Pasiones y repulsiones de Don Pío Baroja y Nessi

octubre 14, 2023
Don Pío Baroja y Nessi

 Porque lo posible no es más que lo real con un acto del espíritu que arroja la imagen en el pasado una vez que se ha producido.

El pensamiento y lo moviente, Henri Bergson

Yo creo que, cuando Francisco Umbral, Pacumbral, escribió eso de que (en Las palabras de la tribu y otros lugares…) Don Pío Baroja era «un escritor de mesa camilla» estaba pensando en el ensayo de Juan Benet acerca de la vejez de Baroja, cuando recibía en su casa de la calle Alarcón de Madrid una tertulia atípica y pintoresca en la que el novelista -¿me equivoco o sólo tiene un poema, en prosa para más señas, y para colmo tristísimo y consagrado al sonido de un instrumento musical…?- se acomodaba en su butacón, y parecía perderse en las palabras de sus invitados como un ocioso flâneur en una tienda de antigüedades? Porque si Umbral lo hubiera pensado dos veces, se hubiera percatado de que Baroja viajó mucho, más que el polígrafo hijo de Greta Garbo, y que desde su mesa camilla concibió viajes aún más vastos, como los de su pariente el conspirador Avinareta, los de la buena estrella del Capitán Chimista, los de Zalacaín, los de Juan Van Halen o los del vasco emprendedor de los mares de las Antillas —se me disculpará citar todo de memoria — Shanti Andía. Esa mesa camilla de casa humilde y olor a puchero debiera, pues, ser trasladada al Panteón de los Ilustres, y figurar junto al oso universitario de Lord Byron, el salacot de Rudyard Kipling o la copa de Papá Doble de Ernest Hemingway, que por cierto fue a visitar a Don Pío en el lecho de muerte. De modo que Umbral, una vez más, sacrificó la verdad a una buena frase, en su aspiración a escandalizar al público lector como si de un nuevo Charles Baudelaire u Óscar Wilde se tratase, cuando en realidad todos somos escritores de mesa camilla, la diferencia estriba más bien en quienes llenan su odre del perímetro inmediato en que han nacido, como Gustave Flaubert o Clarín, y quienes hacen del horizonte entero su predio literario, como J. W. Goethe o Joseph Conrad. Las novelas de Baroja, las de verdad y no únicamente la lóbrega y autolítica El árbol de la ciencia, están sembradas de lugares y personas que aparecen de improviso, que a veces duran y otras veces se volatilizan en cuestión de un capítulo, y por tanto (sobre todo, que yo sepa, en la trilogía Agonías de nuestro tiempo, donde los encuentros y desencuentros, conversaciones y soledades se suceden con el mismo orden y concierto de la vida real, es decir: ninguno) que hacen de Baroja uno de nuestros escritores más cosmopolitas por tierra, mar y aire, por no decir más abiertos a la sorpresa y vagabundos de la literatura española, pese a su reputación de soso y descuidado a la hora de redactar. Ni siquiera es cierto que los protagonistas de Baroja sean individuos (y Baroja insistió mucho en el valor absoluto del individuo, a la manera de Max Stirner, en el prólogo a la trilogía de Las ciudades) pasivos y melancólicos, al contrario: son verdaderos héroes, en el sentido de que, con la excepción de Andrés Hurtado, logran sobreponerse al fatalismo de su creador para seguir adelante arrastrando quizá los pies por su azacaneada existencia, pero con una curiosidad tan lánguida como invencible.

A mí me parece, también, que Baroja fue más viejo cuando era joven, así como más joven cuando era viejo. Ya mayor, con una abundante obra a sus espaldas —creo recordar que sólo las novelas hacen el número de 114 —, es cuando más le atraían las aventuras, transformándose en algo así como el viejo incrédulo que sin embargo soñaba juventudes crédulas. Y es que la incredulidad, así como la misantropía, cansan y pesan sobre el propio despreciador, como ya le reprochaba tácitamente José Ortega y Gasset, que era compañero suyo de excursiones por el campo y zurrón.

El caso es muy extraño porque es Baroja un temperamento sumamente curioso, siempre ocupado con nuevos temas de todo orden. Y sin embargo su corazón –puede afirmarse– no ha experimentado nunca esas repentinas amplificaciones en que parece aumentar de volumen nuestra sensibilidad para recoger un tesoro de esencias preciosas que nos sale al encuentro y quiere entrar a borbotones. Baroja que es, acaso, el más sensible de los españoles es, a la par, uno de los hombres peor dotados de admiración. Una nueva incongruencia que viene a complicar su psicología. […] nada le ha parecido admirable: todo, en general, le ha parecido feo y sucio. Sus libros que empiezan con una intención dinámica y afirmativa acaban por ser una colección de opiniones sobre omni re scibile. Estas opiniones, casi sin excepción, son adversas y despectivas. Concluimos por convencernos de que para Baroja entender algo quiere decir menospreciarlo.

Para leer a Pío Baroja, José Ortega y Gasset, Estudios de Historia de España, XV

Esos menosprecios, esos odios, comienzan muy temprano en el temperamento de Don Pío. La trilogía de La busca, aunque desprovista del final feliz que Baroja nunca supo que existía, o que si lo supo fue también objeto de su desprecio, por lo menos estaba contada con algún entusiasmo político por el anarquismo que más adelante en su trayectoria literaria se convertirá en dandismo estético o amargura radical. El protagonista de César o nada, que recuerda ligeramente al Javier Bardem del Huevos de oro de Bigas Luna (de la misma manera que este recuerda al Pacino de Scarface), al menos cree en sí mismo, aunque al término Baroja le baje los humos de un papirotazo cruel. Más adecuado a la actitud que Baroja parecía creer que es la óptima para afrontar las adversidades de la vida me parece que es la del anti-héroe de La sensualidad pervertida, una especie de hombre al que agradan las amistades inesperadas, pero que no aguarda demasiado del mundo. Para mí, este es el perfecto retrato del propio Baroja, pero un tanto suavizado, y recuerda también a los personajes masculinos positivos y sumamente discretos de Torrente Ballester. Lo curioso es que precisamente esos años que le tocó vivir a Don Pío son años y lustros de acción, en los que bien Hemingway y Hammett, o bien André Malraux o Albert Camus, teorizaban precisamente la justicia e iniciativa del hombre hardboiled, ese que vive anegado en la pena pero que no por ello desiste de la lucha. Baroja terminó absorbiendo esa lección, tal como yo lo veo, pero no sin antes escribir cosas tan siniestras y nihilistas como Camino de perfección (pasión mística), que es de 1901 y que es la novela más desoladora del panorama español del s. XX, que ya es decir.

Camino de perfección pertenece a la trilogía La vida fantástica, como se atrevió a titularla el propio interesado, cuando no hay nada menos fantástico o mágico que la perfección malograda del hombre que busca la santidad en el contexto de la Semana Santa más negra de la Literatura Universal o las andanzas arrastradamente realistas de Silvestre Paradox, el cual bien podría estar inspirado en el Doctor Ox de Julio Verne.

Baroja es esa doble contradicción, la de hacer sufrir a sus personajes lo indecible psicológicamente hablando, pero a la hora de escribir sus propias memorias (Desde la última vuelta del camino) compone siete volúmenes, como si pensara, con Marcel Proust, que después de todo la literatura puede y debe salvar todos y cada uno de los episodios de la vida y de la Historia, o intrahistoria. O la contradicción, tan cioranesca, de sentir que nadie debiera tener el mal gusto de consentirse, vivir tras los veinticinco años, pero ya que se ha perpetrado esa cobardía, entonces ojalá durase la existencia trescientos años, para poder escribirlo todo. El dato quizá más significativo acerca del estilo vital e intelectual de Don Pío es externo a su tarea literaria, y consiste en subrayar que fue un soltero recalcitrante toda su vida. Nunca permitió que sus ansias interfiriesen en su espíritu libre, y nunca dio pábulo a una convivencia que le robase ni un solo minuto de sus reflexiones. El mismo hombre que dio a la luz aquel libelo infamante que fue Comunistas, judíos y demás ralea en plena Guerra Civil, y que en El árbol de la ciencia había escupido los tópicos más repugnantes contra el judaísmo fue el que publicó en 1951 Miserias de la guerra, y el que conoció Benet como hombre apacible que «escuchaba más que hablaba». Baroja fue, como decía Borges de Quevedo, muchas literaturas, todas desmañadas, sí, pero todas adictivas. Ortega, que le gustara o no, fue un adicto también, y encontraba en esta prolijidad un motivo de crítica, pero a la vez estoy convencido de que envidiaba su enorme capacidad. En Ideas sobre Pío Baroja dijo que,

La iniciación de un carácter, el comienzo de una descripción, un trozo de diálogo, el acierto con que un nombre fue puesto, tal opinión súbita sobre un asunto estético o psicológico, numerosos detalles, en fin, que tropezamos con alguna frecuencia en los libros de Baroja, nos invitan a cobrar fe en sus capacidades literarias. Mas la obra en conjunto no nos impresiona, a menudo nos fatiga, en ocasiones nos irrita por su injustificable caprichosidad e inconexión.

Sí, sí, pero muchos querrían tener lo que se cocía bajo esa boina.

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