan previamente el reconocimiento social de los hechos mismos a través de la información objetiva.

De tal modo que este auge de la intoxicación y manipulación interesada de la realidad a través de intereses políticos o económicos sigue precisando hoy de unos medios de comunicación serviles, partidistas o subjetivos que, en lugar de sostener a unos profesionales fiscalizadores de la gestión pública y privada, lo haga con los que sobreviven en la precariedad o entregados al sostén del sistema político y económico de turno.

Todo muy alejado de aquella función de cuarto poder que se definió en el siglo XIX para ejercer la crítica del resto de poderes, en ese equilibrio de fuerzas de un saludable funcionamiento del sistema democrático hoy en cuestión.

Hannah Arendt en 1958. Wikimedia Commons / Barbara Niggl Radloff, CC BY-SA

El legado de Orwell y Hannah Arendt

Conviene recordar que hace ahora un siglo el apogeo de las masas concluyó en el triunfo de los regímenes totalitarios porque grandes capas sociales cayeron en el gregarismo y llegaron a otorgar a grandes manipuladores de la realidad y fanáticos propagandistas la confianza para que se convirtieran en líderes políticos. Y por eso hay que recordar también al periodista y escritor inglés, George Orwell, y a la escritora judío-alemana Hannah Arendt, que identificaron a través de sus obras el abuso de poder totalitario con el control de la realidad y la manipulación de la verdad.

Orwell publicó al final de su vida 1984, la mayor distopía del siglo pasado, y Hanna Arendt, tras su exilio de Europa y refugiada en Estados Unidos, el primer gran estudio sobre los métodos autoritarios titulado Los orígenes del totalitarismo.

Orwell, horrorizado por su experiencia en la guerra de España y habiendo sido víctima del fanatismo sectario, insistió en el peligro de que, si una mayoría aceptaba la mentira impuesta por el Partido, la mentira pasaría a la historia y se convertiría en verdad. Hannah Arendt, perseguida por el nazismo, nos dio una lección de periodismo como espacio de resistencia y, como Orwell, reivindicó el objetivismo, la verdad y la pura facticidad como categoría moral.

Por eso en 1971, ahora hace 50 años, escribió Mentira y Política, texto donde nos advirtió que “la falsedad deliberada” y la mentira como medios para obtener fines políticos venía históricamente de lejos pues los antropólogos habían podido confirmar que, desde que el hombre primitivo se organizaba en tribus, la mentira era siempre un arma política.

En el ejercicio del periodismo, las líneas divisorias entre los hechos, la interpretación y la opinión se borran con frecuencia. Borrar intencionadamente esa línea divisoria entre la verdad de los hechos y la opinión es una de las formas de la manipulación y la mentira, afirmaba Arendt. La veracidad de los hechos solo puede estar garantizada por la imparcialidad, la integridad y la independencia, todos ellos atributos del periodista.

También mostró su convencimiento de que el sustento de la democracia estaba en el reconocimiento de la autoridad de los hechos por encima de la política, los sentimientos y las opiniones. Advirtió que la materia prima del periodismo son los hechos y no las opiniones, más propias de la política: “La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”.

Arendt decía que el periodismo es narrar o descubrir hechos reales, preguntando incómodamente al poder que tiende a ocultar. Nada que ver con el posicionamiento, la controversia y la opinión, porque en la controversia crecen exponencialmente las posibilidades de usar la mentira sobre los hechos de los que se informa.

Como los hechos y los acontecimientos constituyen la materia prima del ejercicio del periodismo, lo demás es propio del campo político o de los poderes que siempre tenderán a atacar la verdad factual. Quienes sustentan opiniones pueden desacreditar fácilmente la verdad factual como si ésta no fuera más que otra opinión. La evidencia fáctica solo es posible a través del testimonio de los testigos presenciales».


La versión original de este artículo ha sido publicada en la Revista Telos, de Fundación Telefónica.


Mario García de Castro, Profesor titular de Información Audiovisual, Universidad Rey Juan Carlos

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.