¿No debería ser un privilegio poder elegir entre tantas buenas opciones?
Patrick McGinnis
Le contaba a mi psicóloga que casi nunca puedo decidirme por algo. Es más, a lo largo de mi vida, dejé varias decisiones en manos ajenas, para después arrepentirme, sin remedio. Mi psicóloga bostezó, aburrida, porque no le contaba nada nuevo. A la mitad de las personas le ocurre algo parecido.
Este fenómeno aumenta, paradójicamente, en la medida que crecen opciones. En Netflix hay unas 700 series disponibles en cualquier momento; la cadena NH tiene nada menos que 26 hoteles solo en Madrid y allí mismo McDonald´s ofrece una veintena de hamburguesas.
Luego de otro bostezo, mi psicóloga me dijo que padecía del síndrome de FOBO (Fear of better options) y agregó: «Si no sabe lo que es, busque en internet». Obediente, eso hice y en segundos obtuve la respuesta.
El autor del acrónimo, que puede traducirse como miedo a tomar la mejor decisión, es Patrick McGinnis, un inversor en capitales de riesgo, que hace unos años acuñó FOMO (Fear of missing out), el miedo a perderse algo. Según McGinnis, FOBO es el temor a acabar llorando por el camino que no se ha tomado.
Como les dije al principio, le pasa a mucha gente: un estudio realizado por Civics Science entre 350.000 estadounidenses demostró que a 48% le costaba tomar decisiones y que un 60% seguía pensando en otras posibilidades aun después de haber optado por alguna. Por ejemplo, ya había comprado un Big Mac, pero seguía pensando si no hubiera sido mejor un McRoyal Deluxe.
Una cuestión de riesgos
El aporte más interesante de McGinnis es la clasificación de decisiones que realiza y el método que recomienda para cada una de ellas.
En primer lugar, están las decisiones sin riesgos, como qué serie ver en Netflix. Al fin de cuentas, si elegimos mal, habremos perdido algo de tiempo. Nada más. McGinnis asegura que, a las pocas horas nos habremos olvidado de esa mala decisión. La solución que propone es el azar: tirar una moneda al aire, al mejor estilo Harvey Dent, el personaje de Batman, el caballero de la noche.
Luego están las decisiones de poco riesgo, como reservar un cuarto de hotel. Como las opciones aceptables son muchas —ni NH, ni Meliá ni Hilton van a defraudarnos— McGinnis aconseja dedicarle algo de tiempo, pero no mucho. Incluso, pronostica que, de estas decisiones, si fueron malas, nos olvidaremos a las pocas semanas.
Finalmente, nos encontramos frente a las decisiones de alto riesgo, que tendrán consecuencias a largo plazo. Por ejemplo, comprar una casa, aceptar un trabajo o elegir una pareja para casarnos. Aquí sí McGinnis elabora un plan de acción.
En primer lugar, hay que pensar en lo que realmente importa. Luego, obtener los datos necesarios sobre cada opción disponible y elegir en base a la intuición, pero siempre en la dirección del criterio tomado al principio. Es decir, si quiero una casa con jardín en los suburbios, no debo distraerme en ofertas de apartamentos en el centro. De esta manera, al final del camino, quedará una única opción.
Me llama la atención que perdamos mucho tiempo en las decisiones sin riesgo y de poco riesgo. También que McGinnis aconseje recurrir a la intuición para tomar las de alto riesgo. Parece contradictorio, pero, en realidad, aquí está la clave.
La emoción siempre gana
Como lo recuerda el neurocientífico argentino Facundo Manes, decidir es algo emocional. Dice que un evaluador de personal, ante una decena de CV muy parecidos en términos profesionales, terminará decidiendo de manera emocional, dirigido por el sistema límbico, el mismo que controla la elección de una hamburguesa.
El Juego del Ultimátum es otra muestra de cuánto poder tienen nuestras emociones a la hora de decidir. En este juego, el experimentador ofrece 100 euros a repartir entre dos participantes, A y B. El dinero será administrado por el participante A, quien hará la única propuesta. Puede ser 50 y 50; 70 y 30; 90 y 10 o 100 y 0. Cualquiera. El truco está en que, si B no acepta el reparto ofrecido, ambos pierden el dinero.
La mayoría de los A son altruistas, aunque cueste creerlo, y ceden 50 euros o más, con lo cual B acepta y se llega a un rápido acuerdo. Pero ¿qué sucede cuando aparece un A egoísta, estafador, que quiere aprovecharse de B y quedarse, digamos con 70 u 80 euros?
Según la teoría tradicional, B debería aceptar porque 20 o 30, incluso 10, siempre es más que nada. Sin embargo, aquí reacciona el área del cerebro emocional vinculada con el castigo. B interpreta la oferta como un abuso, como algo injusto y en verdad lo es. Entonces, la rechaza, y todos se quedan sin nada.
En mi siguiente sesión con la psicóloga, por suerte, ella estaba más despierta y dispuesta a aconsejarme. Digo por suerte, porque había decidido abandonarla por otra profesional.