Memoria: Dirigida por Apichatpong Weerasethakul
Memoria: Dirigida por Apichatpong Weerasethakul

Pasado instantáneo y condena sónica – a propósito de Memoria (2021)

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Memoria, de Apichatpong Weerasethakul, es la historia de una enfermedad que no cesa y un sonido que siempre la acompaña, aun cuando su origen, como el origen de tantas otras cosas que nos importan, nos sea completamente desconocido. Ruido y dolor se hacen uno a partir de la protagonista, quien, gravitando en un mundo que desconoce (pero que cree conocer), hace lo posible por responder ante la inquietante angustia que le aborda, una sensación metastásica que deshace la división entre mente y cuerpo, una agonía física y una dolencia espiritual, que solo puede purgarse a partir de intervención artística y un doloroso ejercicio introspectivo, que no le promete el éxito. Colombia es escenario de la odisea de Jessica, una mujer que no es de otro tiempo ni de este, cuya sensibilidad sensorial le incita (o le condena) a percibir el mundo como nadie más.

Pensemos en la premisa de Memoria. Una mujer de unos cincuenta años de edad viaja hasta el otro lado del Atlántico para visitar a su hermana enferma. Conoce poco del idioma y la zona, pero se las arregla. Desde el inicio, percibimos una mujer de costumbres metódicas, de rutina ascética, de silencios, capaz de encontrar alivio en la soledad. Sin que lo pudiese prever, empieza a escuchar extraños sonidos. Lo intenta, pero no los puede identificar. Un ruido mientras duerme, luego otro. Un ruido que no termina de manifestarse. La cámara, casi estática, se fija en Jessica y su pesquisa, y, por tanto, se enfoca en su rutina, sus quehaceres en una ciudad que no termina de comprender.

Weerasethakul hace una suerte de cine instantáneo, un cine de momentos dispersos en lugar de una trama en particular, un cine del espacio concreto y del espacio invisible, apenas perceptible por la cámara. Intenta, a partir de su estilo, cuestionar la separación entre un espacio y otro: aprovecha elementos fantasmagóricos y fantásticos como canal entre ambos espacios, filma una realidad porosa, saturada de significados, aunque estos no se vean a simple vista. Y, a su vez, en su cine siempre parece mediar la tragedia. En El tío Bonmee (2010), un hombre moribundo se reúne con su familia -viva y muerta- mientras se adentra en el bosque, donde extraños seres interrumpen la cotidianidad con su presencia, difuminando la barrera entre esta realidad y las otras. En Cementerio de esplendor (2015), ya no es la muerte de un individuo, sino la tragedia colectiva -una epidemia- la que deshace y rehace la realidad como la conocemos, la que, a partir del cuerpo y el espacio en que este habita, transmite una serie de significados que se impregnan en el ambiente, que cobran relevancia con cada mínima perturbación.

Memoria también habla de la tragedia -tanto colectiva como personal- y, a partir del permanente letargo de sus escenas, es un ejemplo notable del estilo del tailandés. Pero se distingue de otras películas suyas, entre otras cosas, por su fijación por lo auditivo, en sus distintas facetas. El cine emplea más de una experiencia y un plano de la realidad, en la medida en que implica la transformación de un espacio -la sala de cine- en un escenario cómplice de la narrativa, que se distingue de otros por la inmediatez con la que genera y produce sensaciones, inclusive contradictorias, en la audiencia. En Memoria, la capacidad sensorial del cine se explota hasta el límite razonable, dado que imagen y sonido, fotograma y decibel, encuentran validez. El sonido aparece en el film con la misma sensibilidad con la que se va. La mirada perdida de Jessica (uno de los mejores roles de Tilda Swinton) se vincula con naturalidad con el ambiente, siempre a la expectativa de que el sonido retorne, pero sin controlar su presencia.

Un sonido, por más mínimo que sea, es un índice del presente, una manifestación innegable del ahora, que establece la principal paradoja del film: la memoria, por más que se reproduzca a partir del pasado, es un elemento del presente, está en constante movimiento y transformación, y, por tanto, puede ser conciliadora y angustiante a la vez. La protagonista parece estar constantemente entre ambas opciones. Sonido y memoria se hacen uno a partir de una serie de estímulos que no pueden ser evitados, porque funcionan en una suerte de plano inconsciente e incognoscible, que podría no ser detectado por la neurociencia moderna, y que Jessica no reconoce. El sonido es poco más que una proyección fantasmagórica, una evocación que no termina de ser evocada, porque su origen es desconocido, aunque las hipótesis se acumulen.

En la película, gracias a la apuesta de Weerasethakul -que expande y ensancha los planos- se priorizan experiencias que han sido constantemente negadas por la primacía de lo visual o la dominación del texto. Entramos en un espacio en el que, desprovistos de distracciones, nos concentramos en la pantalla y sus implicaciones. El tacto y el olfato, emulados a través de la imagen, los trucos de cámara y de percepción, la selección de objetos y sujetos, que flotan alrededor de la imagen. El sonido que toma protagonismo y que se inserta en espacios imprevistos, casi como intruso. La luz y el color, artificiales y naturales, presentes en el color ladrillo de Bogotá, en el fluorescente de los museos y galerías y el verde intento en el campo. Queremos o no, la vista siempre está presente. El sonido puede ignorarse más fácilmente. Quizás por eso su impacto es mayor.

Los sonidos se contrastan y se relacionan de forma contradictoria con la protagonista. El caos de la ciudad tiene algo de armónico (también para la audiencia) en tanto que parece programado, esperable. Son ruidos mecánicos, artificiales, por lo que, en teoría, pueden controlarse y predecirse. Así no es el ruido que acecha a Jessica. El ruido seco, violento, irrumpe en el caos y aumenta la tensión. Los ruidos de la ciudad nos recuerdan que somos parte de un sistema: una pieza de engranaje dentro de un escenario de contante movilidad, de flujo de cuerpos y sonidos. Pero el sonido interior de Jessica, que le acecha por las noches y otros momentos de soledad, la individualiza, la aleja del resto y la confronta con su psique. Así como el ruido de la calle le ofrece a Jessica un lugar a donde ir, el sonido interior le fuerza a retrotraerse, a permitirse la pausa y la parsimonia. El sonido interior funciona como el silencio en la sala del hospital, como una forma de devolver a Jessica al momento presente y buscar alivio en lo que no conoce.

Los espacios por los que transita Jessica (y, por tanto, el contraste entre urbanidad y campo, de texturas muy distintas desde la imagen y el sonido), demuestran la cuidadosa selección de locaciones de su director. Y aquí la duda, dado que Weerasethakul suele rodar en su país de origen o alrededores. ¿Por qué elige Colombia? No me atrevería a dar una respuesta concluyente, sobre todo al hablar de un país que, inclusive para mí, me resulta suficientemente extraño, quizás no como Jessica, pero extraño, al fin y al cabo. Pero se me ocurren algunas ideas. Colombia, país postconflicto (o todavía en conflicto, según cómo se mire), atrapado entre una agresiva modernización y los constantes embistes del pasado, país que, en la paradoja, es siendo vibrante y dinámico, pero a la vez, por la herida, está sumido en el silencio. Claro que, como se espera en Weerasethakul (y puede ser una ventaja o desventaja de su estilo), el trasfondo político-social parece perderse en la intensidad de las escenas y la quietud de su historia. Aunque no lo queramos, la interpretación la tenemos que forzar nosotros.

Las barreras entre un lenguaje y otro se ven reducidas por los sonidos, aquello que representan, las intuiciones que invocan y las sensaciones que producen. El sonido se explica por sí mismo. El sonido no se puede replicar por completo. El sonido genera una única red de significados: aquello primigenio, que no puede expresarse por palabras, sino que existe a priori, que no podemos decodificar del todo. Acercarse al sonido no parece un proceso sencillo. Miremos, si no, el contante dilema al que se enfrentan los personajes para comprenderlo, incluso identificarlo. Arbitrariamente, se utilizan palabras que emulan el lenguaje visual para intentar explicar los sonidos. Por supuesto, ninguna palabra es suficiente para capturar el efecto sonoro, lo que implica una suerte de espacio invisible entre lo original y la reproducción, algo que la protagonista no puede controlar. Memoria, a partir de la duda de la protagonista, va sobre la distancia entre lo que se cree, lo que se siente y lo que se dice, y la imposibilidad de conciliar las tres mediante el lenguaje, que no puede reproducir los sentidos, sino recrearlos, pero la recreación no basta. De alguna manera, Memoria reconoce los límites de su propia creación.

A diferencia de otros filmes de Weerasethakul -que se localizan en espacios rurales o semi rurales- Memoria aprovecha la ciudad, no solo a partir de los sonidos que produce, sino también por sus espacios productivos, sobre todo aquellos que se vinculan al arte y demás oficios culturales. Se produce una suerte de comentario intertextual, dado que Weerasethakul -artista plástico de formación- utiliza el arte no cinematográfico (la música, la instalación y la conjugación entre ambos) para complementar su propia historia, apelando a lo que el cine no puede decir, o lo que dice de otra forma.
Los minutos finales de Memoria aprovechan la parsimonia para crear una suerte de fantasía realista, proponiendo, a partir de las vivencias de la protagonista, una suerte de súbito anhelo: la existencia fuera de las reglas lineales del espacio-tiempo, al menos, por unos minutos, la existencia de seres que pueden pensar el mundo (o los mundos) de otra manera. Una vez más, los fantasmas se trasladan al mundo de los vivos con la misma naturalidad que el sonido aparece y desaparece. Jessica conoce a un tal Hernán que al parecer no existe (o quizás si existe en su cabeza, quién sabe), en una búsqueda que le lleva a otro Hernán, que sí parece existir (o manifestarse de forma más certera), quien, recluido del mundo urbano, fuerza a Jessica a confrontar su dolor y sus memorias.

El giro, (como no podría ser de otra forma), es que las memorias que Jessica confronta no son las suyas (o no completamente), sino también las de Hernán. Así como el sonido necesita de emisor y receptor (y de un segundo oyente para comprobar su existencia), así las memorias necesitan la fuerza colectiva para seguir vivas, una suerte de encuentro sensorial entre los sujetos, en este caso, el fantasma y la protagonista. Una vez más, el sonido: no sabemos si solo está en su cabeza o si reside en un plano más allá de la realidad y es ella la única que, por azares del destino, puede escucharlo, así como puede ver fantasmas e interactuar con ellos (y hacerlo sin ninguna consecuencia). Claro que estamos antes características opuestas: disociación o hipersensibilidad, adentro o afuera.

Memoria jamás se propuso resolver sus misterios, y evidentemente no lo hace. Tampoco queda claro su propósito, o su mensaje, si podemos adjudicarle uno. Quizás el sonido funcione como una prueba a nuestra percepción. O quizás sea, como otros tantos eventos inexplicables, resultado de alguna extraña conjunción de factores sensoriales que no volverán a vincularse de la misma forma y en el mismo lugar. Y poder experimentarlos resulta dichoso, o por lo menos relevante. Pero no nos olvidemos de la reflexión que incitan las imágenes de Weerasethakul. La memoria es frágil. El recuerdo es como un sonido: viene de pronto, puede hacerse obsesivo y martillarte el cráneo, fijarse, solo para hacerse a un lado inusitadamente un día cualquiera, siendo imposible traerlo de vuelta.

Como un sonido que no puedes sacar de la cabeza, el dolor persiste. Pero, así como el ruido en el film, puede que la respuesta (y su posible efecto sanador) esté en uno mismo.

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