Meditaciones para discernir críticamente el autoritarismo de la democracia

julio 4, 2021
autoritarismo y democracia

Meditaciones para discernir críticamente el autoritarismo de la democracia

I

Se suele dar por sentado que los regímenes autoritarios se sostienen sobre la efectividad de sus órganos represivos. Algo imposible, en primer lugar, porque por el escaso número relativo de sus miembros, incluso al contar con el monopolio de las armas, los órganos represivos no podrían enfrentarse a todo el resto de la sociedad de no haber en ella una mayoría de individuos con algún grado de consentimiento interno a la situación política en que viven. En segundo porque sus miembros, salvo en los casos en que hablamos de ejércitos extranjeros de ocupación, forman parte de esa misma sociedad, y por ello se encuentran enredados en infinitos vínculos con familiares, amigos, conocidos dentro de ella, por lo que en alguna medida también a ellos debería de afectarlos cualquier estado de insatisfacción general.

Podemos afirmar que todo régimen político se sostiene sobre un conjunto articulado de instituciones: el cuadro administrativo, ya no solo sobre los órganos represivos. Mas aquí cabe aplicar también los mismos argumentos de arriba. En última instancia, no nos queda más que admitir que es sobre el consentimiento de los individuos a la situación comunitaria en que viven, sobre una «mentalidad común», sobre una «cultura específica», que se sostienen incluso los peores regímenes autoritarios, más que sobre las bayonetas o la efectividad de su policía política.

En el caso del autoritarismo el cuadro impone las decisiones desde arriba hacia abajo, pero ese estado de cosas solo es aceptable para los gobernados desde una cierta cultura autoritaria. En caso de no existir esa cultura de nada le valdrá al gobernante multiplicar numéricamente a los integrantes del cuadro hasta los límites de lo que permite la economía, o sus ansias de poder personal.

En la democracia los gobernantes se encuentran bajo la supervisión de los gobernados, incluso más que buena parte del cuadro administrativo, mediante los mecanismos democráticos de la sociedad en cuestión. Pero de poco valdrán los tales mecanismos si en ella no impera una cultura democrática. Sin esta, los tales mecanismos acabarán por convertirse en convenientes máscaras para los peores autoritarismos.

Es por lo tanto la cultura que predomina, ese nivel básico común a todos los integrantes de la sociedad dada, no la estructura o ferocidad del cuadro administrativo, o la existencia o no de los mecanismos “democráticos”, la más segura vía para diferenciar a los regímenes políticos de manera puntual: Existen una cultura, o mentalidad democrática y a su vez una autoritaria, y en dependencia de a cuál de estas dos abstracciones se acerque más la cultura específica de la sociedad en cuestión, podrá decirse si la misma se encuentra sometida a un régimen más o menos democrático, o a uno autoritario.

II

Rasgo central de una cultura democrática es que, para los individuos que viven dentro de ella, la Ley, haya sido consensuada de manera tácita o dialogada, se encuentra siempre por encima de todos. Se confía por lo tanto en el pacto entre todos, concretado en un conjunto de reglas abstractas.

En el autoritarismo, en cambio, la confianza individual se deposita en individuos concretos, cuya voluntad la mayoría ha aceptado colocar en última instancia por encima de la de todos los demás.

Para distinguir a una cultura de otra, y por lo mismo a un régimen político de otro, es determinante fijarnos en cómo ve el individuo promedio al gobernante: En el caso del Ancien Régime, para el gobernado el gobernante ocupa el poder por decreto divino, por tanto su posición subordinada responde al propio ordenamiento del mundo; en el de los regímenes autoritarios positivistas, en una cultura en que se necesita de conocimientos específicos para cada actividad concreta, el gobernante es el especialista calificado para hacerse cargo de los específicos asuntos políticos; en las “democracias participativas”, ese regreso a medias y sutil a las sociedades pre-capitalistas, justificado en una supuesta superación del capitalismo, en parte por lo anterior, pero también porque el gobernante es el patriarca, ese carismático y paternal pariente nuestro que sabe cómo conducirnos al paraíso en la Tierra de alguna Utopía.

Por su parte en la verdadera cultura democrática el gobernante no es para el ciudadano más que un igual, a quien por consenso común de toda la ciudadanía ha otorgado su poder representativo para hacer respetar la Ley. Por sobre todo para hacer respetar las reglas que en el ágora permiten que todos puedan participar por igual en la consensuación de los asuntos comunes.

III

Característica principal en la cultura democrática es la aceptación por todos de la insalvable necesidad de echar mano de las relaciones impersonales, sometidas a reglas abstractas, como cada vez más importantes a medida que el individuo se aleja de su marco familiar, tribal, y se adentra a su vez en una sociedad global compuesta por miles de millones de individuos humanos, en la cual las relaciones humanas adquieren de manera inevitable altísimos grados de complejidad. En democracia la impersonalidad en la administración, aunque criticada en sus excesos burocráticos, es aceptada como la base sobre la que se obliga al que administra a tenernos a todos por iguales: es la base de la igualdad ante la Ley, imprescindible a toda verdadera democracia.

Contrastantemente, en la cultura autoritaria siempre existe un grado exagerado de sospecha ante dichas relaciones, a las cuales se pretenden sustituir de un modo u otro por las personales. Por tanto, una cultura es más o menos autoritaria en relación directa a su grado de preocupación por los excesos burocráticos: las culturas que se proponen erradicar las burocracias nunca son democráticas.

Es esta precisamente la explicación última de por qué en sociedades con una cultura autoritaria se prefiere el gobierno personal de los tiranos, y en las sustentadas sobre una democrática, el imperio impersonal de la Ley.

Esta distribución de la afinidad por lo personal o lo impersonal en las culturas democrática y autoritaria se presta para que los tiranos y su séquito, pretendan hacernos pasar los peores autoritarismos por más humanos e igualitarios que las democracias. Porque desde una aproximación superficial, la manera personal parece ideal para establecer entre gobernantes y gobernados una relación entre iguales, entre humanos, mientras que la impersonal se presta para lo contrario, al permitirle al gobernante administrar como si los gobernados fuesen números, no personas.

Mas el asunto aquí no es lo que quieran los gobernantes, sino lo que están dispuestos a aceptar los gobernados. El asunto no está en cómo quisiera administrar el gobernante, sin duda como si todos fuéramos ovejas marcadas con un número que él arrea a pastar, sino en cómo a él lo ven los gobernados. Lo importante no es lo que quiere el gobernante, que de tener la oportunidad siempre será el gobernar autoritariamente, sino lo que, en su concreta interpretación del mundo, y de su lugar en él, están dispuestos a permitirle los súbditos.

La realidad es que en un sistema personalista de administración se establece una falsa relación personal entre gobernado y gobernante, la cual solo sirve para fortalecer la posición del segundo al crear expectativas de trato paternal y leyendas folklóricas en la mente del primero. Así, sobre la base de sus estudiadas distinciones personales en la administración, el gobernante puede no solo acumular la suficiente masa de apoyo para imponerse sobre la Ley, sino incluso da pie a las leyendas autoritarias sobre las que todo autoritarismo se levanta culturalmente. Por ejemplo: las francesas sobre los ministros malos que siempre engañan al Rey bueno, y milagroso, que sana con solo tocar a sus súbditos.

La realidad es que en sociedades lo personal es insuficiente para hacer funcionar las relaciones humanas muy complejas que allí predominan, bastante alejadas del marco familiar, tribal, concreto de los individuos. En tales sociedades la sobrevaloración de lo personal en la administración solo sirve para justificar la ficción de que quien manda tiránicamente es en cambio un pariente muy querido. Alguien que, desde la pantalla del televisor, o desde el cuadro suyo que hemos colgado en la sala, siempre está muy al tanto de nuestros asuntos, deseos, sueños, fantasías.

La preferencia cultural por el modo personal de administrar es uno de los fundamentos sobre los que se levanta el autoritarismo. Mientras la resignada aceptación por el ciudadano del impersonal, resulta una de las bases culturales más firmes de la democracia.

En cuanto a las innegables deficiencias del sistema impersonal de administración, en esencia su burocratización excesiva, es contrarrestada en democracia por el espíritu participativo de la cultura democrática, que permite reducirlas a un mínimo tolerable.

IV

El espíritu participativo es central en la cultura democrática, mientras que está ausente, o incluso es satanizado en la autoritaria. En democracia el individuo participa porque le es una necesidad vital básica. En el autoritarismo solo participa cuando ve restringida su limitada área de vida elemental; la cual ha pactado con el gobernante, no con sus vecinos.

En el autoritarismo es precisamente la naturaleza de ese pacto la que determina que el área de vida privada solo pueda restringirse más y más con el paso del tiempo, hasta dejar al individuo atorado en un pequeño espacio insuficiente para ser persona. Sin lugar a duda ese atoro, esa reducción, es facilitada por el interés en ello connatural a todo gobernante, pero causado en última instancia por la actitud de cada uno de los gobernados hacia sus congéneres.

El caso es que en el autoritarismo el individuo es siempre lo suficientemente inconsciente de su escaso poder individual, frente al gobernante, como para albergar el anhelo irrealista de pretender pactar en solitario con este su espacio vital. En la esperanza de que así conseguirá más para sí que sus vecinos gobernados. Esta ficción central en la cultura autoritaria resulta creíble por lo que ya antes hemos dicho: que en dicha cultura el gobernado cree mantener una relación personal con el gobernante.

En la cultura democrática, por el contrario, el ciudadano está consciente de su posición desfavorable frente al gobernante; y más que nada de su relación con él de carácter impersonal. Por lo que su principal interés es hacer que el área de los asuntos comunes le permanezca abierta, para así poder consensuar con sus conciudadanos sus respectivas áreas vitales. Al pretender esto el ciudadano da pie a un ciclo auto-sostenido que refuerza más y más toda la estructura democrática de la sociedad. Ya que, al preferir pactar con sus conciudadanos, crea las condiciones necesarias para después pactar unidos con el gobernante, desde la posición de fuerza que les da la unión consensual. Con lo que se reduce al gobernante al papel de la autoridad mandatada a quien se le encarga el mantener el orden en el ágora, para que en ella los ciudadanos puedan consensuar sus asuntos comunes, y los lotes de libertad respectivos…

El espíritu participativo es, por esta vertiente, consecuencia de la comprensión de la desfavorable situación de cada ciudadano aislado frente al gobernante, y del carácter impersonal de la relación establecida entre ambos. Por su parte la falta de comprensión de ello en la cultura autoritaria se deriva de la creencia folklórica en la naturaleza personal de la relación entre gobernado y el gobernante, que lleva al primero a intentar obtener ventajas a costa de su vecino.

V

La tendencia de los individuos a asociarse espontáneamente es otra de las características distintivas de toda cultura democrática. Toda democracia sana culturalmente está repleta de asociaciones que aparecen, desaparecen, se sustituyen las unas a las otras, a impulsos de la necesidad de resolver los problemas concretos comunes que de manera incesante enfrenta la sociedad en cuestión.

Cultura democrática ideal es aquella en que para la mentalidad ciudadana el Estado solo está para hacer respetar las reglas que regulan el proceso participativo en el ágora. Mientras es a los individuos a quienes les toca asociarse en grupos de interés para consensuar las soluciones a los problemas comunes.

 

3 Comments Leave a Reply

  1. El autor de este artículo no ha visto nunca la violencia represiva. Está clarísimo.

  2. Señor José Blanco: El autor de este artículo ha sido detenido por la Seguridad del Estado y la Policía Nacional Revolucionaria media docena de veces (no llevo la cuenta exacta), ha dormido varias noches en una celda, negado a comer, ha sido citado a oficinas de la Seguridad del Estado cada vez que esos compañeros tenían problemas para conciliar el sueño la noche antes… es cierto que todavía no ha recibido unos buenos golpes, pero dada la situación actual en Cuba puedo asegurarle que muy pronto habrá superado la falta de esa experiencia…
    Solo le recuerdo que el buen intelectual no traspasa a sus líneas sus frustaciones, sus miedos, sus preferencias o sus gustos, al menos no antes de haberlos destilado en lo posible en su alambique racional. Saludos.

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