Por Yanis Varoufakis
El siguiente comentario fue escrito por el economista marxista, político y ex ministro de hacienda de Grecia Yanis Varoufakis sobre la primera parte del debate Catástrofe Ecológica, Colapso, Democracia y Socialismo entre el reconocido intelectual norteamericano Noam Chomsky, el exponente chileno de la nueva ideología del marxismo colapsista Miguel Fuentes y el climatólogo Guy McPherson.[1]
¿Hemos pasado los humanos el punto de no retorno en el camino a la ruina ecológica? ¿Se cierne una ruina sin fin sobre la tierra, el aire, los océanos? Espero que no, pero, independientemente de eso, no creo que importe. Lo que importa es lo que hacemos. Y cómo lo hacemos. De aquí en adelante. Hasta nuestro último aliento.
Efectivamente, tres siglos de industrialización dictados por la lógica del capital nos han empujado a una situación horrible: cualquier cosa que hagamos de ahora en adelante puede, lo reconozco, resultar insuficiente para prevenir el colapso de la sociedad humana organizada. Aun así, los humanistas radicales deberían tener acuerdo en que es necesario hacer todo lo posible para resistir el colapso de la civilización. Como me enseñó una vez un marxista de la vieja escuela, lo que es necesario nunca es imprudente, nunca es fútil, nunca es inútil, incluso si es tan difícil de lograr como golpear una bala con otra bala disparada con una pistola mientras se monta un caballo desbocado.
No soy un científico del clima, así que no diré nada sobre nuestra proximidad al punto de no retorno. En su lugar, me centraré en la economía política de lo que significaría hacer lo mejor posible en vista de nuestras capacidades y frente al colapso ecológico y de la civilización. Mi atención se centrará en lo que podemos hacer, como activistas, para ayudar a transformar las capacidades restantes de la humanidad en las prácticas necesarias, en las acciones colectivas que nos permitirán decir juntos: «¡Hicimos nuestro maldito mejor esfuerzo!».
La Batalla final
Dos son nuestros mayores obstáculos: El optimismo infundado es uno. Y el pesimismo autoindulgente es el otro. De hecho, iría tan lejos en esta discusión como para renegar de cualquier pronóstico por completo. La predicción no es nuestra amiga. Sabemos todo lo que necesitamos saber para actuar: la humanidad está en un camino hacia la ruina sin ninguna garantía de que podamos dar marcha atrás. Eso es todo lo que necesitamos conocer. A diferencia de los astrónomos que buscan predecir la trayectoria de un cometa lejano, nuestra tarea actual no es, y nunca debería ser, predecir la trayectoria del cambio climático. Los astrónomos tienen el lujo de saber que al fenómeno que estudian (el cometa) le importa un comino las predicciones de su trayectoria. No tenemos este lujo. Nuestras predicciones, en la medida en que suficientes personas las tomen en serio, son determinantes cruciales de lo que la gente hace. Por lo tanto, el fenómeno ante el cual nos estamos esforzando por comprender y controlar (por ejemplo, el cambio climático causado por la humanidad) se preocupa profundamente por nuestras predicciones y, en una vuelta de tuerca, estaría destinado a reaccionar violentamente ante ellas, lo que volvería nuestras predicciones inútiles y, potencialmente, podría hacer que perdiésemos cualquier control sobre dicho fenómeno que podríamos haber tenido.
¿Cuál debería ser nuestra tarea, una vez que hemos descartado el pronóstico? Mi respuesta es: poner fin al robo legalizado de las personas y la Tierra que alimenta la catástrofe climática y más en general el ecocidio.
¿Cuál debería ser nuestra tarea, una vez que hemos descartado el pronóstico? Mi respuesta es: poner fin al robo legalizado de las personas y la Tierra que alimenta la catástrofe climática y más en general el ecocidio. Incluso si es demasiado tarde, al menos salgamos de escena con un estruendo revolucionario. Dejemos al menos que el último sentimiento que tengamos sea que hicimos lo que pudimos, aunque sea tardíamente. Para lograr esto, debemos inspirar a las multitudes a unirse a nuestra rebelión. Pero para inspirarlos, necesitamos articular un programa que se dirija a los corazones y las mentes de las personas. ¿En qué debería consistir ese programa? Esta es la pregunta apremiante.
Ante el colapso de la civilización: la necesidad de un nuevo programa revolucionario
Nuestro programa debe evitar el exceso de optimismo y la insinuación de que el cambio climático es un problema técnico que requiere una solución técnica. Las soluciones tecnológicas “inteligentes” financiadas por finanzas públicas “inteligentes” no salvarán la Tierra sólo porque son factibles (¡incluso si lo son!). Igualmente, sería una terrible derrota para los progresistas descartar la capacidad de la ciencia, la tecnología y las finanzas públicas para ser parte de un programa que logre salvar a la humanidad y al planeta. Dejar de confiar en la humanidad y su ingenio colectivo puede ser tentador en tiempos como el presente, cuando la guerra vuelve a impulsar desenfrenadamente la industria de los combustibles fósiles. Tal derrotismo es inadmisible para los progresistas. Esta, nuestra hora más oscura, es precisamente el momento en que nosotros, progresistas, radicales y revolucionarios, debemos devolver la esperanza racional a quienes se han visto privados de ella.
Lo que me lleva al debate entre, por un lado, Noam Chomsky y, por otro, Miguel Fuentes y Guy McPherson[2]. Como siempre, cuando se trata de debates apasionados entre radicales cuyos objetivos coinciden pero que no están de acuerdo con respecto a la estrategia y las limitaciones de lo que es o no posible, es importante dar un paso atrás para dar espacio para la síntesis. En los párrafos siguientes, intentaré tal síntesis dialéctica con un propósito: establecer el terreno común que es un requisito previo para un programa compartido que inspire a las multitudes a unirse internacionalmente para terminar con el robo legalizado de las personas y la Tierra.
Permítanme comenzar con la posición de Noam Chomsky, que entiendo íntimamente porque yo mismo he sido partidario de un Green New Deal desde el 2001. Una gran inversión pública a favor de una transición ecológica de la humanidad (Chomsky sugirió un 2-3% del PIB mundial, yo lo elevo a por lo menos un 5%) podría hacer mella de manera decisiva en nuestra huella de carbono colectiva. Se pueden además acordar instrumentos financieros públicos para movilizar estos fondos a nivel mundial. Avances tecnológicos exponenciales en energía solar, eólica, hidrógeno verde, agricultura orgánica, etc. son factibles. Técnicamente (tanto en términos de ingeniería como de finanzas públicas), una transición verde efectiva es posible sin una revolución, bajo el actual sistema global de explotación. Sin embargo, la palabra clave aquí es: técnicamente.
Políticamente, no puedo ver cómo la actual “oligarquía sin fronteras” pueda permitir que ocurra hoy una transición ecológica. El “keynesianismo verde” no funcionará por las razones que Michal Kalecki dio hace décadas para explicar por qué nunca se permitiría que el keynesianismo original siguiera su curso. En resumen, porque aunque la burguesía entre en pánico y adopte políticas keynesianas (hoy “políticas keynesianas verdes”) para salvar su pellejo, en el preciso momento en que estas políticas comienzan a dar sus frutos (y mucho antes de que aquellas hagan su trabajo), las clases dominantes las abandonarán en favor de sus habituales políticas extractivas, orientadas por sus enfoques antipopulares de austeridad. Está así en la naturaleza de la clase capitalista bloquear el camino mismo que conduce a su propia salvación.
Entonces, ¿por qué personas como Noam Chomsky y yo mismo seguimos promoviendo propuestas de un “Green New Deal” o “políticas verdes” de estilo keynesiano? ¿Somos tan ingenuos como para imaginar que nuestros argumentos sensatos convencerán de buena fe a la oligarquía capitalista? Le aseguro querido lector que no nos hacemos tales ilusiones. No, la razón por la que lo hacemos es porque su mera defensa está llena de potencial revolucionario. Permítanme explicar esto comparando tres estrategias diferentes de cómo acercarnos a los muchos sectores sociales que son todavía impermeables al lenguaje de nosotros, los izquierdistas radicales, con miras a movilizarlos. Comparemos y contrastemos tres cosas que les podríamos decir a estos últimos:
- Estrategia 1: “Nada salvará a la humanidad excepto cambios socioecológicos revolucionarios que incluyan (A) la socialización de los derechos de propiedad sobre los medios de producción y (B) decisiones dolorosas sobre cómo decrecer nuestra economía en favor de la naturaleza y de nuestra vida cultural y espiritual. ¡Únete a nosotros!».
- Estrategia 2: “La humanidad está condenada. Hemos pasado el punto de no retorno. El colapso de nuestra ‘civilización’ es inevitable. Abracemos el colapso y veamos la mejor manera de organizar cualquier vida que sobreviva dentro de las ruinas”.
- Estrategia 3: “Aquí hay un montón de políticas que se pueden implementar hoy, incluso bajo el sistema existente, para destinar fondos masivos para la transición verde, para proporcionar bienes públicos básicos para todos, especialmente en el Sur Global, para erradicar las deudas impagables, para pagarte una renta básica dondequiera que vivas en el planeta, etc”.
¿La necesidad de un nuevo “Green New Deal”?
La estrategia 1 consiste en decirle a la gente la verdad desnuda sobre la necesidad de una revolución que, sin embargo, no están preparados sicológicamente para comprender, y mucho menos para poner en escena. De hecho, la estrategia 1 haría que cualquiera que aún no sea un revolucionario con tarjeta bostece y siga adelante, con la cabeza inclinada hacia el suelo, sin poder reunir ningún entusiasmo para unirse a nosotros para rebelarse en contra del saqueo sistemático de las personas y el planeta. De manera similar con la estrategia 2, que probablemente sólo beneficiará a los sicoanalistas cuya clientela florecerá, sin mencionar a los profetas del fin del mundo y la perdición cuyas congregaciones crecerán. Sólo la estrategia 3 tiene alguna oportunidad de movilizar a aquellos a quienes nosotros, la izquierda radical, ha fallado en movilizar. Aquí está el porqué.
Si las políticas de nuestro “Green New Deal” hacen sentido en la mente de personas razonables que están descontentas con las sombrías realidades sociales y ecológicas que los rodean (aunque sin ser necesariamente revolucionarias), debería ser posible convencerlos de que estas políticas, técnicamente, pueden implementarse inmediatamente. Sin una revolución. Dentro del sistema actual (como, por ejemplo, la neutralización del sector bancario de Roosevelt no requirió de un derrocamiento previo del capitalismo). Una vez que esta idea se plante en la cabeza de las personas, es plausible que les surja una pregunta radical: “Si estas cosas podrían hacerse hoy para beneficiar a la humanidad, sin una revolución socioecológica, ¿por qué en el mundo las autoridades no las están haciendo?”.
Es en ese punto en el que los oídos y las mentes de los muchos estarán preparados para la explicación que sólo los radicales pueden ofrecerles: que sí, aunque técnicamente factibles, estas políticas son ignoradas por un establishment puramente interesado en la obtención de ganancias que son maximizadas mediante métodos que destruyen vidas, ecosistemas e inclusive la propia sustentabilidad del capitalismo. Ese será el punto en el que nosotros, los radicales, tendremos nuestra oportunidad de influir en los muchos, de radicalizarlos.
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Mientras leía las réplicas de Miguel Fuentes y Guy McPherson a Noam Chomsky, me impresionó y me preocupó su aceptación de la derrota. Sin duda, entiendo su rechazo radical al optimismo sin fundamento y de aquellos que tratan el desastre ecológico como un problema técnico. Por otro lado, me parece que, si el colapso civilizatorio es la respuesta, estamos haciendo la pregunta equivocada. Que si la izquierda debe recaer en un neomalthusianismo, que pone su esperanza en la muerte como única cura posible a la plaga que sería la humanidad, hemos perdido el rumbo. Nosotros, la izquierda, fuimos derrotados a escala planetaria en 1991, y desde entonces no hemos podido recuperarnos, a pesar de ciertos momentos revolucionarios ocasionales que nos han reanimado temporalmente. Pero la venganza y el derrotismo son formas perezosas de dolor. Renunciar a la humanidad porque la humanidad renunció a nosotros, a la izquierda, es una afrenta a los valores para los que nació la izquierda.
Las ilusiones, de tipo keynesiano o socialdemócrata, tampoco son la respuesta. Sin una revolución socioecológica, la humanidad está condenada. El “keynesianismo verde” nunca se implementará en un grado equivalente a la tarea necesaria. En cuanto a las tecnologías verdes desarrolladas bajo el capitalismo, que podrían marcar una diferencia (por ejemplo, el hidrógeno verde), nunca serán desarrolladas por completo por un sistema que tiene una propensión natural a seguir canibalizando lo que queda de nuestros bienes comunes. La deliciosa ironía es que para que se implemente un “Green New Deal” completo, una revolución debe precederlo. Y ahí está la tensión: para que una revolución preceda a cualquier “Green New Deal”, necesitamos una ira racional para sintonizar con los corazones y las mentes de las personas que aún no son revolucionarias. Para engendrar esta ira racional, muchos deben estar expuestos a nuestras propuestas de políticas en el marco de un “Green New Deal”, para ser convencidos por ellas antes de ver cómo el sistema derriba estas propuestas.
Entonces, y sólo entonces podría la ira racional que es necesaria para motivarlos trepar por sus espinas, reforzándola lo suficiente como para hacer que se unan a nosotros para levantarse, en masa, contra el saqueo incesante de las personas y la Tierra.
[1] La primera parte del debate entre Noam Chomsky (EEUU), Miguel Fuentes (Chile) y Guy McPherson (EEUU) y los comentarios críticos de John Bellamy Foster (EEUU-Canadá) y Max Wilbert (EEUU-Canadá) al mismo pueden ser encontrados en Marxismo y Colapso.
[2] Una discusión complementaria sobre estas temáticas puede encontrarse en el debate “Ecosocialismo versus Colapsismo” entre Michael Lowy (Francia), Miguel Fuentes (Chile) y Antonio Turiel (España) que contó con los comentarios críticos de Jaime Vindel (España), Jorge Altamira (Argentina) y Paul Walder (Chile) publicado hace algunos años.