La Ilustración, como su nombre lo indica, evoca luz. La luz de los pueblos que, desde la ciencia, encuentran la felicidad en los motivos más elevados del espíritu humano: el amor y la fraternidad. No obstante, y en franco contraste, el presente es oscuro y egoísta. Es, quizá, el triunfo del Capital en los días finales de la especie.
El sexo, en su sentido más primitivo, hubo de ser asumido en la sociedad para ser sublimado hacia pulsiones más elevadas y fraternales. No obstante, el centro del capitalismo mundial parece estar movido por el sexo. Tanto Me Too, el caso Epstein, como los recientes escándalos de abuso sexual del cantante y productor Puff Daddy, indican que no hay forma honesta de ascender a la fama, porque el camino al estrellato es el camino de la sumisión, la violación, los intercambios de favores y el chantaje. Por ello, un siglo después, la humanidad no merece otra cosa que ser analizada desde el matiz sexualizante de Sigmund Freud.
Hollywood, como centro de poder, no escapa a la polémica anterior. Centro del caso Weinstein, revela una dinámica de poder en donde sexo y sumisión también son caminos al estrellato. Independientemente de lo anterior, la meca del cine se encuentra en crisis. En especial, hubo dos problemas recientes que condicionaron la debacle: la huelga de los guionistas y el problema de la inteligencia artificial. El primero, dado en la disparidad de salarios entre artistas y guionistas, verdadero corazón del cine. El segundo, en la utilización de la voz y movimientos de actores para realizar dobles mediante inteligencia artificial.
Esta crisis tiene como síntoma principal el declive de Marvel. La adopción del multiverso es un recurso facilista que revela la ya anterior decadencia creativa del cómic desde los años 60, y que se proyecta al cine desde Doctor Strange de 2016. El multiverso, santuario de destinos posibles y corrección de errores, tanto como los viajes en el tiempo, deben ser evitados por cualquier escritor por las paradojas que generan. De ahí que, en los últimos tiempos, triunfen sagas como Deadpool, en donde la industria se burla de sí misma. Pero se burla realmente del espectador, que compra una burla que, por la propia transacción, se vuelve contra sí. El movimiento es, pues, edulcorado en comedia y crítica a medias tintas.
Este ejercicio masoquista no es suficiente: Hollywood necesita una autocrítica más desnuda. Y ello lo podemos encontrar en La sustancia, de la directora francesa Coralie Fargeat. Nótese entonces que el ejercicio punitivo viene de afuera, ofreciendo al gigante cinematográfico la posibilidad del vía crucis, sin forzarlo realmente hacia el Calvario.
¿De qué trata «La sustancia»?
La película nos cuenta la historia de Elisabeth Sparkle (Demi Moore) y los problemas de la vejez y el estrellato. Elizabeth entra en contacto con una sustancia que le permite ser una mejor y más joven versión de sí misma. Para ello, la sustancia divide al personaje en dos: su yo actual, y un yo joven interpretado por otra actriz (Margaret Qualley). Para poder llevar esta doble vida, un cuerpo está despierto siete días mientras el otro descansa. La historia se desencadena cuando el yo joven quiere mantenerse despierto más días, lo que tiene como consecuencia que el yo original comience a envejecer antinaturalmente. De ahí que ambos yo luchen por mantener su existencia ante los deseos de aniquilación de la parte contraria.
¿De qué trata realmente?
La película es una dura crítica a Hollywood y la objetificación del cuerpo, en especial el femenino. El personaje principal, protagonista de un programa de gimnasia, ha vivido por y a través de su cuerpo durante generaciones. De ahí que, al caer las otrora tersas carnes, sea despedida. Pero la vida de Elizabeth es vacía; ser un objeto es su actividad. Por ello, cualquier posibilidad de continuar ese cuadro lesivo es contemplable.
Para Freud, existen tres instancias psíquicas: el inconsciente, el yo y el superyó. De ellas, la última constituye la instancia moral que modula los impulsos del inconsciente en el yo. Al dividirse Elizabeth en dos, ocurre en cierta medida eso. Elizabeth vieja funciona como un superyó, es el freno, la limitación que brota del contrato social. La Elizabeth joven es la verdadera Elizabeth; ella vive en el cuerpo, en el goce como objeto. Su versión vieja rápidamente se torna en envidia, pero una envidia sustancial, una envidia hacia sí misma escindida por la diacronicidad. Ambas son, por guion y por lógica, codependientes.
El detalle estriba acá en la ambigüedad del film al confirmar si el cuerpo en reposo es consciente de lo que hace el otro en vigilia. De hecho, y esto es interesante, la dinámica implica un juicio a posteriori en donde los excesos de un cuerpo se manifiestan como síntoma en el otro mientras el primero duerme. De ahí que la pulsión inmediata puede ser satisfecha sin importar el futuro. Ahí falla entonces como superyó, porque la amenaza sobre las consecuencias es vacía a corto plazo.
Demi Moore, a sus 61 años, es una mujer hermosa. Comprender un envejecimiento digno es entender esto. Las carnes ajadas no son tal; es un cuerpo con historia, y descansa acá su determinación esencial: el cuerpo es repositorio de vivencias, ese es el combustible interior del espíritu. La historia del cuerpo es la materialización del mundo en la finitud, lo general en lo particular. La Elizabeth joven es fea, es un ser vacío; su luz es el destello apagado de un mármol antiguo. Representa, en suma, el morboso deseo de una industria que reniega de la historia y pretende vivir en su eterna Cultura Afirmativa. Pero resulta que la Demi Moore personaje carece de matices y redención. La producción fílmica, de relativo bajo presupuesto, refleja en imágenes el infierno diminuto de la vida del personaje. Pero Moore toma esta obra como su sustento catártico; la belleza de Ghost o Una proposición indecente no ha mermado, incluso a pesar de una horrible cirugía plástica que ha deformado los labios de la artista.
…el cuerpo es repositorio de vivencias, ese es el combustible interior del espíritu. La historia del cuerpo es la materialización del mundo en la finitud, lo general en lo particular.
Una catarsis masoquista
Moore, y muchas otras estrellas, son víctimas de la cultura de la eterna juventud. Para Hollywood no hay corporalidades otras, la belleza solo viene en un tipo de frasco: la belleza tonta, sin matices ni luz, una belleza construida para ser objetualizable. Actrices y actores sufren esto, de ahí que un odio mal enfocado se torne hacia ellos mismos. Freud, en Pulsión y destinos de pulsión de 1915, describe el proceso en donde el sadismo se torna en masoquismo: la meta activa del masoquismo, martirizar y herir, se transforma en meta pasiva, ser martirizado y ser herido. Pero cuando el objeto se transforma en la persona, ocurre, según Freud, un fenómeno fascinante: se erige en la fantasía un nuevo objeto externo que adquiere funciones de sujeto. De tal forma que sadismo y masoquismo son iguales, en tanto el último sigue siendo el yo proyectado, que ejerce el martirio hacia sí mismo.
Por ello cobra sentido la escisión del cuerpo en dos en el film. La Moore real, y muchas como ella, ejercen en la simulación cinematográfica el ejercicio catártico de odiarse a sí mismas y su corporeidad actual. El cuerpo otro es el tirano de un pasado actual que se convierte en un presente posible en la fantasiosa cabeza del masoquista.
Ocurre otro tanto en psicoanálisis con el placer de ver y el placer de ser visto. El placer de ser visto es realmente el placer de un sujeto proyectado fuera de sí para ver a los otros. Hay un componente perverso en la mirada, por eso el film nos bombardea tanto con imágenes del cuerpo actual como del pasado potencial presente.
El placer culposo de la autocrítica
Por todo ello, La sustancia es un ejercicio reflexivo en donde la industria puede pensar en sí misma, y los actores pueden vivir una suerte de catarsis virtual. La crisis de guiones, así como la sexualización del cine, permiten (o no dejan más remedio) que Hollywood entre en una fase autorreflexiva. Ha quedado atrás la época de las grandes producciones. Se proyectaba en el cine de época las aspiraciones caballerescas del honor. Ahora el cine de época es realismo sucio que hipostasia la suciedad del presente en el pasado.
No hay redención tampoco al presente, pues la realidad actual solo tiene espacio para esta autocrítica que implica reconocer el error: cosa inconcebible para alguien con poder. El futuro también está viciado; Estados Unidos es un imperio sucedido por otros y, en franca descomposición, se encuentra incapaz de presentar un futuro que no sea distópico.
La salida es, de nuevo, Marvel; marcusiana Cultura Afirmativa, reino de valores atemporales inmunes a toda crítica. La historia del cine, junto a la de Elizabeth, carece de historia, y por tanto serán las instancias externas las que, por un ejercicio de peregrina casualidad, han colado en la decadente cartelera hollywoodense el ejercicio de la crítica catártica, despiadada de toda redención e ilusión.