Diana Ortega Martín; Matilde Cañelles López y Roberto R. Aramayo
Desde la llegada de la pandemia, la sociedad y su sector sanitario se han visto obligados a confrontarse con dilemas éticos de gran calado que no han sido suficientemente debatidos. Durante marzo y abril del pasado año, en el momento más crítico de la primera ola, muchos sanitarios se vieron obligados a decidir qué tipo de pacientes debían ser preteridos o priorizados, a la hora de intentar salvar su vida.
Ahora, con la llegada de las vacunas, han surgido otros dilemas que requieren ser estudiados para saber cómo proceder con una mayor eficiencia y equidad en las campañas de vacunación. Procedemos a enumerar aquí algunos de ellos.
¿Podemos fiarnos de todas las vacunas?
Las vacunas están sometidos a una regulación muy estricta en EEUU y en Europa, con sendas agencias del medicamento (FDA y EMA, respectivamente), organismos independientes que supervisan su seguridad y eficacia antes de ser administradas masivamente. No ocurre lo mismo en otras zonas del mundo, incluyendo a China.
Ante una pandemia de tal envergadura, que requerirá una vacunación generalizada de toda la población mundial, surge la duda de si podemos permitirnos prescindir de aquellas vacunas que no han sido aprobadas por un organismo independiente.
Se diría que, al margen de posibles conflictos de intereses comerciales, convendría seguir la pista a todo tipo de vacunas, ya que países con menos recursos bien pudieran beneficiarse de su uso, siempre que haya unas garantías de calidad e independencia. Un posible sustituto de los organismos certificadores independientes puede ser la revisión de los artículos científicos publicados sobre los ensayos clínicos de estas vacunas.
Ahí están los casos de algunos países, como Argentina, que ha optado por la vacuna rusa Sputnkik V, o los Emiratos Árabes Unidos que han aprobado la china. Estos países se han anticipado para no arriesgarse a quedarse sin vacuna.
¿Qué pasa con quienes no se quieren vacunar?
Estados Unidos, cuyo número de víctimas mortales por la pandemia ha superado ya la cifra de norteamericanos fallecidos durante la Segunda Guerra Mundial, como recordaba Joe Biden en su discurso de investidura, ampara sin embargo en algunos estados la exención de vacunarse por causas religiosas o creencias personales.
El profesor Ross D. Silverman publicó un artículo sobre la complejidad legal de obligar a todo el mundo a vacunarse, ya que multitud de estados poseen una legislación que prohíbe la más mínima interferencia con la fe o creencias personales, aunque no siempre por motivos de salud pública, una razón de peso que Silverman insta a utilizar como una sólida cobertura legal.
En esa misma línea, debería estudiarse la posibilidad de que la vacuna sea obligatoria para quienes tienen contacto con el público y pudieran contagiar siendo asintomáticos, ya que no vacunarse supondría un riesgo exponencial para la salud pública. Otra opción sería restringir a quienes decidan no vacunarse las actividades que puedan ser peligrosas para la salud pública.
¿En qué orden se vacuna a la población?
Una vez dilucidado en qué vacunas confiar y qué hacer con quienes no se vacunan, surge el debate sobre quién debe vacunarse primero. Lógicamente, como se está haciendo, se ha de priorizar a los colectivos más vulnerables, a nuestros mayores. Un problema que ya se preveía y que algunos expertos desaconsejaban es la vacunación de personas de más de 80 años con enfermedades crónicas.
En efecto, en Noruega se observó que 13 personas de más de 80 años habían muerto tras recibir la primera dosis de la vacuna. Al principio cundió la alarma al relacionarse tales episodios con posibles efectos secundarios de la vacuna. Sin embargo, tras un análisis más detallado, se comprobó que la proporción se correspondía con la tasa habitual de fallecimientos en esa capa de población. Pese a todo, ya se ha sembrado una duda, tal como temían los expertos.
Inmediatamente después de los mayores deben situarse quienes atienden servicios esenciales, incluyéndose al personal de transporte y servicios públicos como seguridad o limpieza.
El personal docente debería ir a continuación, para no prolongar en exceso una enseñanza telemática que incrementa las desigualdades existentes entre un alumnado con más recursos tecnológicos y otro con menor poder adquisitivo. Desafortunadamente, los niños deberán esperar, ya que aún no se han desarrollado vacunas ni se han realizado ensayos clínicos para ellos.
Otra cuestión que ha ocupado nuestras cabezas es si los políticos deben vacunarse en primera línea. Mientras todos hemos observado con admiración las fotos públicas de Anthony Fauci vacunándose cuando le correspondía (por edad), también nos hemos echado las manos a la cabeza al saber que algunos políticos se han vacunado a escondidas y prevaliéndose de su posición.
Es obvio que hacerlo en público (y cuando te toca) es un buen ejemplo y motivación para la población. Sin embargo, hacerlo a escondidas tiene un doble efecto pernicioso: erosiona la confianza y crea la falsa impresión de escasez y de “sálvese quien pueda”.
¿Cómo vacunar a todos?
Finalmente llegamos al auténtico quid de la cuestión: ¿cómo cabría vacunar a todo el mundo? Las campañas de vacunación deberían tener una perspectiva cosmopolita, cobrando conciencia de que, para cuestiones como la pandemia, somos ciudadanos del mundo antes que ninguna otra cosa. Organismos internacionales como la ONU o la OMS deberían poder orquestar que sus miembros aportaran los recursos necesarios para universalizar una vacunación imprescindible. Nadie, ya sea ciudadano o una nación, debería quedarse atrás en términos de vacunación. Los países más acaudalados deberían velar por que así sea. En esa línea trabaja el proyecto COVAX, que busca un acceso equitativo mundial a las vacunas contra la COVID-19.
Uno de los debates que están surgiendo en este aspecto es si se puede aumentar la cantidad de personas receptoras de la vacuna, con tres opciones: inocular una sola dosis, retrasar la segunda dosis o reducir la concentración del compuesto activo en la vacuna. El peligro de este tipo de medidas es que se alejarían de las condiciones de los ensayos clínicos.
Concretamente, el inocular una sola dosis o espaciar la segunda (esto último ya se está haciendo en Reino Unido) es desaconsejado por los expertos porque podría generar una “inmunidad subóptima” y, de ese modo, favorecer la aparición de mutaciones que ayudarían al virus a evadir la respuesta inmune. Sin embargo, la opción de reducir la concentración de principio activo sí podría contemplarse, ya que las concentraciones que se han utilizado en ensayos clínicos han sido muy elevadas.
Como vemos, aunque vislumbremos cierta luz al final del túnel con la llegada de las vacunas, todavía queda amplio espacio para el debate y la reflexión. Hay que infundir ánimo sin suscitar expectativas que luego puedan quedar defraudadas, porque nos enfrentamos también a una posible debacle psicológica.
Diana Ortega Martín, contratada predoctoral; Matilde Cañelles López, Investigadora Científica. Ciencia, Tecnología y Sociedad y Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP). Historiador de las ideas morales y políticas. Proyectos PAIDESOC (FFI2017-82535), BIFISO (PIE-CSIC-CIV19-027), ON-TRUST CM (HUM5699) y PRECARITYLAB (PID2019-10)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.