Un youtuber español famoso —lo cual significa, también, rico— planeó un viaje alrededor del mundo con sus amigos, chavales adolescentes como él, a los que les gusta divertirse y salir en una pantalla. Su filiación respectiva es la de “bro”, aunque a veces se dirigen unos a otros como “hermano”. Si no fuese porque a menudo se califican también de “¡cabrón!” (jugando online o con los móviles, el tono se eleva rápidamente hacia el “¡¡¡hijo de la grandísima puta!!!”, aunque dicho con cariño), uno pensaría que por fin ha tenido lugar la Era de Fraternidad Universal que soñaron los hijos de la Revolución Francesa.
Lo que pasa es que ese viaje no era un viaje, sino que más bien recordaba a ese personaje de Lewis Carroll que no paraba de correr sin conseguir salir del mismo sitio. La maravillosa variedad del mundo quedaba abolida en favor de una monotonía de hoteles, estadios de fútbol y calles anónimas y homogéneas, en las cuales los chicos paraban a nativos extrañamente desocupados y cordiales, a los que entrevistaban en un inglés macarrónico acerca de Messi, Cristiano Ronaldo, videojuegos, comida, piscinas con toboganes y poco más. Uno de los que se hacían los encontradizos era pakistaní, por ejemplo, y trabajaba arduamente en Dubái, luciendo una gran sonrisa. Algo que el youtuber encontraba maravilloso y aleccionador: eso de que haya gente tan especial que deja atrás su país y su familia para “luchar por sus sueños” en un enclave hipermoderno, donde le pagan cuatro perras por servir a los ricos, enternecía al chaval hasta las lágrimas y lo reconciliaba con la humanidad. Perdón, con la “brodidad”.
Para él, todos los aeropuertos exactamente iguales que el espectador se había tragado hasta entonces cobraban pleno sentido en este acto de sincretismo, que suprimía definitivamente la distancia espacial y cultural entre un español alto de 19 años y un pakistaní atezado y bajito de, al menos, 40 años, para rendir culto universal a CR7, quien, ese sí, ha cumplido de sobra sus sueños, bro.
No digo yo que ese paladín de las suscripciones y los likes tenga por qué leerse una guía de viaje para ir informado acerca de la cultura, la situación económica y social de cada tierra que visita. Tampoco que, una vez llegado allí, se consagre a un trabajo exhaustivo de campo para averiguar quién es quién o cómo se vive fuera de esa habitación tan chula donde duerme, con vistas a un acuario de tiburones. Lo que sí me habría gustado es que, ya que sale a ver mundo, se notara verdaderamente en algo que no se ha quedado en su casa comiendo snacks con sus amigos, todos con los pies bien subidos sobre la mesa.
Porque eso es lo que nos ocurre, me parece: la riqueza del mundo se ha “aplanado”, como señala Kyle Chayka acerca de la cultura. Y la cultura misma se nos ha proletarizado por dentro, aunque ofrezca un aspecto llamativo por fuera. Al mismo tiempo, toda una poderosísima industria del entretenimiento se conjura para opacar aquellas actividades que hacen al hombre humano, de manera que los “followers” de nuestro Willy Bro-g ya jamás sabrán que, tal vez, escribir una poesía o diseñar un edificio es un millón de veces mejor que lucir unas zapas caras o acudir al Urban Planet. Porque hasta la educación reglamentada se encarga de que, si algún adolescente pudiera concebir aunque fuera un atisbo de curiosidad por la poesía o la arquitectura, esta sea destruida en el acto en las asignaturas de Lengua y Literatura o Historia del Arte (basta con hacerles memorizar los nombres y obras de la Generación del 27 o reproducir, frase por frase, lo que el libro de texto asesina sobre Vitruvio, y adiós)1.
Como decía el olvidado Agustín García Calvo: “Hay que hacer pasar lo malo por bueno a fin de que lo bueno parezca malo”.
Desde luego, la diversión está de parte de lo bueno y no de lo malo. Pero quien entienda que divertirse lo es todo, más le valdría ser un ratón, puesto que los ratones, según parece, copulan veinte veces al día. Para bien o para mal, somos seres humanos. Jugamos con los átomos, hemos compuesto poemas increíbles y alzado rascacielos espectaculares. Nos gusta lo difícil. Cambiar todo eso por CR7, los snacks, los toboganes, la ropa de marca, el iPhone y, en general, el amor por el dinero y el lujo es una “transvaloración de todos los valores” tal que hubiera escandalizado al propio Nietzsche, bro.
Notas
- Estos días me he enterado de que mis pobres alumnos de Cuarto de la ESO son obligados a leer La casa de Bernarda Alba, que es una grandísima obra, pero que sólo les ha llevado a la conclusión, ciertamente inevitable, de que los clásicos tratan siempre de tostones trágicos sucedidos en épocas crueles, es decir, de vuelta a los alegres y simplones youtubers. Para cuando lleguen a Segundo de Bachillerato y tengan que atizarse las dos novelas más deprimentes de la literatura española y seguramente también de la mundial, El árbol de la ciencia y Nada (hasta Sin novedad en el frente resulta ligera en comparación…), las videoconsolas habrán ganado la batalla para siempre. ↩︎