El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca ha generado una oleada de declaraciones catastrofistas y anuncios agoreros por parte de analistas, politólogos y comunicadores de todo tipo que han reavivado la retórica apocalíptica a veces latente en el subconsciente colectivo.
Nada provoca de forma intencional nuestro recurrente retorno a la ilusión del fin como cuando el futuro no responde a nuestros ideales o expectativas. El discurso inaugural del restablecido presidente el pasado 20 de enero estuvo (pretendidamente) lleno de elementos mesiánicos y apocalípticos que potencian su mensaje tratando de justificar las transformaciones drásticas que sus primeras medidas están mostrando.
Trump no ha inventado nada nuevo en su reciente discurso. La imaginería apocalíptica o mesiánica ha sido una constante en la historia política de Estados Unidos, desde sus fundadores hasta los líderes contemporáneos.
Presidentes como John F. Kennedy, Ronald Reagan o George W. Bush son recordados por su habilidad para presentar a Estados Unidos como un “faro de esperanza” (“beacon of hope”) o “la ciudad sobre la colina” (“the city upon a hill”), implicando una misión celestial milenarista y un destino providencial para liderar el mundo.
Más allá de su posible influencia en la política exterior, estos mensajes buscaban fortalecer un sentimiento de redención universal entre los propios compatriotas apelando a sus emociones mezcladas de esperanza y temor.
El papel americano en la lucha entre el bien y el mal
Son muchos los estudios que nos retrotraen a los orígenes puritanos del país para explicar su propia visión como protagonista central en una lucha maniquea cósmica entre el bien y el mal. El americano medio se ve como participante activo en este conflicto, lo que moldea su percepción de responsabilidad y ética en el mundo.
Examinando el discurso inaugural desde la perspectiva del análisis retórico, observamos que Trump retoma muchos de estos motivos apocalípticos, especialmente aquellos con connotaciones mesiánicas y evangélicas. No obstante, hay dos aspectos diferenciales frente a sus predecesores: el abandono de la imaginería explícitamente religiosa de sus alusiones apocalípticas y la personalización parcial del mesianismo en su propia figura, en vez de proyectarlo sobre la nación entera.
Frente al “ángel que cabalga el torbellino y dirige la tormenta”, con el que George W. Bush describía el papel de América como salvador universal, hemos pasado a un secularizado “estamos a las puertas de los mayores logros de la historia de la libertad” dentro de “mi legado como pacificador y unificador” argüido por el nuevo presidente.
La adopción de un rol casi profético, pero exento de conexiones manifiestamente religiosas, permite a Trump invocar la restauración de un orden ideal por mandato divino, pero sin posibilidad de ser acusado de fanatismo religioso (“religious bigotry”), como lo hicieran rivales políticos en el pasado.
Desde el inicio, Trump dibuja un escenario de crisis sin precedentes ante el cual “una marea de cambio arrasa el país y la luz del sol se derrama sobre el mundo entero”. Este tipo de lenguaje es común en la retórica apocalíptica.
Las batallas apocalípticas siempre parten de un momento de tribulación extrema antes de la restauración salvífica, acentuando la urgencia que la intervención del agente mesiánico tiene para asegurar la “prometida nueva era”. Trump recupera la narrativa del rescate (que tan efectiva resultara con Frankiln D. Roosevelt o Ronald Reagan) para postularse como guía que lleva a su pueblo hacia el renacimiento y la redención.
Esta restauración no parte de un posicionamiento neutral, sino que se articula a través de un lenguaje de confrontación. Utilizando una retórica divisiva de “nosotros” contra “ellos”, Trump transforma las aspiraciones de una recuperación económica y social en un acto de liberación que representa tanto una lucha contra las fuerzas malévolas como una cruzada para reclamar un destino glorioso para sus compatriotas: “Para los ciudadanos americanos, el 20 de enero de 2025 es el día de la liberación”.
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Salvado por Dios para cumplir una misión
Sin lugar a dudas, el elemento más mesiánico del discurso de Trump es su afirmación de haber sido salvado por Dios tras el intento de asesinato de julio del año anterior para cumplir con una misión superior: “Sentí entonces, y creo aún más ahora, que mi vida fue salvada por una razón. Dios me salvó para hacer a América grande de nuevo”.
El nuevo presidente supera las aspiraciones mesiánicas de Abraham Lincoln o de George W. Bush, quienes expresaron su creencia en el mandato divino de Estados Unidos para llevar la libertad al resto del mundo, y se autoproclama como la figura elegida por la divinidad para cumplir con el cometido de liderar al país hacia el estado de perfección del “destino manifiesto” al que alude en su propósito de llegar a Marte.
Su autoidentificación como instrumento de un plan divino, jugando con las afirmaciones de distintos comentaristas evangélicos y sus teorías del “factor Ciro” –la idea de que Dios puede usar a una persona imperfecta para lograr una tarea divina– proporciona a Trump un poderoso argumento para movilizar a sus seguidores y cimentar un legado como líder predestinado por fuerzas celestiales.
La autoproclamación de Trump como un salvador enviado por Dios, sumado a la marcada retórica de la “liberación”, conectada pero no directamente extraída de la narrativa apocalíptica, confiere a su discurso un carácter distintivo frente al de los presidentes anteriores.
Los discursos inaugurales de los presidentes norteamericanos tradicionalmente han mostrado una tonalidad más vinculada al civismo y al sentido de responsabilidad hacia el pueblo, dejando el papel providencial relegado a sustentar el excepcionalismo americano y la idea de un destino especial.
La postulación como un líder redentor, que rescatará su país de un trance de dimensiones cósmicas, apela directamente a las raíces ideológicas de sus compatriotas que, en diversos grados, han sido educados en fundamentos morales basados en la dramatización permanente de crisis y conflictos.
Publicado por The Conversation.