Babel (2006) por Alejandro González Iñárritu
Babel (2006) por Alejandro González Iñárritu

Lo distante y lo cercano – Babel (2006), de Alejandro Gonzales Iñárritu

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Babel es un film sobre lo que nos debemos unos a otros, que no es sino lo que nos debemos a nosotros mismos.

Como una suerte de experimento antropológico en torno a las emociones y el lenguaje, el film de Gonzáles Iñárritu se entromete en vidas propias y ajenas, según la ubicación del espectador; ensancha las distancias entre un grupo y otro, aún exaltando sus coincidencias; propone un drama muy humano, sin buenos ni malos, un pequeño vistazo a la interconexión y sus contradicciones.

El dilema de Babel, a partir del guion de Guillermo Arriaga, está en la permanente tensión entre sujeto y estructura, viejo tema de las ciencias sociales y el cine, en la medida en que sus protagonistas parecen estar atados a una serie de códigos culturales y normativas sociales, que son, por partes iguales, su salvación y condena. Cada una de sus historias -atadas, por supuesto, por una tragedia- no son sino el reflejo del punto ciego de un sistema de valores y expectativas, que los sujetos deciden cuestionar con sus acciones egoístas. Constantemente los personajes no se entienden entre sí, y a veces ni siquiera quieren hacerlo. El lenguaje, tanto el suyo como otros, no es capaz de expresar lo que quieren, al menos no de forma completa. A pesar de las distancias entre una cultura/idioma y los otros, la desconexión parece una constante universal.

Babel inicia en Marruecos y termina en Japón, pero, así como están las cosas, podría haber sido al revés, o haber involucrado cualquier otra combinación de países alrededor del globo.

La cuestión está en la incapacidad de los protagonistas, expresada tanto material como simbólicamente. Los conflictos, quizás como evidencia de una posible falla de origen de la humanidad, constantemente se repiten: padres que no escuchan a sus hijos, hijos que se alejan de sus padres, esposos que ya no quieren serlo, sujetos que, egoísta e ilusamente, se vuelven agentes del caos. De hecho, a su manera, Babel está enmarcada dentro de la etnografía de las cosas: ¿qué puede decirnos el impacto de una bala cerca de Ouarzazate, Marruecos, sobre las relaciones de parentesco en Japón, o el sufrimiento de los migrantes mexicanos en la frontera con Estados Unidos? La bala -o más específicamente, el rifle que la disparó- revela el carácter friccionado y volátil de la globalización, así como las conexiones que el sistema produce, intencional o accidentalmente, entre culturas e individuos.

Las redes económicas se confunden con redes sociales y sentimentales, las deudas se expanden a partir de los pactos de confianza, las revelaciones tienen un efecto transnacional. En este constante ir y venir de productos y personas, que cambia la forma de entender la agencia y el territorio, los conflictos cobran mayor fuerza, y es tentación permanente escudarse en la incomprensión y el desconocimiento ante los daños generados. Pero los personajes saben lo que hacen, aunque no pueden -o no quieren- comprender el verdadero efecto de sus acciones.

De hecho, a su manera, Babel está enmarcada dentro de la etnografía de las cosas: ¿qué puede decirnos el impacto de una bala cerca de Ouarzazate, Marruecos, sobre las relaciones de parentesco en Japón, o el sufrimiento de los migrantes mexicanos en la frontera con Estados Unidos?

Una bala perdida impacta a una turista estadounidense en Marruecos. Su esposo, aterrado por su futuro, llamada desesperadamente a EEUU: atiende Amelia, la trabajadora doméstica de la familia, quien se ve forzada a llevarse a los hijos de su jefe consigo a México, dado que su propio hijo está por casarse. “Pagaré por una boda más grande”, dice Richard, el esposo afligido, sin entender el verdadero significado de la boda para Amelia. Ambos personajes, motivados por lo que sienten que le deben a sus familias (sobre todo a partir de carencias previas) le imponen una carga injusta al otro. Mientras Amelia se lleva a los niños a México, en Tokio, al otro lado del globo, la policía va tras la pista del rifle que se disparó en África. La policía da con una adolescente sorda, Chieko, quien batalla con la muerte de su madre y los conflictos latentes con su padre, dueño original del rifle. Aquí, como una suerte de espejo, la historia nos lleva hacia los responsables del atentado: dos niños en una creciente rivalidad por el respeto de su padre, quienes tontamente dispararon al aire sin malas intenciones.

A pesar de que se centre en identificar las diferencias latentes entre los sujetos, hay muchas palabras que resaltan en el lenguaje común de Babel.

Pienso en tres palabras principales: deseo, alejamiento, familia. Tres palabras seleccionadas arbitrariamente, pero que funcionan para entender la cercanía y distancia entre los personajes y sus culturas en particular. Tres palabras, como los vasos comunicantes entre distintas realidades, realidades que colisionan sin control, pero que encuentran, en esos puntos en común, alguna respuesta reconfortante.

El deseo casi siempre es concebido a partir de otra cosa. Amelia desea ver a su hijo de vuelta y reencontrarse con un viejo amor, pero, en el fondo, es una forma de reclamar su agencia, luego de décadas de vivir indocumentada, con su tiempo y trabajo controlados por un tercero. El creciente deseo erótico de Chieko se vincula necesariamente con el despertar de la adultez temprana, pero parece expresar, en el fondo, la necesidad de intimidad y vinculación luego de la tragedia. El deseo de Yussef, joven adolescente que espía a su hermana mientras se cambia, es, finalmente, una forma de cumplir con el mandato de masculinidad que se le ha sido impuesto, el mismo que le incita a disparar el rifle. La disputa en Babel se da a partir de los deseos y su sanción, o su auto-sanción, según sea el caso. El texto de Arriaga interseca el deseo sexual y su tabú con otras formas mucho más rígidas de represión, como la violencia policial, la discriminación a los sordos o el control migratorio. Es, quizás, una forma de preguntarse por los aparatos, públicos e individuales, que regulan los deseos y los cuerpos, activos, por supuesto, en las redes de migración, los sistemas de género o la discapacidad. Estos aparatos, al reprimir el deseo, solo aumentan la desconexión.

Eso nos lleva a la segunda palabra. El alejamiento es el punto central en Babel. Los personajes quieren alejarse de los otros, pero, como un reflejo instintivo, o la manifestación gravitatoria de sus afectos, siempre vuelven a acercarse. Es el tira y afloja que determina la relación entre Susan y Richard, los esposos estadounidenses, al inicio del filme. Es una relación mediada por la muerte: la reciente pérdida de un hijo por nacer y, ahora, la amenaza latente de una hemorragia fatal para Susan. Es la misma contradicción en la relación entre Chieko y su padre, quien intenta fallidamente en ser un referente para una hija que, según él, no es capaz de comprender el mundo que le rodea. El alejamiento se produce, además, por causas estructurales, lo que determina la relación parasocial entre Amalia y los niños que cuida, a quienes ve mucho más que a su propia familia, impedida de cruzar la familia por su condición de ilegales. En cada caso, alejarse es un acto frágil y muchas veces insostenible.

El juego narrativo de Arriaga, reforzado por los cambios estilísticos de Iñárritu, es que, en condiciones radicalmente opuestas, el alejamiento brota casi de forma instintiva, solo para reforzar la dependencia de los otros. Por eso Iñárritu, a pesar de mantener la cámara en mano siempre, altera ligeramente la forma en que filma cada escenario, manipulando los sentidos de la audiencia. En una de las mejores escenas del film, percibimos Tokio como Chieko lo hace: en silencio, a pesar de estar en un club nocturno lleno de gente. Es el tipo de distancia de lenguaje que, si bien no se repite en las otras historias, mantiene el mismo conflicto. Irónicamente, es la historia de Chieko la que termina mejor. Pero eso viene después.

La familia es el escenario predilecto para el alejamiento, y su valor en el film parece depender de su carácter atemporal, cíclico. Los conflictos familiares se expanden y se achican en cuestión de horas, pero retornan sobre sus cimientos luego de la tensión, solo para reforzar la relación entre sus miembros. Y el proceso se repite una y otra vez. Tiene algo que ver, hasta cierto punto, con las sustancias. El dolor es transmitido casi sanguíneamente por padres a sus hijos, y la caridad por el otro puede producir incluso más dolor.

En una escena, Mike, el hijo de Richard, le confía a Amalia que está aterrado de dormir, porque no quiere morir como su hermano pequeño. Un tema recurrente en la historia de Tokio es que padre de Chieko teme que ella termine en la misma tragedia que su madre. Por otro lado, Amalia ve en el matrimonio de su hijo una forma de purgar su lejanía y Yussef mantiene un vínculo de confidencia y silencio con su hermano, solo disputado por la tragedia. La familia comprime las vivencias de los personajes -como las de cualquiera- a partir de una lengua común.

Me pregunto por qué Gonzáles Iñárritu y Arriaga deciden narrar a partir de la tragedia, y forzar la vinculación desde un accidente. Y por qué hacerlo, además, en tres películas diferentes, filmadas en escenarios contrarios. Babel, sin embargo, no tiene el mismo tono moral de películas anteriores, porque esta vez la historia se enfoca más en los personajes que en los sucesos, desprioriza la tensión y el conflicto. A la par que aumenta la tragedia en Amores Perros (2000), la primera parte de la trilogía, más se fijan la perversidad y las falencias de sus personajes, más se enfrentan al peso de sus decisiones.

Con Babel, sin embargo, pasa lo opuesto: al llegar la tragedia, las líneas morales se difuminan y las barreras, aunque no lo parezca, se deshacen. Los personajes subsisten porque confían en los otros. Esa lección, por supuesto, tiene cierto tono esperanzador. Amores Perros finalizaba con cada personaje huyendo de su pasado, con marcas físicas que simulan los impactos emocionales de la tragedia que vivieron.

21 Grams (2003) se fracturaba a partir del desorden narrativa y la imposibilidad de comprender las motivaciones de los personajes. Aunque no lo parezca, Babel funciona de forma mucho menos pesimista, con personajes que se reencuentran, que no huyen, sino que confrontan las distancias entre unos y otros. El incidente, que había sido el punto medular de las dos películas anteriores, funciona aquí de forma más mesurada, la tragedia se concibe apenas como un mecanismo de narración, que da pie a otras emociones, más reales.

Quisiera detenerme en la última escena de Babel. Puede parecer común, aunque no lo es tanto, que la última escena en un film sea la mejor. Aquí es indudablemente cierto. La escena no dice mucho más de lo que ya sabíamos y, comparada a las extensas revelaciones y el dramatismo de actos anteriores, no parece ser tan impactante. Pero es una escena que, a su manera, exhibe, casi sin quererlo, las verdaderas pretensiones de la historia. Volvemos a Tokio, en la única trama realmente funcional en Babel; la única en la que, si nos ponemos a pensar, no ha sucedido realmente nada. El oficial de policía habla con el padre de Chieko, relatándole lo que la joven le ha confesado: su madre se mató lanzándose del balcón. El padre lo niega, afirmando que el suicidio fue en la casa y Chieko la descubrió. El policía, horrorizado, abandona el edificio. Una vez más, vemos la distancia insalvable entre la ficción que nos cuenta uno y la que nos cuenta otra. Desconexión. El policía bebe sake en un restaurante y ve las noticias: Richard y Susan vuelven a los Estados Unidos. A veces nos olvidamos que las historias suceden al mismo tiempo. Una vez más, la incontestable -y arbitraria- influencia de la sobremodernidad, la forma en que comprime el espacio-tiempo. El padre de Chieko llega a casa y va al balcón. Él, como la audiencia, piensa lo peor. Chieko, desnuda, vulnerable, le abraza. Ninguno dice nada. Las palabras no son lo suyo.

La cámara flota suavemente por Tokio, se va alejando de a pocos, aún centrando a los protagonistas en la toma. Suena el violín y el piano. La cámara se aleja y Tokio se hace más grande, con las luces tintineantes de tantos edificios, como las vívidas conexiones entre los sujetos. Y, a pesar de todo, sigue quedando, en el centro de la cámara, un abrazo. Distante y cercano, otra vez.

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