«Cuatro características corresponden al juez: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente»
Sócrates
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto acuciante desde hace siglos, a saber, la necesidad de contar con un sistema judicial que sea el pilar sobre el cual se sostenga la justicia de todos los ciudadanos por igual en cualquier sociedad. Lo ideal sería contar con un poder judicial robusto (que llegue a todos lados), eficiente y honesto para garantizar el orden, la paz y la equidad entre los ciudadanos, pero bien sabemos que existe una gran deficiencia al momento de contar con funcionarios judiciales probos, que actúen con integridad y eficiencia y no como una casta monárquica intocable y arbitraria que reparte (no imparte) justicia de acuerdo a las conveniencias políticas, económicas y personales.
Recordemos por un instante al derecho romano, con su énfasis puntual puesto en la equidad, la legalidad y la proporcionalidad, puesto que esa ha sido la base del sistema judicial actual en muchas culturas occidentales. Según Cicerón, uno de los grandes pensadores romanos, la justicia ocupa un lugar central en la vida pública y la importancia de un sistema judicial radica en la posibilidad de administrar justicia de manera imparcial y efectiva.
«La justicia es la reina de las virtudes y con ella están unidas la fama, el honor y la paz» – Cicerón, M. T. (1991). De Officiis (Walter Miller, Trans.). Loeb Classical Library
Como bien sabemos, el derecho romano estableció el principio de «iuris prudentia», que se refiere a la sabiduría jurídica, es decir, el conocimiento y la interpretación correcta de la ley por parte de un magistrado preparado intelectual y cívicamente para ejecutarla. Este principio pone de relieve la importancia de que los jueces posean no sólo un conocimiento profundo de las normas y las leyes, sino también un compromiso ético con su aplicación justa. En este sentido, la «iustitia», entendida como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde, era un ideal que debía guiar las acciones de los funcionarios judiciales.
Pero vámonos un poco más atrás, a Platón, quien en su obra La República sostenía que la justicia era el fundamento de una sociedad ideal: una sociedad justa es aquella en la que cada individuo desempeña su función de acuerdo con su naturaleza, capacidades y habilidades, bajo la guía de la razón. Este principio platónico tiene que resonarnos en la necesidad de contar con jueces que dejen de actuar como mafiosos de películas norteamericanas sobre italianos, es decir, que no actúen por intereses personales, sino guiados por la moral, la razón y la legalidad.
«La justicia consiste en que cada uno haga lo que le corresponde de acuerdo a su naturaleza» – Platón, La República, Libro IV, 433a
También Aristóteles, en su Ética a Nicómaco definirá la justicia como la virtud que se ocupa de la equidad y de la distribución proporcional de bienes y cargas (derechos y obligaciones) en la sociedad. Para el estagirita, la justicia tiene un carácter tanto legal como distributivo, y el buen funcionario judicial sería esencial para que esta virtud se manifieste en la vida pública.
«La justicia, entonces, es una virtud perfecta, pero no en sí misma, sino en relación con otros» – Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro V, 1129b)
Llegando a la Edad Media, un gran lector e intérprete de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, desarrolló la idea de la justicia como una virtud cardinal que debe guiar a la totalidad de las acciones humanas. Siguiendo a su maestro, argumentaba que la justicia es dar a cada uno lo suyo y que es una virtud que debe ser practicada tanto por individuos como por las instituciones. Particularmente en su obra monumental denominada Suma Teológica, Aquino hará puntual hincapié en la importancia de que los jueces sean imparciales y actúen con integridad, ya que de ello depende la legitimidad de todas las acciones humanas y en particular, de todo el sistema legal.
«La justicia es un hábito por el cual un hombre, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno lo que le es debido» – S. Tomás, Suma Teológica, II-II, q. 58, a. 1.
En plena modernidad, la reflexión sobre la justicia se amplía considerablemente, sobre todo por incluir el concepto de Estado de derecho. Cabezones como Hobbes y Locke, entre otros, reflexionan sobre la necesidad de un sistema judicial que garantice la seguridad y los derechos de los ciudadanos. Puntualmente Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, sostiene que la justicia es un elemento esencial para la preservación de la libertad y de la propiedad. Para Locke, un sistema judicial que no respeta estos principios básicos, corre el riesgo de caer en la tiranía.
«Donde no hay ley, no hay libertad» – Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Cap. VI, Sec. 57.
Por su parte, el gran Immanuel Kant, en su Metafísica de las Costumbres, refuerza la idea de que la justicia sea un imperativo categórico, es decir, una obligación moral que debe ser cumplida de manera incondicional. Kant argumenta que la justicia no debe estar sujeta a consideraciones pragmáticas y relativas, sino que debe ser aplicada de manera universal y objetiva. Evidentemente, esta perspectiva pone de manifiesto la necesidad de un sistema judicial que sea independiente y no se vea influenciado por intereses particulares o presiones políticas.
«La justicia es el principio incondicional que ordena actuar de tal manera que la máxima de nuestra voluntad pueda convertirse en una ley universal» – Kant, Metafísica de las Costumbres, Parte I, Cap. I, Sec. D.
Ya parados en la contemporaneidad, John Rawls, en su Teoría de la justicia, presenta a la justicia como ideal de equidad, y propone que las instituciones deban estar diseñadas para garantizar los derechos básicos de todos los individuos, especialmente los más vulnerables. Rawls argumenta que la imparcialidad es un requisito fundamental para el ejercicio mismo de la justicia, y que las decisiones judiciales deben ser tomadas desde una posición alegórica de «velo de ignorancia», esto es, sin conocer la identidad o las circunstancias específicas de los involucrados, para asegurarse así de una pizca de equidad.
«La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento» – Rawls, Teoría de la Justicia, Cap. I, Sec. 1.
Hasta aquí, amigos, todo suena fantástico, ¿verdad? Pues bien, la historia de la justicia fáctica se sustenta mayoritariamente por el incumplimiento de casi la totalidad de todos los preceptos precedentemente enunciados, y otros tantos también, motivo por el cual vale la pena que nos hagamos algunas preguntas (o sea, pensemos). A pesar de los sólidos fundamentos teóricos, éticos y morales, la realidad actual de muchos sistemas judiciales deja bastante que desear: en varios países, la corrupción, la ineficiencia y la falta de recursos son obstáculos permanentes y significativos para la administración de la justicia.
Un informe reciente del World Justice Project (Rule of Law Index 2022) nos muestra que en muchísimas naciones, la percepción de la corrupción en los sistemas judiciales es alarmantemente alta. Según este documento, más del 50% de los encuestados en algunos países creen que los jueces y los magistrados son influenciables por el dinero o por las conexiones políticas. Vaya sorpresa, ¿verdad? Pues bien, estas estadísticas señalan la urgente necesidad de una reforma en los sistemas judiciales: la falta de confianza en la justicia no solo ha socavado la legitimidad del sistema estatal, sino que también ha erosionado la cohesión social al mismo tiempo que alimenta a perpetuidad la impunidad. La conclusión obvia sería decir que es crucial contar con funcionarios judiciales que sean probos, honestos, cultos y eficientes, pero justamente, por ese afán de perfección general es que siempre estamos estancados en la misma situación. No cabe duda de que un buen sistema judicial es esencial para la salud de cualquier sociedad puesto que, desde el derecho romano hasta las teorías contemporáneas, la justicia ha sido considerada un valor fundamental que debe ser protegido y promovido. La integridad, la imparcialidad y la eficiencia de los funcionarios judiciales son elementos clave para asegurar que la justicia se administre de manera, valga la redundancia, justa y equitativa.
En un mundo cada vez más deshonesto, más inmoral (sí, esta vez no voy a decir «más complejo») y globalizado, la necesidad de contar con un sistema judicial sólido y confiable es más urgente que nunca: es hora de reforzar nuestros sistemas judiciales, no sólo como un deber legal, sino como un imperativo moral si queremos sostener el tejido de nuestra sociedad. La justicia no es, solamente, una virtud abstracta o un ideal filosófico inalcanzable, sino una necesidad fundamental para la convivencia humana y el bienestar comunitario. A pesar de los tremendos desafíos que enfrentamos, desde la repugnante y permanente corrupción hasta la patética inequidad, el ideal de
justicia sigue siendo una brújula que debería guiar nuestras acciones colectivas hacia un futuro más justo en el que no sea tan difícil dirimir entre una víctima y un victimario. Nos despedimos con la sugerencia de Rawls, quien indicaba que la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, y es responsabilidad de cada generación no solo preservarla, sino también ampliarla y adaptarla a las nuevas realidades, sin perder de vista el norte, que siempre es claro: la verdad.
Las reformas necesarias desde un punto de vista jurídico, el fortalecimiento del estado de derecho y la promoción de una cultura del trabajo, la justicia y la equidad son instancias indispensables para que empecemos a pensar en construir una sociedad más justa y digna. En última instancia, queridos lectores, la justicia no es una meta fija, sino un proceso continuo de perfeccionamiento y compromiso con los principios de igualdad que nos garantice el cumplimiento y garantía de nuestros derechos a la vez que nos exija a todos por igual ante el incumplimiento de nuestras obligaciones. Cada acción justa, cada reforma legal justa, cada funcionario corrupto apartado de su cargo y cada delincuente condenado con juicio y pruebas detenido, contribuyen a un mundo donde el respeto por la dignidad humana y los derechos fundamentales no sea una excepción, sino la norma común. Así, y sólo así, la justicia deja de ser una aspiración para convertirse en la realidad vivida día a día.