Nihilismo y Filosofía. Clase introductoria a Historia de la filosofía antigua

noviembre 17, 2023

Por Quintín Racionero Carmona. (Transcripción directa de Óscar Sánchez).

La filosofía es la confianza histórica occidental en que existen discursos verdaderos capaces de reflejar la realidad, y esta es una confianza pragmática, moral, ética, emplazada con el fin de evitar en lo posible la violencia de los discursos enfrentados.

Se dice, así, que lo que es verdad no es la percepción o lo percibido (que, de por sí, no es categorizable), sino la mediación, o sea, el discurso intermedio que se interpone entre la cosa y la razón: un elemento nuevo, el enunciado, al que corresponde propiamente la verdad o la falsedad. De este modo, para que el discurso resulte verdadero hay que saber cómo ese elemento se corresponde con la naturaleza: si la relación del conocimiento y la cosa se confirma como una relación objetiva, entonces el discurso es verdadero. En otras culturas no se ha dado esta justificación compleja de la mediación, pues se tenía una confianza religiosa en la posesión de este conocimiento privilegiado por parte de alguna suerte de gurú. Entre nosotros, ciertos lenguajes -discursos- son considerados mediaciones epistémicas válidas, únicas y adecuadas, que trascienden e invalidan los lenguajes convencionales. La filosofía necesita que esta relación sea dogmática, legitimada, que supere las objeciones del escéptico, y no que sea una mera fantasía sin fundamento. Las «ideas» en Platón, por ejemplo, son una función X que fundamenta la realidad. A partir del s. XVII, se ha distinguido entre la relación epistémica (ciencia) y su justificación (filosofía), y esto es absurdo, puesto que no hay nadie más filósofo que un científico. Isaac Newton, pongamos por caso, necesitó en cierto modo y en cierto momento una nueva fundamentación para su ciencia; justamente en la ciencia, la filosofía encuentra su lado más potente. En la actualidad, somos más ilustrados y ya no creemos en las verdades griegas o cristianas en general, pero sí perdura aún esta confianza en los discursos legitimadores y epistémicos que refrendan la ciencia –de hecho, se han acumulado ya muchos de ellos.

Aunque también se puede observar fácticamente que los discursos únicos están cayendo rápidamente en descrédito. Aristóteles decía, en contra de los escépticos, que el no encontrar aún un discurso válido no significa no lo haya, sino solamente eso mismo: que todavía no se ha encontrado. Mientras perdure la fe en la ciencia, ésta será sostenida por una ontología y viceversa. Wittgenstein, por su parte, creía que lo que no se puede comprobar no se puede saber con certeza si es verdadero o falso, no se puede, pues, rechazar ni aceptar, y por tanto no hay verdadero conocimiento de discursos de legitimación (una especie de conocimiento del conocimiento), sino que son búsquedas de la razón para fundamentarse a sí misma intentando justificar algo en lo que ya previamente cree. Así, cuando Parménides identifica en su poema el pensamiento –noein– con el ser –on-, no lo razona largamente como hace Platón, sino que lo recibe como una orden impuesta por la diosa. De nuevo para Wittgenstein, el discurso legitimador afirma casi como un artículo de fe: son relatos ficticios que no aportan conocimiento ninguno, sino sólo poder práctico. La lógica secreta de la historia sólo se revelará cuando termine la propia historia (Hegel)[1]1… Las revoluciones intentan acabar con la irracionalidad histórica para instaurar una razón ahistórica (Marx)… A Dios sólo lo conoceremos al morir, etc., etc. (Humanismo cristiano).

Todos estos discursos metafísicos, que sitúan la verdad en otro lugar o en otro tiempo –meta/física: más allá de lo físico empírico-, ya no tienen crédito, se han agotado. Lo que se presenta, en cambio, en la actualidad, es la necesidad de la no-legitimación («De nada sirve que muera Dios si aún creemos en la gramática», escribe Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos), y, de esta manera, se acaba también con la fe ciega en la ciencia. El mundo científico, de hecho, percibió esto en mitad del s. XIX: la matemática era el paradigma de la episteme y de la segura y definida verdad, y en este mismo periodo empieza a derrumbarse, como veremos someramente después. Se trata ahora de hallar un sistema epistémico no basado en una justificación, que nazca a partir de la no-justificación, como ha reclamado Heidegger. Pensar más allá de la filosofía, este es el proyecto del futuro.

El estado presente de la realidad es una crisis con la tradición en la que se fundamenta nuestra cultura. Si la relación entre objeto y cognoscente quiere ser epistémica y no solamente narrativa, se precisa de una legitimación clara de los juicios epistémicos. El discurso de la legitimación hace única la episteme válida y la convierte en relación universal y necesaria de conocimiento. En la actual crisis, a los discursos se les otorga la categoría de mitos, de modo que no hay diferencia sustancial con la época previa al logos presocrático. No es ya un nuevo escepticismo que combatir con un nuevo discurso filosófico, sino una invalidación irreversible del concepto mismo de «discurso legitimador». Un caso histórico: en mitad del s. XIX, C.F. Gauss recibe una carta de un padre acerca de su hijo, Bernard Riemann, en la que incluye unos cálculos en los que no encuentra error pero que dice que han de ser forzosamente equivocados. Estos tratan sobre el estatuto geométrico de las paralelas.

«Por un punto ajeno a una recta sólo puede pasar una y una sola paralela a esta»

Esto no es para Euclides un axioma, porque aun siendo evidente combina dos conceptos, ni tampoco un postulado, que no es evidente, sino que sólo sirve para validar un sistema. Riemann, reduciendo al absurdo, encuentra que con el postulado «por un punto ajeno a una recta no pasa ninguna paralela» se dan unas ecuaciones lógicas en las que se cumple la relación a pesar de la aparente evidencia de su imposibilidad. No obstante, la Teoría Especial de la Relatividad se cumple únicamente con las ecuaciones de Riemann, y en absoluto con la geometría euclídea. Hechos como este acaban, al menos parcial o momentáneamente, con la identidad parmenídea entre pensar y ser. Las facultades de Medicina empiezan entonces a investigar la multiplicidad de las sintaxis. Otra dificultad fue la teoría de choques, al demostrar que la gravedad no puede explicarse simplemente por atracciones, y que se necesitan también choques, para lo cual se inventó el Éter y una ontología sustentadora que da razón de tales dificultades. Los objetos se expanden y emiten partículas, se difunden, pues, por tanto, nada es, sino que todo cambia, de manera que el objeto de conocimiento varía y se hace ignoto. No salva la mecánica tradicional como pretende, sino que los hallazgos de la propia actividad científica vuelven a socavar la identidad filosófica tradicional pensar = ser.

Hoy se piensa que la ciencia es una actividad del hombre con las cosas nacida de los intereses concretos y de la manipulación útil del entorno, de modo que ya no hay legitimación ni relación con la filosofía –rigurosamente, al menos. Los discursos se han hecho plurales, inconmensurables, fragmentarios, estratégicos. Se crean continuamente lenguajes naturales y artificiales que describen y postulan diferentes realidades. Un objeto ya no se concibe en sí, sino como manipulable tecnológicamente: un ordenador con un lenguaje propio selecciona qué es útil o manipulable para el hombre y en cada ciencia particular este interés es diferente. Ya no se busca la Ciencia de las ciencias, aquella que aúne todos los conocimientos: la ejecutoria científica ya no se apoya en ninguna legitimación universal. Qué lenguaje apliquemos a la praxis depende no de su validez, sino de su utilidad en el campo concreto al que se aplica. Son los modos racionales, por tanto, modos históricos y plurales, no estructuras necesarias. Ya los primeros griegos concibieron la mántica (adivinación de entonces) como dominio de la naturaleza, y ahora se piensa útilmente este conocimiento, pero como contingente. Los hindúes, por ejemplo, entienden de otra manera, en su caso inmovilista, la actitud ante la naturaleza, también percibida como contingente. Antes de esa operación de apercibirse de esta contingencia, el hombre ha impuesto su «verdadero» sistema a otros, calificándolo como la «verdadera» civilización, y concibiéndola, en consecuencia, como superior: es la tiranía inherente a la concepción de la episteme. Ahora se comprende que no hay que imponer una mitología a otra, y que no existe el derecho a imponer la verdad, puesto que muchas formas de vida son posibles. De manera que es extraordinariamente difícil orientarse ahora en la multiplicación de la subjetividad, en el mundo casi infinito de las informaciones interesadas. El Nihilismo es el nombre de esta ruptura con los relatos de la legitimación, que hace de nuestro Fundamento el No-fundamento, la Nada: frente al ser está ahora la nada. Lo que significa que el significado del concepto es el uso social del concepto, no más que un juego de intereses entre los hombres. Los hombres vivimos menos en un entorno natural que en uno histórico-social, y esto es algo que sabemos desde hace muy poco, que es inédito en la historia del pensamiento. Antes se concebía la historia como un freno a la naturaleza, como un impedimento para experimentarla y vivir conforme a sus leyes. Así, los discursos de la legitimación han conocido dos formas fundamentales: primero, la identidad filosófica pensar = ser, en la cual toda mediación histórica -y, por tanto, relativa- es superflua y debe ser superada, excluida, destemporizada; y segundo, la concepción opuesta de la filosofía como patología a favor de la historia como medio físico y la humanización hasta de las verdades: la nada, por consiguiente, como fundamento de la legitimación única. Los colonos norteamericanos se sorprendían al comprobar que las tribus nativas respetaban a las tribus cercanas en sus creencias religiosas, con tal de que creyesen en algún dios, cualquiera que este fuese, del cual no parecían necesitar definición absoluta.

Nuestra época se caracteriza por la interrogación por los relatos de legitimación y la puesta en suspenso sobre su verdad; antes no era así, se operaba siempre en la convicción de un firme fundamento. Uno de los relatos legitimadores más duraderos era la creencia en Dios como aspiración de conocimiento; podemos suspender la variabilidad de la historia porque Dios existe por encima de ella. De modo parecido, a Parménides la diosa Alétheia le saca de la ciudad, vuela sobre los hombres de dos cabezas (opiniones discordantes) que la pueblan trascendiendo su subjetividad, la contingencia de sus pareceres. En la Modernidad se suspende este Dios pero se instala el dios de la Razón, que halla su fundamento a partir de la subjetividad humana (Descartes). El siguiente discurso se da ya en plena Ilustración: no se necesita a Dios, pues no descubrimos las cosas como ellas son, quedando en el fondo como incognoscibles, pero esto no impide que la Razón no pueda inquirir sobre la naturaleza, apresarla intuitivamente mediante categorizaciones del Entendimiento, universalizarla con cargo a la Razón misma (Kant). De esta manera, se recuperaba para el ser un fin práctico: el ser era lo racional y frente a ello lo irracional era un obstáculo práctico para la suspensión de la historia (Fichte, Hegel y Marx). La Revolución comunista abole la irracionalidad histórica e instaura para siempre una traducción de la esencia objetiva del hombre -por eso la Revolución es el concepto más potente de la Ilustración, y no la Ciencia Moderna. Y la civilización era la tarea de imponer la razón objetiva a otras culturas, implantando con ello la idea adecuada, racional, de la realidad del ser «hombre». La Declaración de los Derechos Humanos fue hecha a finales del s. XVIII y corre por estos cauces.

Pensar filosóficamente es intentar hacer episteme, es intentar llegar al final del análisis de un identidad concreta o abstracta (A = b, c, d, e, etc…), una confianza, por tanto, en la determinación y la necesidad en la naturaleza sin margen a la libre producción y a la contingencia. Pero si nada está cerrado por determinación alguna, hay que tomar la no-determinación como principio ontológico y a las determinaciones históricas como principios humanos (la Voluntad de Poder en Nietzsche). Si el principio mismo de la determinación es indeterminado, la identidad es intercambiable, lo que puede dar lugar al Mal (si se identifica, por ejemplo, «mujer» con «zorra», «fregona», etc.) o a la Nada. El Superhombre nietzscheano determina sus propios principios, hace de su vida una obra de arte, toma a su voluntad las posibilidades que están a la mano –y que siempre vuelven: Eterno Retorno. Es, pues, un nihilismo activo, con voluntad de determinación: lo que no imaginó Nietzsche es que podría darse una voluntad de indeterminación en todo, no sólo contra los valores establecidos. En la obra de Nietzsche desaparece la unión entre nihilismo y moralidad, ya que para él toda teoría es una representación de la práctica, y no al revés, y por tanto en toda posibilidad realizada hay Voluntad de Poder. El Superhombre ejerce la suspensión de las voluntades generales en beneficio de las voluntades particulares. Según Nietzsche, en conclusión, el nihilismo debe dejar atrás a la filosofía -y no al contrario- para poder superarla; la filosofía no es más que moralidad que se finge resultante de un discurso válido, lo cual es una falsificación y, sobre todo, un planteamiento negador de posibilidades vitales. Fueron los griegos antiguos los creadores de la filosofía, de la metafísica, de la idea de un discurso y un sistema de mediación fijo e inmutables, que es el comienzo de Occidente en tanto que Occidente es su filosofía por ser el factor más constante en la historia de sus autorrepresentaciones, y por es imperativo estudiarlos siempre a fin de conocer a fondo lo que queremos repensar en el tiempo del nihilismo.


[1] Adenda: La Historia entendida como un mecanismo autónomo que se desarrolla o despliega según sus propias leyes inmanentes, como un ser ella misma que tiene una lógica interna por encima de los acontecimientos reales, un flujo único del que todo forma parte bajo nexos racionales de causalidad. En los años ´50, en las últimas boqueadas de la filosofía de la historia, Carl Hempel llegó a decir que la historia se sucede por «leyes de caso único». Es decir, no como en un laboratorio en que puede reproducirse las condiciones del experimento para que las mismas leyes produzcan el mismo resultado en substancias numéricamente distintas, sino leyes que sólo son válidas para un solo caso. Pero es claro entonces que una ley de caso único para el devenir histórico no se diferencia en nada con narrar simplemente la historia tal y como ha acontecido.

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