Foto por Sylwia Bartyzel
“La vida de Avicena transcurrió recorriendo el imperio islámico en un sinnúmero de caravanas. Cuando era joven y aun no se había arrojado a viajar, una de estas caravanas le deparó el conocimiento de un manuscrito de la Metafísica de Aristóteles (obra que a su vez había peregrinado desde Grecia, y atravesado los avatares sirios). La leyó treinta y tres veces sin comprenderla. Llegó a compararla en ininteligibilidad a la Madre del Libro que es en el Cielo. La inquietud lo arrojó a viajar. En todas las ciudades pasaba horas enteras en las Mezquitas, en compañía de sabios venidos de todas partes, pero ya era considerado el más grande de todos ellos, y aun no entendía la Metafísica.
Intentaba mitigar su pena en los harenes. Incluso llegó a danzar con los Sufíes. Pero su vocación era la del filósofo, y no quería aniquilar la razón en el misterio, sino conciliarlos. Convencido del profundo acuerdo de los pensamientos de Aristóteles y de Platón (cuyas obras también le fueron deparadas por caravanas, o las leyó en las bibliotecas de las Mezquitas), convirtió los cielos de la cosmología del estagirita en Inteligencias neoplatónicas, y trazó un itinerarium dei que no implicaba los viajes geográficos (más producto de la ansiedad que de la búsqueda racional). Ya moribundo, se percató de que más importante que el hallazgo o el encuentro (esos Oasis del pensamiento) era la sutileza del viaje. Y así, considerada como un “motor” dador de movimiento y de deseo por motores superiores, entendió el sentido de la Metafísica.”
Este breve relato, construido a partir de anécdotas sobre la vida del gran filósofo árabe Avicena, ilumina el esencial vínculo entre vivencia y pensamiento, en un contexto extremadamente sui generis, cual fue el de la época de oro del saber islámico, donde contrariamente a lo que ocurría en el mundo europeo -medieval y “escolástico”-, la curiosidad intelectual no constituía una forma del pecado.