Los primeros usos de la palabra «filosofía»

agosto 17, 2023
Mosaico romano del siglo I a.C. procedente de Pompeya, actualmente en el Museo Nacional Arqueológico de Nápoles.
Mosaico romano del siglo I a.C. procedente de Pompeya, actualmente en el Museo Nacional Arqueológico de Nápoles.

Aida Míguez Barciela, Universidad de Zaragoza

Los primeros testimonios de palabras griegas relacionadas con el substantivo “filosofía” son del siglo V a.e.c. Si es auténtico, el fragmento B35 de Heráclito ofrece el primer uso conocido del adjetivo philósophos. La traducción dice: “Es muy necesario que los hombres filósofos sean conocedores de muchas cosas”.

De acuerdo con la frase, el hombre “filósofo” –aficionado o adicto al conocimiento– debe ser un “conocedor”: hístor, en griego. Un hístor es alguien que ve o ha visto y por lo tanto conoce y es experto.

Esta designación es enigmática. Lo habitual es denominar a los expertos refiriendo aquello de lo que entienden y se ocupan –cortar madera o dirigir un barco–. Caracterizar la actividad específica de un experto mediante un verbo que no constituye ninguna especificación –ver o conocer en general– resulta en cambio extraño. Hagamos lo que hagamos, siempre estamos viendo y conociendo. Pero un navegante ve y conoce bien el mar y las estrellas. Y un carpintero ve y conoce bien la madera. ¿Qué ven bien esos hístores a los que los hombres “ansiosos de conocimiento” deberían asimilarse?

El fragmento de Heráclito no proporciona información, pero la omisión no es casual sino significativa.

Observación imparcial

Los contextos de empleo de la palabra hístor sugieren que se trata de alguien que observa con cierta imparcialidad.

En la Ilíada, un hístor presencia un proceso en el que se intenta pactar una solución justa en un conflicto entre dos partes (canto 18, versos 501-508).

Un hombre ha muerto. La comunidad se ha reunido públicamente. Los ancianos se sientan en círculo sobre piedras pulidas y dos hombres disputan a causa de la compensación a entregar o recibir por la pérdida del muerto. Ambos desean obtener del hístor una decisión favorable. En el medio yacen dos talentos de oro como premio para quien exprese la sentencia más justa de todas.

Más tarde, en el contexto de unos juegos reglados (canto 23, verso 486), el héroe Agamenón, que no participa en ninguna de las competiciones, es llamado a actuar como hístor dirimiendo una riña acerca de qué yeguas son las primeras en una carrera.

Un hístor debe conocer muy bien las reglas del juego (sean deportivos o judiciales), pero no puede ser él mismo un jugador. Participa, pero a la vez mantiene esa relativa exterioridad que es requisito de la ecuanimidad. También el “filósofo” conoce las reglas del juego y lo observa desde fuera. Es hístor, conocedor en general, pero guarda una distancia no frente a un juego cualquiera, sino frente al mundo y la vida.

Es un misterio esta distancia. De hecho, en los versos de la Ilíada en los que el hístor aparece como observador independiente no está claro de dónde ha salido este personaje ni cuál es exactamente su tarea. ¿Juzga él mismo el caso de homicidio o actúa como un garante del procedimiento?

En todo caso, los dos contextos homéricos dejan claro que un hístor es una figura de autoridad capaz de decidir en razón de su conocimiento.

El viaje “teórico”

El siguiente testimonio en el que aparece un término relacionado con la palabra “filosofía” es un pasaje de Heródoto (I, 30). Creso, rey de Lidia, se dirige a Solón, el poeta y legislador que ha escrito las leyes para los ciudadanos de Atenas.

Solón está embarcado en un viaje sin rumbo fijo (algo así como un andar errante). Se indica que la theoría –la visión, la observación– es la razón de su peregrinaje. Creso añade que Solón ha recorrido ya mucha tierra filosofando por amor a la observación. Solón no viaja para ganar nada. No se ha ausentado de Atenas porque tenga un negocio –una prâxis– en marcha, sino por el desprendimiento que permite la theoría.

El viajero rompe con su espacio de instalación original: deja atrás la tierra patria y se va. Así remonta el vuelo la búsqueda del saber. La filosofía empieza cuando las demás actividades son suspendidas, abandonadas o relativizadas. Cuando el estar inmerso en algo se interrumpe. Se filosofa cuando alguien, aunque sea provisionalmente, se queda en el aire.

No hay filosofía sin capacidad de detenerse y no hacer nada particular. Por eso en muchos diálogos de Platón la posibilidad de que haya diálogo depende del hecho de que los interlocutores tengan o no skholé, tiempo libre.

Volviendo a Solón: Heródoto precisa que la razón de fondo de su viaje errabundo es que él “hizo las leyes” para los atenienses. Quiso dejarlos solos con esas leyes, por eso se fue, para que no se reemplazase la autoridad de la ley por ninguna autoridad personal, tampoco la suya.

Escribir las leyes es el primer paso para constituir un sistema de relaciones abstractas en el que no reine ninguna autoridad personal, sino que la propia ley ostente el mando. Saber en general, observar de forma imparcial y reconocer reglas que valgan igualmente para unos y otros, con independencia de sus identidades personales de origen, son fenómenos unidos.

El género extraño: la prosa

Heródoto es él mismo un hístor. Esto significa que es un experto en realizar esa acrobacia que consiste en ver lo propio desde fuera hasta lograr incluso pronunciarse sobre los griegos desde el punto de vista de los bárbaros.

Es, además, representante de un género “literario” novedoso que toma su nombre de la observación profesional: la historíe, palabra que habría que traducir por “averiguación” o “investigación” más que por “historia”.

Este género está marcado por un alejamiento de los demás géneros (la tragedia y la comedia, por ejemplo), que incluyen música, ritmo, danza y canto. Si la neutralidad es inseparable de la actividad del hístor, su vehículo de expresión constituye una neutralización de la música, la danza, el ritmo y el canto. La historíe es lo que llamamos “prosa”: carece patrones de construcción métrica y no tiene canto ni danza asociados.

Al contrario de lo que ocurre hoy, en aquel momento escribir prosa era algo nuevo, raro y sofisticado. Por defecto, la forma de composición eran los versos. Parece muy consecuente que la prosa fuera el género propio de buena parte de ese nuevo tipo de discurso rebelde y rompedor que incluía la filosofía, la oratoria forense, la historia y la medicina antigua.

Precisamente en el tratado De la medicina antigua, atribuido a Hipócrates de Cos, se encuentra el que pudiera ser el primer uso conocido del sustantivo “filosofía”, en un contexto en el que se polemiza con “médicos y sabios”:

“Y este razonamiento suyo apunta a la filosofía, como en Empédocles y otros que, en sus escritos sobre la naturaleza, estudian desde un principio qué es el hombre, cómo se ha formado y de qué está compuesto”.

Pero no será hasta el siglo IV a.e.c. cuando la palabra adquiera verdadera relevancia, especialmente en el también polémico proyecto de escritura de Platón.

Los diálogos de Platón no tienen ritmo ni música y nadie los canta ni los baila en un lugar especial de la pólis en una ocasión festiva. Son textos escritos en prosa para todos en general y para nadie en particular, que pueden leerse en cualquier lugar y momento. Y esto, aunque nos choque, es una rareza.

La misma rareza que está ocurriendo ahora, mientras escribo un texto en prosa para un público desconocido que puede ser leído en cualquier momento, en cualquier lugar.


Aida Míguez Barciela, profesora de Filosofía, Universidad de Zaragoza

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.