Recuerdo muy bien el día que tuve aquella frase ante mis ojos. “Morir no es nada. Y de este sueño también saldrás”. Era un conjunto de palabras sueltas, un conjunto perdido en el trajín de las cosas del mundo. Luego supe que la frase provenía de un libro llamado Las pequeñas estaturas, de un autor ecuatoriano llamado Alfredo Pareja Diez-Canseco. De manera muy contingente, una amiga me había mandado la frase, pero yo sabía que el hecho de haberla leído en ese momento significaba cualquier cosa menos contingencia. Había llegado quizás, en el momento donde mi cuerpo dialogaba más de cerca con los bordes (solamente los bordes) del abismo. Hay libros que son así. Como pequeños bálsamos que terminan de decirte algo que ya te habías dicho pero que no hallabas el modo de aclararlo. Hay otros, claro, que representan lo opuesto, que te muestran con claridad lo que nunca hubieras querido saber. Por suerte para mí en ese momento, Las pequeñas estaturas era más de los primeros que de los segundos. Junto con La mantícora, de 1974, se trata de la última novela escrita por Diez-Canseco. Un escritor que también ha sido historiador y que perteneció al conocido grupo literario de Guayaquil, que retrataba la realidad social del país y sus contradicciones de clase. Algo análogo a lo que en cine supone el neorrealismo italiano.
No obstante, lo primero que me llamó la atención de este autor cuando mi amiga me lo recomendó, fue su curioso nombre, resultándome por momentos impronunciable. Hace poco leí un ensayo sobre cómo los nombres afectan nuestro ser y nuestra actividad y cómo nos enseñan un destino ya escrito sobre nuestras vidas, por ejemplo, el destino ya fijado en las vidas de los Buendía en Cien años de soledad. Desconozco si el nombre del ecuatoriano marcó su trayectoria posterior, pero sin duda sus dos últimas novelas (a diferencia de su producción anterior de corte realista) navegan sobre un mar también de lo impronunciable, y que por supuesto se relaciona con lo impronunciable que refiere Wittgenstein en el Tractatus más que a la mera fonética. Eso que no podemos decir y que no tiene que ver con un simple guardar silencio, sino que tiene que ver con el conocimiento de los límites del lenguaje y el saber distinguir la delgada línea entre el lenguaje abusivo y el lenguaje legítimo. Con el uso de una forma parecida al abstraccionismo en pintura, Diez-Canseco logra mostrar en este libro el mundo oscuro de un pueblo que comienza a ver sus propias sombras endemoniadas frente a algún espejo antiguo familiar. Un relato, podría decirse, perspicaz sobre el subdesarrollo y sus maneras más bellas y atroces. La historia, a grandes rasgos, es la vida de tres mujeres en un país sin nombre y su contacto con agentes “revolucionarios” que pretenden transformar el sistema con métodos violentos. Uno pensaría que esa tierra anónima podría ser Ecuador, pero también Cuba, o España, o ninguno de ellos. Como otros autores del boom y posteriores al boom, la novela privilegia la estructura por encima del argumento. Presenta un juego de voces muy al estilo de Joyce, muy bien construido pero que para los lectores más distraídos podría generar confusiones o frustración. Además de la polifonía, asistimos a una obra que reúne de la manera más arriesgada e inteligente, la prosa poética, la narración, el verso libre y el teatro. El empleo de este último, debo añadir, realza el texto a límites insospechados y salva la secuencia de la lectura cuando pareciera que pudiera decaer.
Es evidente que la novela, a través de sus distintos símbolos, trasluce un fondo político sobre nuestras realidades americanas, pero ese trasfondo nos llega dulcemente a través del empleo exquisito de la forma estética del lenguaje y la exposición de las miserias individuales de los diferentes personajes. Y se agradece, porque todos sabemos lo difícil que resulta leer una novela de corte político en estos días. Como sugerencia final, recomiendo enormemente la lectura detenida del último apartado teatral donde dialogan las diferentes “sombras” que rodean al aislado pueblo sin nombre. A mi entender, los pasajes más logrados.
De allí extraemos unos fragmentos:
LA SOMBRA INEXPERTA. —Estoy terriblemente confundida. ¿A deliberar de qué? ¿Puedo tomar parte? No tengo ningún entretenimiento y he perdido la memoria. No sé quién soy.
LA SOMBRA LUZBÉLICA. —Yo te lo diré. Eres un periespíritu, una condensación de fluido, todavía en la etapa pneumatofónica, solo útil para las mesas giratorias, desamparado y estúpido. A causa de tus mediocres antecedentes, yo no te tomaría a mi servicio, por más que me gustase darte calor.
LA SOMBRA ANGÉLICA. —No le hagas caso. Dice que sabe, pero no sabe: todo se lo ordenan de arriba, y lo único que le place es el alboroto. Consuélate, amiga, pues te ocurre lo que le ocurre a todos al poco rato del tránsito. Poco a poco saldrás de las esferas primitivas; entonces conocerás tu destino. Por ahora, vaga y no te preocupes.
LA SOMBRA INEXPERTA. —Lo que me dices no me alivia. Por lo menos quisiera saber quién soy.
LA SOMBRA LUZBÉLICA. —Iba a decir que fuiste un pobre diablo, pero no debo mentar dos veces ese nombre, tergiversado por los cagatintas de la teología cristiana. Prácticamente, no eres nada. Te ganabas la vida de amanuense. Tuviste la imprudencia de asomarte y te entró una bala en la cabeza. A esto se reduce tu historia, nada entretenida como ves.