Cuando uno asiste –tal como ocurrió hace pocos días en el Centro Cultural Kirchner bajo la diestra batuta del director Carlos Vieu- a una de las muy poco habituales ejecuciones de la Sinfonía Nº 2 “Resurrección” de Gustav Mahler (1860-1911), puede comprender más acabadamente el interesante devenir de su manuscrito y, sobre todo, tomar una dimensión más clara de lo que se pone en juego cuando, desde la historia y la sociología de la edición, se reivindican los aspectos materiales de un texto, o cuando se subraya la dimensión objetual de una producción intelectual. En este caso, se trata de una partitura, como se sabe solo el vehículo material de la ejecución misma de la obra, la expresión por antonomasia de la música, “esa misteriosa forma del tiempo”, en el decir de Borges.
La enorme complejidad de esta pieza (de una hora y media de duración (que requiere de más de 150 intérpretes entre músicos, cantantes solistas y coreutas) y también de la matriz creativa de su compositor, quedaron plasmados en “… un manuscrito monumental y dramático escrito en el guion musical audaz del compositor, principalmente en tinta negra intensa, con algunas partes en tinta marrón o violeta (las últimas siete páginas en tinta violeta), hasta en veintiocho pentagramas por página…”[1].
Pero la obsesión del compositor por rever, ajustar y acabar su obra a lo largo de varios años –la inició en 1888 pero sufrió sucesivas intervenciones hasta 1894-, tuvo que ver no solo con el Mahler creador sino también en tanto uno de los más grandes directores de orquesta de todos los tiempos, siempre propenso a imponer de modo minucioso y exhaustivo su sello interpretativo personalísimo tanto a la hora de subir al podio para encarar obras centrales del repertorio como las propias: “… un manuscrito con hojas insertadas, correcciones y supresiones, incluido un boceto a lápiz para la apertura del tercer movimiento, junto con muchas revisiones y adiciones a la orquestación escritas en crayón azul en los tres primeros movimientos y en tinta violeta en el movimiento final…” (Idem).
Esta suerte de “manuscrito inacabado” tuvo la particularidad de conservarse inalterado, es decir, “sin recortar y sin encuadernar y conservando su forma física original”, y su devenir posterior a la muerte del compositor vino de alguna manera a contribuir no solo a consolidar el aporte de esta obra a la evolución del género y dentro de ella del lugar que finalmente se haría en la historia de la música occidental sino que puede postularse como un ejemplo claro de en qué medida la voluntad creadora del artista se conjuga, ineludiblemente, con las múltiples determinaciones históricas y sociales que hicieron que ese “texto” original se convierta en una “obra de arte”, es decir haya trascendiendo las intenciones mismas del artistas y resulte valorizada por sus diferentes públicos a lo largo del tiempo.
El devenir histórico de un objeto
En posesión primero de la viuda de Mahler, esta cedió el manuscrito en 1920 a Willem Mengelberg quien, en 1984 y en una venta privada, lo pasó a manos de Gilbert Kaplan, un financista neoyorkino que había caído rendido a los pies de la obra cuando la escuchó en 1965. Sin embargo, inmediatamente después de su adquisición, Kaplan decidió donarlo a la Biblioteca Pierpont Morgan de Nueva York. Casi refrendando el cierto fetichismo que venía envolviendo la historia de esta pieza, opinó así el gran director de orquesta ruso Semyon Bychkov: “Kaplan no fue en absoluto posesivo al respecto. Hay un espíritu en los manuscritos” (…) “…en la letra, en la sensación del papel, en las cosas que se han borrado. Pertenece al mundo entero. Sea quien sea el propietario, tiene que seguir estando disponible para las personas que realmente se preocupan por él”.
La última estación del derrotero de este objeto musical de 232 páginas anotado de puño y letra del compositor tuvo lugar en 2016, cuando fue subastado en Sotheby’s, Londres, por la cifra récord de 3 millones de libras esterlinas. “No creo que haya habido un objeto musical de esta importancia a la venta desde hace casi 35 años (…), dice el crítico Norman Lebrecht, gran conocedor de la vida y la obra del músico alemán. “Es un documento enormemente histórico. Probablemente debería venderse en una venta de arte importante en lugar de una venta de música, es así de importante”.
La reconstrucción del devenir histórico del manuscrito de la Sinfonía Nº 2 de Mahler – «uno de los mayores monumentos de la civilización musical», una vez más según Bychkov- es tal vez uno de los ejemplos más emblemáticos a la hora de comprender la significación plena de una obra de arte.
La reconstrucción del devenir histórico del manuscrito de la Sinfonía Nº 2 de Mahler – «uno de los mayores monumentos de la civilización musical», una vez más según Bychkov- es tal vez uno de los ejemplos más emblemáticos a la hora de comprender la significación plena de una obra de arte. Por un lado, la importancia de explorar y reconstruir las intenciones de su autor a la hora de producir un “texto” (en este caso, el manuscrito de una partitura) pero, a la vez, tener presentes todas y cada una de las intervenciones ocurridas luego -sobre y en torno a ese “texto”- con el fin de hacerla llegar efectivamente a un público. Tal como afirma Grier: ”El contexto social, cultural, político y económico repercute en la forma final y el significado de la obra, que solo puede ser entendida como un elemento social, más que como una entidad autónoma sometida solo a la voluntad de su creador”[2].
En todo caso, la acertadísima equiparación borgeana entre “música” y “tiempo” no debe hacernos olvidar la significación cultural que convierte a todo hecho musical en una verdadera experiencia. Volver a escuchar a este Mahler, lo hizo posible.
Notas
[1] https://es.mahlerfoundation.org/
[2] Grier, James. La edición crítica de música. Historia, método y práctica. Madrid. Ediciones Akal Música.2008.