Por Leonardo Curzio
La evolución tecnológica ha provocado, a lo largo de la historia, encendidos debates sobre el papel de las nuevas tecnologías en la comunicación. Cada etapa tiene su singularidad y cada nuevo medio de comunicación (mc) ha generado un discurso apocalíptico y otro integrador. En todos los casos, sin embargo, los mc han amplificado ciertas disposiciones preexistentes en una sociedad determinada. MacMillan ha documentado la forma en que los diarios interactuaban con otros sistemas (el educativo, el historiográfico, el militar y el político) para reforzar creencias, prejuicios y un arsenal de elementos tóxicos que desembocaron en la Primera Guerra Mundial.
Los mc tienen su lado brillante, pues transmiten información que alimenta procesos de construcción de ciudadanía con información fidedigna y opiniones contrastadas que mejoran el sistema de decisiones colectivas, pero también pueden diseminar elementos tóxicos, propaganda o francas mentiras que alimentan lo que Peter Sloterdijk ha denominado “las epidemias políticas”.
La función de la radio se ha estudiado con profusión. Hay quien pone el énfasis en la forma en la que Hitler utilizó las ondas sonoras para manipular a la sociedad alemana de entreguerras, pero tenemos también el efecto liberador que impulsó la radio con los mensajes emitidos desde Londres y que permitían a la resistencia tener no solamente información, sino esperanza de que había otro futuro posible. Hay también quienes han resaltado el efecto balsámico y constructivo que las charlas de Roosevelt, al lado de su acogedora chimenea, tuvieron en la opinión pública estadounidense. La radio, en definitiva, sirvió para apuntalar dictaduras sangrientas, pero también para subvertirlas y abrir espacios liberadores.
El debate sobre la televisión es más cercano a nosotros. A finales del siglo pasado, esta última fue objeto de escrutinio. El libro de Giovanni Sartori sobre la videopolítica causó un enorme impacto. Su tesis central era perturbadora, dado que otorgaba a la televisión un poder excesivo en la formación de la opinión pública. Al coro de los críticos de los años sesenta, quienes veían en la televisión un aparato inhibidor de las conciencias y favorecedor de un individualismo consumista, se sumó una improbable convergencia entre el pensamiento liberal y la Iglesia católica. El teórico de las sociedades abiertas Karl Popper y el papa Juan Pablo II coincidían en que algo se tenía que hacer con la pantalla chica.
Popper llegó a decir que la televisión era un poder demasiado grande y que ninguna democracia podía conservarse si no se acotaba. El pensador liberal sostenía que no debía existir ningún poder político incontrolado en una democracia. Es verdad que es un pensamiento otoñal y poco desarrollado; es la última reflexión de un Popper desencantado por el giro que tomaban las televisoras estatales (bbc, rai), orientadas por los criterios de elevar el rating, lo que provocaba una disputa entre lo malo y lo peor. Esta tendencia de competencia descendente se daba a contrapelo de una idea revitalizadora de la democracia, que consistía en procurar elevar el nivel educativo de la población. El teórico de la sociedad abierta la identificaba como una vieja aspiración de los demócratas y que estuvo en el origen de la televisión pública. Una democracia no se basa en empobrecer los contenidos disponibles para satisfacer al dios del rating.
La televisión comercial, de manera señalada en Italia, empezaba a manifestarse como una expresión política que está en la raíz del neopopulismo contemporáneo: el fenómeno Silvio Berlusconi. El caso del cavaliere es, en el fondo, una combinación del uso sistemático de la televisión para la difusión de un discurso hipersimplificador y la entronización de un líder desprejuiciado y arrogante que llegó a concentrar en su persona el poder político, económico y mediático. Una combinación nunca antes vista. En aquella Italia de los años noventa, la propuesta de Popper se recibió con entusiasmo y, como lo ha hecho notar Giancarlo Bosetti, generó una extraña convergencia con el pensamiento papal.
Karol Wojtyła, quien a su vez fue un fenómeno planetario gracias a la televisión, expresaba dudas sobre el funcionamiento desregulado de la televisión. El papa preconizaba que la televisión fuese un servicio público y no un sistema regido por intereses comerciales o un instrumento de poder y propaganda para determinados grupos económicos y políticos.
Pero quien desarrolló con más profundidad la relación entre democracia y televisión fue Sartori. En su Homo videns, el politólogo italiano sostenía que la democracia era, en esencia, un “gobierno de opinión”, y esa definición encajaba con el advenimiento de la videopolítica. Sartori sostiene que el poder de la imagen se ubica en el centro de la política contemporánea y que el pueblo soberano opina en función de cómo la televisión le induce a pensar. La televisión condiciona fuertemente el proceso electoral, tanto en la elección de candidatos como en la forma en que se da la disputa electoral, e influye también en la toma de decisiones de los propios gobiernos.
La reflexión de Sartori nos lleva a preguntar cómo se forma la opinión pública y quiénes participan en el proceso de educación política. En la década de los noventa, el ocaso de los partidos y de las ideologías tradicionales dejó al descubierto que los cuerpos intermedios (que durante años permitieron la socialización y la formación de la cultura política) estaban en descomposición. La televisión, con todos sus límites, se convertía en el espacio de socialización más importante, donde la gente se informaba y se entretenía.
Al igual que la radio, la televisión aparecía en un contexto determinado en el que se le atribuían desviaciones que no le eran consustanciales, pero que resultaba imposible decantarlas en ese crepúsculo de las ideologías y en el fomento de un optimismo simplón que festejaba el fin de la historia. Fueron años propicios para fortalecer tesis en extremo simplificadoras que, a través de un mercadeo constante, permitían a los políticos hacer campaña. Cuando se observan en retrospectiva aquellos años, vemos la emergencia del fenómeno populista que hoy nos parece tan novedoso. Aparecían en Europa y en América Latina líderes capaces de alcanzar a millones de personas a través de campañas exitosas y, con su retórica y su carisma, de arrasar con el entramado de representación partidista que se había edificado como expresión inalienable de la democracia.
En muchos países empezó a darse el debate sobre cómo regular el poder de la televisión. Algunos desarrollaron legislación restrictiva para evitar que el poder económico pudiese comprar tiempos en televisión y determinar quién tenía más ventajas en el terreno electoral. Aunque nunca se comprobó del todo que el candidato favorecido por las pantallas de televisión tuviese garantizado el triunfo, lo cierto es que los liderazgos que desarrollaron competitividad lo hicieron a través de la televisión.
Pero volvamos a los años noventa, década en la que despunta la telemática. El internet avanzaba de manera exponencial y cambiaba las formas en que nos comunicábamos y nos entreteníamos. Wojtyła, un atleta de la televisión, intuía que ese nuevo mundo iba a convertirse en el nuevo Areópago. El papa se encomendaba a la Virgen para encontrar orientación, misma que hasta ahora no ha llegado. Las redes sociales (rs) tienen hoy una centralidad y nadie sabe bien qué hacer con ellas.
Las rs despertaron entusiasmo por su capacidad de generar nuevos contenidos y engancharlos a nuevas redes con independencia de los mc o de los poderes políticos. Su potencial liberador se comprobó en la Primavera Árabe y en la incipiente formación de una ciudadanía global que mostraba preocupaciones e inquietudes, como la corriente de indignación planetaria. Las rs ayudan también a democratizar la conversación pública. La atomización de la agenda pública es una consecuencia de la incorporación de nuevas voces y refresca la deliberación al poner el foco en determinados grupos, causas o temas relegados por los mc. A su vez, es útil para dar voz a la gente y permitir, de esa manera, que las audiencias pasivas tengan una interacción inmediata y eficaz con los líderes de opinión o generadores de contenido.
Pero también es cierto que las rs no sólo las usan ciudadanos impecables. Los gobiernos han desarrollado mecanismos para influir en la conversación creando la falsa impresión de que los cibernautas muestran de forma espontánea su adhesión o rechazo. Los bots (y toda una gama de artilugios y algoritmos) emponzoñan el espacio público con campañas de confrontación. La polarización alimenta parte de una conversación pública que se empobrece por la brevedad y contundencia de los mensajes que tienden a reproducirse o a repudiarse, como lo hacen los fanáticos en los estadios.
Las rs han demostrado ser polivalentes. El entusiasmo inicial ha dado paso a valoraciones cada vez más matizadas. Tal es el caso de Zygmunt Bauman, quien confesó a Thomas Leoncini que sentía que los elementos negativos pesaban más que los positivos. La formación de una ciudadanía participativa se eclipsa con masas emotivas que reaccionan con ardor y escasa voluntad de entender los puntos de vista de los demás respecto a los grandes dilemas. Las posiciones extremas e irreductibles erosionan las posturas medias y de compromiso. El Brexit es un ejemplo de esto. La campaña de Donald Trump de 2016, a la cual hemos dedicado un par de estudios, refleja, mejor que ninguna otra, esta tendencia a la polarización.
La mentira, además, adquiere una centralidad impensable en el universo dominado por la radio y la televisión que están sujetas a regulación precisa. La campaña de Trump en 2016 fue la primera señal, pero su actuación en las elecciones de 2020 disparó todas las alarmas. La toma del Capitolio fue la gota que derramó el vaso. Varias compañías (Twitter y Facebook, entre ellas) suspendieron o cancelaron sus cuentas. La decisión de esas empresas, lejos de resolver el problema, activó otro igualmente delicado. ¿Quién determina los límites de lo aceptable en las rs? Y, ligado a esto, ¿puede una empresa privada dedicada a la comunicación silenciar a alguien que tiene millones de seguidores?
El tema admite varias lecturas complementarias. La primera es el tamaño de las compañías. Google puede ubicar en mejor posición los contenidos que le convengan, desplazando a muchos actores, voces y productos. Por ejemplo, si se consulta desde México y se pide: “carta de Zuckerberg a Trump”, el algoritmo sugerirá, en las primeras diez opciones, cinco contenidos que aluden no a la carta, sino a la reacción de López Obrador a ésta. La facultad de elegir y jerarquizar es enorme y carece de inocencia. Facebook permite la conexión con millones de usuarios y, al suspender las cuentas de Instagram y Facebook de Trump el 7 de enero, tuvo que argumentar que los riesgos de que Trump utilizara el servicio eran demasiado grandes, pues usaba la plataforma para incitar a una insurrección violenta en contra de un gobierno elegido democráticamente. Jack Dorsey, ceo de Twitter, aseguró no sentir orgullo por suspender la cuenta de Trump, pero tomó la decisión en función de las amenazas a la seguridad física dentro y fuera de esa red social. Claramente advertía el peligro de que una corporación pudiese coartar la conversación global, pero, dadas las circunstancias, consideraba que era más prudente suspender su cuenta. Vaya dilema.
Las sociedades del siglo xxi, al igual que sus abuelas, enfrentan virus que las afectan y hacen gala de las virtudes que las adornan. De las virtudes, se rescatan una mayor conciencia ecológica, así como una capacidad de indignarse por abusos y generar solidaridad, entre otras. Pero también están sujetas a tres virus que explican la epidemia política de nuestros tiempos: la idealización del pasado, la hipersimplificación y el monarquismo ingenuo, la esperanza de que “el príncipe bueno nos salvará”. Son tres virus altamente replicables en las rs, que tienden a empobrecer y polarizar el debate. En sociedades complejas que suelen reaccionar de forma emotiva, más que racional, las redes alimentan la epidemia política.
Las preguntas centrales, entonces, son las siguientes:
¿Puede decirse cualquier cosa en las redes sociales en nombre de la libertad de expresión? Hay redes, como Parler, que permiten decir lo que se quiera, pero el dilema no es la libertad de expresión (que es una garantía del ciudadano), sino la responsabilidad en el uso del megáfono. Que un usuario común diga lo que quiera es irrelevante, pero no es igual si lo dice un político con millones de seguidores. Los límites tradicionales de apego a la verdad y a la decencia saltan por los aires cuando un político puede, desde la red, argumentar sin pruebas que lo despojaron del triunfo electoral, y, al decir semejante barbaridad, invocar que su opinión es como la de cualquier otro. Es tan absurdo como si quien es responsable de activar la alerta sísmica lo hiciera para bromear como un colegial.
Si se transige con la mentira como parte de la comunicación presidencial por simpatía con el personaje o por dobleces de nuestra propia ética, la conversación pública queda contaminada. Las mentiras ofenden si las dicen los otros, la infodemia es terrible si la difunden los otros, pero los gobiernos y los líderes políticos que han llegado, incluso, a bendecir las redes sociales, pueden ahora, en su acción de gobierno, sentir el efecto de estos flagelos al experimentar el uso indiscriminado de estas técnicas de comunicación para minar incluso las políticas de salud, difundiendo mentiras sobre la eficacia de las vacunas.
La segunda pregunta es: ¿quién determina cuándo un político miente desde su cuenta personal? Las rs rompieron el balance tradicional entre gobierno y opinión pública que proveían los medios tradicionales. Hoy, los líderes prefieren tener un canal incontrastable a través del cual sea posible difundir información que no puede comprobarse o victimizarse, argumentando que los medios tradicionales son “enemigos del pueblo” o defensores de privilegios y atavismos. Pero ¿qué pasa cuando un presidente usa sus redes para mentir en más de 45 mil ocasiones? ¿Tiene derecho a usar la red aun cuando en el ocaso de su mandato llame a la rebelión?
Y si son las compañías (como ocurrió con Trump) las que silencian: ¿quién controla a los controladores? En la propuesta de ley del senador Ricardo Monreal se proponía reglamentar el ciberespacio como se reglamenta el espacio radioeléctrico. Los concesionarios están sujetos a ciertas reglas y a la defensa de ciertos valores, y proponía que el ift (Instituto Federal de Telecomunicaciones) reglamentara quién podía, y quién no, acceder a ese espacio público y en qué condiciones. Pero no hay, de momento, una solución universal.
La epidemia de populismo es equivalente a la del nacionalismo que desembocó en la Primera Guerra Mundial; contenerla puede depurar las rs de esta animosidad y pugnacidad consustanciales al proceder de esos liderazgos. Por otra parte, también es cierto que el universo del internet debe estar sujeto a una revisión antimonopólica urgente. Deben existir políticas eficientes para evitar la concentración del poder discursivo en pocos agentes.
Se debe prohibir al gobierno la compra de cuentas y bots para posicionar su mensaje y utilizar técnicas de linchamiento digital tan comunes en el México de hoy, de forma similar a como se reglamentó la comunicación en medios electrónicos desde 2007. Con transparencia y prohibición de cuentas anónimas también se puede adecentar el espacio digital. Idealmente, todas las cuentas deberían ser validadas igual que las líneas de teléfono, todas las cuales tienen titular. Saber quién impulsa determinados hashtags y cuánto cuesta esa maniobra es crucial para evitar que la robótica deforme más la conversación pública.
Bibliografía
Bauman, Zygmunt, y Thomas Leoncini, Generación líquida: Transformaciones en la era 3.0, México, Paidós, 2018.
Castells, Manuel, Redes de indignación y esperanza, Madrid, Alianza, 2012.
Curzio, Leonardo, “Democracia y medios de comunicación en Estados Unidos”, Kairós. Revista de Ciencias Económicas, Jurídicas y Administrativas, vol. 4, núm. 6, enero-junio, 2021.
Macmillan, Margaret, 1914: de la paz a la guerra, Madrid, Turner, 2013.
Popper, Karl, Karol Wojtyła et al., La televisión es mala maestra, México, Fondo de Cultura Económica, 1998.
Sartori, Giovanni, Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998.
Sloterdijk, Peter, Las epidemias políticas, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2020.
Texto publicado originalmente por Leonardo Curzio en Diálogos de El Colegio de México