Para Julia Valiente Garrido
En realidad, todos hablamos dialectos diferentes; uno será abundante y exacto; otro, vago y exiguo; pero la palabra del conversador ideal debe corresponderse y ajustarse a la verdad de los hechos, no torpemente borrando los contornos a la manera de una capa, sino adhiriéndose limpiamente como la piel de un atleta. ¿Y cuál será el resultado? Que puede manifestarse con más claridad a sus amigos y gozar en mayor grado de lo que hace la vida realmente valiosa: la intimidad con aquellos que ama.
R.L. Stevenson, Virginibus puerisque y otros ensayos
Aristóteles, en Ética a Nicómaco y también en su propia vida personal, no dudó de que la philía, la amistad, es mucho más madura que la atracción, eros, hija natural de los goces corporales –afrodísia– y no ni mucho menos de la mutua comprensión. Ese fue el célebre caso, ocasión como no la vieron los siglos, del vínculo entre Étienne de La Boétie y Michel de Montaigne, ambos franceses del s. XVI y ambos eruditos y pensadores de aguda perspicacia.
La Boétie, de escasa obra a causa de su prematura muerte, llegó todavía más lejos que los utopistas de su tiempo (e incluso yo me atrevería a decir que del anarquismo decimonónico de Mijaíl Bakunin o del Príncipe Kropotkin). No se limitó a constatar que el rey está desnudo, como en el cuento de los hermanos Grimm, es decir, que el poder de cualquier tiempo y lugar no tiene a su favor legitimidad racional, moral o teológica alguna. Su más célebre ensayo Discurso de la servidumbre voluntaria o contra uno posee un doble título altamente significativo precisamente por llamar la atención desde el principio sobre el hecho de que en él van a darse unidos un análisis (casi un psicoanálisis, en el sentido del Freud o del Canetti de la «psicología de las masas») de las raíces antropológicas del daño tanto como una crítica a la teología política que le sirve de soporte. A juicio de La Boétie, en efecto, era indiferente que el poder se autoinvistiese a sí propio de los ropajes de Rey, Emperador, Superpotencia, Partido Gubernamental, Secta Suprema o Ayatolah, lo importante para él residía en descubrir tras de todas estas distinciones superficiales una realidad común, que es justamente el carácter unitario del poder, su inquebrantable naturaleza monádica (de monas, en griego «unidad»).
El poder siempre es único, consiste en el culto al UNO, como uno y sólo uno es el Dios de las grandes religiones monoteístas (el monoteísmo en cualquiera de sus formas es la fe en un homúnculo -es decir, en una especie de hombrecillo diminuto que mueve los hilos tras los cortinajes-, llega a decir con osadía La Boétie en su ensayo). Y como sólo una fe extravagante apuntala el Poder, como son sólo nuestros propios miedos y demonios personales y sociales los que nos arrojan a los brazos de esa suerte de «servidumbre voluntaria» que aniquila nuestro bien más preciado, la libertad, bastará con cesar de servir, cesar cada uno de consentir en su mal o, más bien, en perseguirlo, dejar de sostener, en un acto de voluntad más bien que de violencia, con nuestras espaldas la pirámide del poder).
Como se comprenderá, el pensamiento de Étienne de la Boétie no tuvo mucho eco en su tiempo -propuso también, ante los acontecimientos en Alemania, una reforma católica pacífica en un escrito que no se publico hasta ¡1917!- ni tampoco lo tiene ni puede tenerlo demasiado ahora, pero fue también, sin duda, un gran poeta y un conocedor de los clásicos que supo granjearse grandes amistades, como la fiel y duradera (hasta más allá de la muerte, dado que le sobrevivió) de ese hombre discreto, severo pero reflexivo y a su manera soñador que fue Michel de Montaigne.
La entera obra escrita de Montaigne implicó esa voluntad irrepetible de estilo que colocaba un espejo al borde del camino no para reflejar el camino mismo, como pensaba Stendhal de la novela, sino para reflejar al perplejo caminante que discurre a la vera de él, por la cuneta por decirlo así, mesándose la perilla pensatívamente ante lo que ven sus ojos y escuchan sus oídos, por eso principalmente su galana figura suele ser parada obligatoria en la revisión del periplo filosófico renacentista.
Y es que Montaigne, pese a su naturaleza meditativa y profunda, no tenía el humor -casi en sentido médico- que es preciso para construir una filosofía perfectamente articulada desde sus fundamentos hasta sus últimas consecuencias. Montaigne, desde luego, no es Descartes (aunque sea impensable un Descartes sin haber existido primero un Montaigne…) porque no puede serlo, ciertamente, pero antes que nada, porque no quiere serlo. Echemos un vistazo rápido a la leyenda: a la edad de treinta y ocho años, Montaigne vendió su cargo en el parlamento francés y se retiró a vivir a la propiedad de su padre, donde construyó una torre pronto repleta de libros y tatuada por todas partes de inscripciones griegas y latinas con las que convivía en la soledad de su estudio. Escribió, como frontispicio:
Miserablemente privado del apoyo, tan precioso para su vida, de Étienne de La Boétie, el más dulce, agradable e íntimo de los amigos, el hombre mejor, más docto y más encantador, (…) Michel de Montaigne, que ansiaba que subsistiera algún recuerdo singular de su amor mutuo y de su alma agradecidísima hacia él, y no desmemoriada, en cuanto ha podido hacerlo de manera significativa, le ha consagrado este mueble erudito y extraordinario, que constituye su placer.
Más tarde, fue nombrado alcalde de su localidad, responsabilidad pública que simultaneó con la redacción de los famosos e inconfundibles Essays (Ensayos), hasta que el abandono de la alcaldía le permitió al fin dedicarse íntegramente a ellos hasta el momento mismo de su tan temida y anticipada muerte.
La palabra Ensayo, empleada para referirse a un género nuevo de escritura y pensamiento que sirviera de receptáculo perfecto para encerrar al genio de la brevedad y de la cavilación concreta, persistente y concienzuda, fue precisamente creación singular de Montaigne, pues para él no se trataba exactamente de saber o acopiar certezas, sino de ensayar, probar, explorar los propios límites y después comunicar el resultado a aquellos dispuestos a escuchar y aprender de la experiencia ajena.
Montaigne, como hemos visto, valoró en alto grado la amistad. Podría decirse que fue quien imprimió un decisivo giro individualista al humanismo renacentista. Pero también enseñó a toda una generación mediante sus ensayos de autoconocimiento e inspección íntima precisamente lo opuesto a lo que esperaría el desprevenido lector: que nadie conoce a nadie en absoluto, y menos que a nadie nos conocemos a nosotros mismos, por no hablar ya de conocer mucho o poco al propio Michel de Montaigne.
No obstante, si alguien tuvo la oportunidad de conocerle aún mejor de lo que él pudiera conocerse a sí mismo fue Étienne de la Boétie. Se conocieron en una festividad ciudadana, y como refiere Montaigne, desde el primer instante encontraron el uno en el otro el Alter Ego, el perfecto confidente, el alma afín.
Escribe Montaigne, entusiasmado, en De la amistad:
Un antiguo, Menandro, llamaba feliz a quien había podido encontrar siquiera la sombra de un amigo. No le faltaba en absoluto razón, sobre todo si había experimentado alguno. Porque en verdad, si comparo todo el resto de mi vida –aunque, con la gracia de Dios, la haya pasado dulce, dichosa y, salvo la pérdida de un amigo así, exenta de grave aflicción y llena de tranquilidad de espíritu, pues me he dado por satisfecho con mis bienes naturales y originales, sin buscar otros– si la comparo toda, digo, con los cuatro años que me fue concedido gozar de la dulce compañía y del trato de este personaje, no es más que humo, no es sino una noche oscura y enojosa (…) No hay acción ni imaginación en que no le eche en falta, como también él me habría echado en falta a mí. En efecto, de la misma manera que me superaba infinitamente en toda otra capacidad y virtud, lo hacía también en el deber de la amistad.
Ni siquiera el matrimonio es para Montaigne mínimamente comparable esta forma de hermandad espiritual, pues el casamiento es un contrato en el cual sólo la entrada es libre –la duración es obligada y forzosa, depende de otra cosa que de nuestra voluntad-, y un contrato que suele establecerse con vistas a otros fines. Además, en él surgen mil enredos externos que hay que desenmarañar, capaces de romper el hilo y de turbar el curso de un vivo afecto. En la amistad, en cambio, no existe otro asunto ni negocio que el de ella misma.
Ahí les dejamos, shippeados para la eternidad, en un negocio que no es el nuestro, y para el que, ciertamente, hay que ser tal vez un poco desapegado de la telaraña social, un poco anarquista.