María Angeles Santa Bañeres, Universitat de Lleida
Marcel Proust es considerado por muchos críticos como el escritor más importante de su época. Incluso algunos se atreven a decir que se trata del mayor escritor de todos los tiempos.
Lo cierto es que el centenario de su muerte se halla marcado por la publicación de múltiples estudios críticos, ensayos, reediciones. Esto sucede no solo en Francia sino también en los países colindantes, señalados por la influencia de las letras y la cultura francesas.
Exposiciones, coloquios, manifestaciones de todo tipo forman un concierto polifónico entorno a su persona: París le dedica una tienda efímera, Chez Marcel, que ofrece exquisitos objetos en recuerdo del gran escritor; el Colegio de Francia organiza un coloquio sobre él, “Proust écrivain”, de la mano del especialista en su obra Antoine Compagnon, y la Biblioteca Nacional de Francia le dedica una magna exposición, “Marcel Proust, la fabrique de l’œuvre”, que presenta el trabajo de creación de su obra En busca del tiempo perdido, siguiendo paso a paso cada uno de los volúmenes que la componen y revelando los entresijos de su fabricación.
Pese a su apariencia inextricable, nos encontramos frente a un universo cuyo carácter es realmente sorprendente. El escritor da forma a un mundo del que difícilmente podemos separarnos una vez nos hemos adentrado en él, en el que la poesía se mezcla con la crítica social, la intensidad psicológica con una profunda mirada sobre la creación y el humor con la meditación sobre la condición humana y la brevedad de la existencia.
Su escritura
Proust escribe al dictado de sus recuerdos que, entremezclados, llenan la cabeza del escritor. No sigue ningún orden o, mejor dicho, sigue el orden que le imponen sus reminiscencias y sus sensaciones, el de los pequeños detalles que relata con una extraordinaria precisión y que constituyen el encanto de su obra: una flor, una sonrisa o una mirada se convierten en el tema de varias páginas.
Trata de explicarnos los hilos misteriosos que la vida teje entre los seres y los acontecimientos. Fija el tesoro de las impresiones fugitivas suscitadas por el campanario de una iglesia que surge en el horizonte, por un ramillete de espino blanco irradiando como un fuego artificial en el recodo de un camino. Rastrea con minuciosidad los menores movimientos del alma, las divagaciones del espíritu, las pulsaciones del corazón, las impresiones de nuestros sentidos. Posee el don inaudito de la observación, con una capacidad de análisis fuera de lo común. Sondea las intermitencias del corazón con agudeza.
Su obra es una obra de arte completa, total, capaz de darle eternidad a una vida efímera porque conoce a la perfección la profundidad de las almas, percibiendo con todo detalle las sensaciones, adentrándose en el carácter cambiante de la naturaleza humana. Va desgranando los motivos según aparecen en la vida del personaje objeto de su atención. Obedece a un subjetivismo absoluto: las cosas solo existen en función de lo que cada cual siente o interpreta. Las personas se hallan dominadas por el cambio y el que las observa, en su caso el escritor, es también cambio. Obedecer a ello se convierte en la matriz de la escritura.
En busca del tiempo perdido
La primera idea que preside la elaboración de En busca del tiempo perdido, su obra maestra, es la de un díptico: El tiempo perdido y El tiempo recobrado. Entre estos dos títulos se situarán los diversos volúmenes, continuamente revisados, corregidos y enriquecidos por las aportaciones del escritor. Así, desde 1908, fecha del inicio de su obra, hasta su muerte en 1922, construye lo que él mismo llamará “una catedral literaria”, iluminada por las correspondencias en el tiempo. En busca del tiempo perdido se constituye como “un edificio inmenso del recuerdo”.
Por el camino de Swann, el primer volumen, supone sus fundamentos. A la sombra de las muchachas en flor, segundo volumen del ciclo, nos presenta el mundo de las jóvenes que seducirán el corazón del escritor. Entre ellas se encuentra Albertine, que posteriormente desempeñará un importante papel en los volúmenes quinto y sexto, La Prisionera y Albertine desaparecida respectivamente. Tras la figura de Albertine se esconde la evocación de uno de los grandes amores de Proust, Alfred Agostinelli, chofer y secretario particular del escritor, muerto en 1914 en un accidente de aviación, a quien en 2021 Jean-Marc Quaranta ha dedicado una obra singular.
El tercer volumen es El mundo de Guermantes, evocación de la sociedad aristocrática del faubourg de Saint-Germain, el universo cerrado de las ilusiones perdidas. La homosexualidad es la protagonista del cuarto volumen: Sodoma y Gomorra.
El último volumen, el séptimo, es El tiempo recobrado. Para su escritura necesitará luchar contra la acción destructora del tiempo: el olvido que borra los recuerdos y la muerte, que en todo momento puede poner término a la edificación de su obra. En ella el amor y el deseo, con todas sus formas y expresiones, representan el carácter imperecedero de la condición humana, lo que subraya su índole inmortal.
María Angeles Santa Bañeres, Catedrática emérita de Filología Francesa de la Universidad de Lleida, Universitat de Lleida
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.