Estupefacto, la voz se apaga en mi garganta y se erizan mis cabellos.
VIRGILIO, Eneida, II, 77.
No soy buen naturalista según dicen, y desconozco por qué suerte de mecanismo el miedo obra en nosotros. Es el miedo una pasión extraña y los médicos afirman que ninguna una otra hay más propicia a trastornar nuestro juicio. En, efecto, he visto muchas gentes a quienes el miedo ha llevado a la insensatez, y hasta en los más seguros de cabeza, mientras tal pasión domina, engendra terribles alucinaciones.
Dejando a un lado el vulgo, a quien el miedo representa ya sus bisabuelos que salen del sepulcro envueltos en sus sudarios, ya brujos en forma de lobos, ya duendes y quimeras, hasta entre los soldados, a quienes el miedo parece que debía sorprender menos, cuantas veces les ha convertido un rebaño de ovejas en escuadrón de coraceros; rosales y cañaverales en caballeros y lanceros, amigos en enemigos, la cruz blanca en la cruz roja y viceversa.
Cuando el condestable de Borbón se apoderó de Roma, un portaestandarte que estaba de centinela en el barrio de San Pedro, fue acometido de tal horror, que a la primera señal de alarma se arrojó por el hueco de una muralla, con la bandera en la mano, fuera de la ciudad, yendo a dar en derechura al sitio donde se encontraba el enemigo, pensando guarecerse dentro de la ciudad; cuando vio las tropas del condestable, que se aprestaban en orden de batalla, creyendo que eran los de la plaza que iban a salir, conoció su situación y volvió a entrar por donde se había lanzado, hasta internarse trescientos pasos dentro del campo. No fue tan afortunado el enseña del capitán Julle, cuando se apoderaron de la plaza de San Pablo el conde de Burén y el señor de Reu, pues dominado por un miedo horrible arrojose fuera de la plaza por una cañonera y fue descuartizado par los sitiadores. En el cerco de la misma fue memorable el terror que oprimió, sobrecogió y heló el ánimo de un noble que cayó en tierra muerto en la brecha, sin haber recibido herida alguna. Terror análogo acomete a veces a muchedumbres enteras. En uno de los encuentros de Germánico con los alemanes, dos gruesas columnas de ejército partieron, a causa del horror que de ellas se apoderó, por dos caminos opuestos; una huía de donde salía la otra. Ya nos pone alas en los talones, como aconteció a los dos primeros, ya nos deja clavados en la tierra y nos rodea de obstáculos como se lee del emperador Teófilo, quien en una batalla que perdió contra los agarenos, quedó tan pasmado y transido que se vio imposibilitado de huir, adeo pavor etiam auxilia formidat, hasta que uno de los principales jefes de su ejército, llamado Manuel, le sacudió fuertemente cual si le despertara de un sueño profundo, y le dijo: «Si no me seguís, os mataré; pues vale más que perdáis la vida que no que caigáis prisionero y perdáis el imperio.»
Expresa el miedo su última fuerza cuando nos empuja hacia los actos esforzados, que antes no realizamos faltando a nuestro deber y a nuestro honor. En la primera memorable batalla que los romanos perdieron contra Aníbal, bajo el consulado de Sempronio, un ejército de diez mil infantes a quien acometió el espanto, no viendo sitio por donde escapar cobardemente, arrojose al través del grueso de las columnas enemigas, las cuales deshizo por un esfuerzo maravilloso causando muchas bajas entre los cartagineses. Así, afrontando igual riesgo como el que tuvieran que haber desplegado para alcanzar una gloriosa victoria, huyeron vergonzosamente.
Nada me horroriza más que el miedo y a nada debe temerse tanto como al miedo; de tal modo sobrepuja en consecuencias terribles a todos los demás accidentes. ¿Qué desconsuelo puede ser más intenso ni más justo que el de los amigos de Pompeyo, quienes encontrándose en su navío fueron espectadores de tan horrorosa muerte? El pánico a las naves egipcias, que comenzaban a aproximárseles, ahogó sin embargo de tal suerte el primer movimiento de sus almas, que pudo advertirse que no hicieron más que apresurar a los marineros para huir con toda la diligencia posible, hasta que llegados a Tiro, libres ya de todo temor, convirtieron su pensamiento a la pérdida que acababan de sufrir, y dieron rienda suelta, a lamentaciones y lloros, que la otra pasión, más fuerte todavía, había detenido en sus pechos.
El horror ha alejado la energía lejos de mi corazón.
ENNIO, apud CIC., Tuscut. quaest., VI, 8.
Hasta a los que recibieron buen número de heridas en algún encuentro de guerra, ensangrentados todavía, es posible hacerlos coger las armas el día siguiente; mas los que tomaron miedo al enemigo ni siquiera, osarán mirarle a la cara. Los que viven en continuo sobresalto por temer de perder sus bienes, y ser desterrados o subyugados, están siempre sumidos en angustia profunda; ni comen ni beben con el necesario repeso, en tanto que los pobres, los desterrados y los siervos, suelen vivir alegremente. El número de gentes a quienes el miedo ha hecho ahorcarse, ahogarse y cometer otros actos de desesperación, nos enseña que es más importuno o insoportable que la misma muerte.
Reconocían los griegos otra clase de miedo que no tenía por origen el error de nuestro entendimiento, y que según ellos procedía de un impulso celeste; pueblos y ejércitos enteros veíanse con frecuencia poseídos por él. Tal fue el que produjo en Cartago una desolación horrorosa: se oían voces y gritos de espanto; veíase a los moradores de la ciudad salir de sus casas dominados por la alarma, atacarse, herirse y matarse unos a otros como si hubieran sido enemigos que trataran de apoderarse de la ciudad: todo fue desorden y furor hasta el momento en que por medio de oraciones y sacrificios aplacaron la ira de los dioses. A este miedo llamaron los antiguos terror pánico.