La literaliedad, siendo como es un hecho plural, exige una teoría pluralista.
Gérard Genette, 1991
Desde mi larga y profunda experiencia de no haber salido de mi barrio en los últimos seis años, creo que puedo afirmar que en todo este tiempo de concienzuda reflexión confinada, las únicas tres verdades absolutamente incontrovertibles que me he encontrado, válidas aquí y en Pekín como quería Descartes son: que siempre, pero siempre, debes echar dos cazos de agua por cada uno de arroz; que nunca, pero nunca, debes jugar al póker con un tipo con nombre de ciudad; y, sobre todo, y esto no puede olvidarse ni en mitad de un temporal de granizo, que lo peor de los filólogos es que creen que los libros los han escrito para ellos.
Y no, claro, pero algunas editoriales parecen pensar que sí, y nos adoban el texto correspondiente (ya sólo llamarlo «texto» tiene mucha filología académica detrás, plúmbea para más señas) con notas aclaratorias al pie, a menudo sumamente indicadas para un párvulo, y prólogos del profesional encargado de la edición que no son más que extractos de su tesis doctoral, esa que jamás hubiera sido editada por nadie de no hallar un lugar de reposo eterno en la peana de un genio.
Este no es el caso, desde luego, de la novelilla -por el tamaño y la ligereza de su espíritu lo digo- de mi amigo Francisco J. Fernández, Nanna, de resonancias no buscadas (no todo va a ser intertextualidad, diga lo que digan los deconstruccionistas: también habrá que regar esos cuatros tiestos…) con el clásico de Émile Zola. Título, pero también nombre de mujer, Nanna es una nouvelle deliciosano únicamente en el sentido francés tradicional, sino también en el más mundano de que se le hace corta a su embelesado lector. Hondo y jubiloso, como un fruto en sazón, el relato de la vida de Nanna tras quedar no tan tristemente viuda nos lleva de aquí para allá, aunque nunca demasiado lejos del cuerpo ávido y lozano de su disfrutona protagonista. En estas páginas, ágiles y exuberantes, Francisco J. Fernández acierta a introducirnos en su mundo, que tal vez pudiera ser calificado de «neorrural» (sin el neo supongo que lo «paleo»-rural sería Delibes, no Pereda) pero siempre que acojamos tal categoría como una variedad silvestre, más que como una moda narrativa ya algo veterana.
Lo neorrural, sin embargo, suele ser en España por lo general acre y duro, mientras que Nanna es descarada y festiva. Hoy por hoy, Diógenes de Sínope sería una mujer (lo cual es todo menos descabellado, porque existió una filósofa cínica, Hiparquía de Meronea), y con su fanal encendido lo que busca las noches de ofuscación e insomnio es el rostro de la verdadera mujer. Esta novela indaga también en esa pregunta, y lo que se responde, creo, es que hay que hacer de la propia vida no una obra de arte, como querían los románticos, sino una obra de alegría, como quiere casi todo el mundo -y una industria enorme vive de eso, de vender sucedáneos de la alegría, taponando así toda posibilidad de adquirirla, porque si no no se renovaría la insatisfacción al día siguiente y el negocio terminaría.
Nanna me recuerda a aquel Panza de burro de Andrea Abreu que tanto nos gustó hace uno o dos años, por la riqueza del lenguaje de Fernández y por el colorido local, aunque aquí los personajes tengan todos ellos nuestra edad, que representaba la flor de la vida para los griegos antiguos (para ellos, el acmé, el florecimiento de toda vida humana, rondaba allá por la cercanía de los cincuenta…) Nanna es, incluso, tan explícita con los asuntos de bajos como lo fue Panza de burro, o como lo fue, en un alarde de honestidad pionero, el Ulises de Joyce, o, quizá antes, el Tom Jones de Fielding, grandes novelas que forman parte incuestionable del canon occidental pese al escándalo que desataron en su momento. Aseguraba Antoine Compagnon que:
«La literatura es la literatura, aquello que las autoridades (los profesores, los editores), incluyen en la literatura. Sus límites cambian en ocasiones, lenta, moderadamente, pero es imposible ir de su extensión a su comprensión, del canon a la esencia» (El demonio de la teoría, pág. 51).
Yo espero para esta Nanna ambos reconocimientos: el del canon y el de la esencia.
Canon y esencia suenan demasiado solemnes. Me conformo con hacer pasar un buen rato y que las dobleces de las páginas sean muchas.