Naphta vence a Settembrini

octubre 16, 2024

¡Obediencia ciega! ¡Disciplina de hierro! ¡Violación de la individualidad! ¡Terror!… Era el reglamento militar de Federico de Prusia y de Ignacio de Loyola, devoto y estricto hasta derramar sangre por sus principios.
Naphta, La montaña mágica, pág. 678, edición 2012.


¡Cuánto romántico suelto entre las gentes de letras, aficionados tanto como profesionales! Romántico en sentido, claro, decimonónico, no de Megan Maxwell. Porque el siglo XIX fue Naphta, pero también fue Settembrini, los inmortales parloteadores peripatéticos que se disputaban el concepto de la naturaleza humana en La montaña mágica de Thomas Mann.

Aunque Naphta, el oscurantista anti-moderno, estaba trazado por Mann de un modo más carismático y misterioso, a pesar de todos los pesares, yo me quedo y me quedaré siempre con Settembrini, el devoto del progreso, si es que, como Hans Castorp en la novela, tuviese que elegir. Settembrini es Julio Verne; Naphta es Dostoievski, por poner un analogado en la imaginación literaria occidental. Quiero decir que Dostoievski, sin duda, es genial, pero Verne es habitable, o, si se quiere, al revés: Dostoievski es radicalmente inhabitable, mientras que Verne es sencilla ilusión y luz del día.

Propongo para mi elección un argumento fácil, nada pedante o rebuscado, más que un argumento, una prueba, la siguiente: ¿en cuál de ambas parejas educaría a sus hijos? Sin embargo, y contra todo pronóstico, la respuesta que el mundo actual daría a esa hipotética pregunta se inclina cada día más hacia las fascinantes tinieblas, o sea, hacia el sibilino Naphta y hacia el irracionalista Dostoievski.

Esta misma mañana, viajando yo en un bus interurbano, oía cómo el conductor charlaba crispado con otro pasajero acerca de lo mal que está España, y ambos coincidían en rubricar todos los bulos posibles difundidos por la ultraderecha: inmigración criminal, Pedro Sánchez usa el Falcon hasta para mear, etarras y Puigdemont viviendo como reyes, tenemos más okupas en territorio nacional que aficionados al fútbol, etc. Luego se han despachado, sin cesar en su tono irritado e insultante, con las organizaciones terroristas clandestinas de la franja de Gaza, aunque no recordaban el nombre de ninguna (tampoco de ningún ministro del gobierno, por cierto), para terminar manifestando su deseo compartido de que España salga de la Unión Europea, que todo el mundo sabe que nos saca el dinero y no sirve para nada; exactamente la misma trola pintada en un autobús que recorrió toda Inglaterra y que desembocó en el Brexit.

Poco después, al llegar al trabajo, entro en clase y dos alumnos míos de Segundo de la ESO —entre doce y trece años—, uno de origen marroquí (viene al caso apuntarlo), portaban una banderita de España y debatían en torno a la gallarda figura de Don Santiago Abascal.

Tres clases después, como mis alumnos de Bachillerato de Excelencia acababan de terminar un examen y estaban agotados, propusieron abrir un debate, así que hablamos un ratito de los coches eléctricos, hasta que la cosa se desmadró y, de nuevo, les brota, a ellos también, el monotema de los inmigrantes, los okupas y el Falcon, amén de los chanchullos de Begoña Gómez, esa mujer a la que no se le imputa cargo alguno. Ni uno solo discrepa de las tesis violentas de la fachoesfera, y aunque yo, por edad, gano todas las refriegas y hasta les pongo un vídeo donde se explica la diferencia entre allanamiento de morada y okupación, lo más que recibo es el comentario despreciativo de que no digo más que absurdos… Y eso que estos son muy majos, muy aplicados y harto “excelentes”.

De verdad pienso, sin pretender ofender a nadie, que las masas en España viven aletargadas en el extraño orgullo de ser esclavas, como se delató con el “¡arriba las caenas!” frente a los franceses. Estamos incómodos con la democracia, ansiamos un amo vitalicio que decida por nosotros, eso que Sartre denominaba mala fe. Infortunadamente, Joseph Goebbels parece ser el gran maestro del siglo XXI, y Donald Trump (quien soltó el otro día que debería instaurarse en su país una purga anual como las de las estúpidas películas del mismo nombre) su más zafio pero mejor discípulo. Esto que nos ocurre en España no es “polarización”, como si cayera del cielo o como si hablásemos de pilas recargables, es algo mucho peor. Es concebir, de un modo completamente inmaduro, la política con estos tres rasgos principales:

  1. La política no es la búsqueda del bien común, la política es riña y bandería, como en el fútbol.
  2. Los medios de comunicación son neutros respecto de la política nacional, como mucho hay gente o periodistas más o menos comprometidos con una causa y a los que “se les ve el plumero”.
  3. El sentido común y la llaneza en el trato son de derechas; la izquierda, por su parte, no es más que intelectualismo dandi.

Con estos mimbres, hace falta muy poquito para que el monstruo vuelva a salir del sótano a la mínima de cambio, algo que los Naphta del mundo saben de sobra y que en cambio produce escalofríos a los Settembrini de la Tierra.

Esto que nos ocurre en España no es “polarización”, como si cayera del cielo o como si hablásemos de pilas recargables, es algo mucho peor. Es concebir, de un modo completamente inmaduro, la política…

El despertar del sueño democrático —casi nadie se engaña acerca del carácter oligárquico de nuestras democracias— va a ser, como siempre, una pesadilla autoritaria. Desde luego, eso se debe a las maniobras en la sombra de la Alt-right internacional, pero es que se diría que la gente lo está pidiendo a gritos.

La diferencia entre egoísmo y altruismo no es únicamente moral, también tiene que ver con que el egoísmo es fácil, mientras que el altruismo es sumamente difícil. Cualquiera puede mirar por sí mismo; lo arduo es sentir el peso del mundo sobre tus hombros. Y eso, por cierto, no tiene relación, o no debiera tenerla, con el intelectualismo dandi. Naphta hubiera festejado la irrupción del terraplanismo, porque a él le encantaba esa sofística que se decía capaz de defender una postura y su contraria, para así mejor generar escepticismo entre las gentes. Pero es que el terraplanismo, más que una tesis pseudocientífica, es más bien el símbolo de nuestro tiempo, puesto que representa algo así como un odio inconsciente a la Ilustración al entender que, finalmente, o bien se ha agotado, o bien no nos ha hecho un gran favor.

Todo en el mundo sigue teniendo un uso “premium”, que solo se pueden permitir los privilegiados, y un uso “no-premium” para el resto de la población, en esto como en el Antiguo Régimen. No obstante, en vez de denunciar esta situación, a los que lo intentan se les llama “ofendiditos”, y se dice que “adoctrinan”.

Esta mañana, también —me ha cundido— he leído un artículo en El debate de un señor que tenía un mapa ideológico del mundo actual completamente errado, pero que afirmaba que la plaga que malogra el mundo es el “sentimentalismo” de la cultura woke, un sentimentalismo terrorífico y destructor, por lo visto. Según él, para combatir a esa gente que abraza árboles o se compadece de los desfavorecidos hay que regresar a la fe y a la dureza, que entiendo que será como regresar a los buenos tiempos del señorito Iván de Los santos inocentes de Miguel Delibes. Es decir, a los tiempos de lo que Nietzsche (que se esconde también bajo la capucha de Naphta) y más tarde Weber denominaron “especialistas sin espíritu, vividores sin corazón”.

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