Morning in Kabul, Afghanistan - Por Mohammad Rahmani
Morning in Kabul, Afghanistan - Por Mohammad Rahmani

La política exterior de Biden, entre talibanes y quijotes

La decisión de Joe Biden de retirarse de Afganistán, sin dilaciones costosas, no debilita su propuesta a los americanos y al mundo de volver a la política exterior comprometida con la promoción de los valores liberales
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¿Podría usted, si se lo propusiera, enfrentar todas las actitudes y acciones que encuentra a diario en la calle, en su vecindario, y aun en su casa, que van en contra de su sistema de valores? No, no podría, a menos que no acabara de salir de una pelea para entrar en otra. Muy pronto tendrá que hacerse de la vista gorda ante la mayor parte de lo que sucede a su alrededor, mientras solo se enreda en la solución de las situaciones que considera más provechosas para hacer avanzar su sistema de valores, cuyo triunfo sería para usted la medida del logro del objetivo moral que se ha propuesto realizar en su vida: dejar al mundo, al morir, un poco mejor de lo que se lo encontró al nacer.

Incluso el Quijote estaba claro de esa verdad, como alguna vez le dice a Sancho en ese inacabable pozo de sorpresas que resulta la obra cumbre de Miguel de Cervantes.

A los Estados Unidos les pasa ahora con Afganistán lo mismo que a usted en su vida cotidiana. Si para cualquier individuo que no tenga nada que ver con esa caricaturesca entelequia, Dick Tracy, tales concesiones a la realidad no ponen en duda su compromiso moral, a su vez la decisión de Joe Biden, de retirarse de ese oscurantista rincón en el Asia Central, tampoco pone en duda su compromiso con el reasumir la centenaria política exterior de su país, como campeón defensor de los valores liberales y de la democracia, frente a los contravalores del orden y la autocracia -los “valores” del orden no son tales valores, ya que en el orden se parte no de la idea del humano autónomo que conduce su vida desde ellos, sino de la del humano que tiene que ser conducido por encima de cualesquiera que tenga.

Los Estados Unidos, con fuerzas finitas, como cualquier entidad real y no superhéroe de caricatura, se ven obligados a escoger sus batallas como cualquiera de nosotros. Extenderse más allá de sus posibilidades solo servirá para ser derrotados en todas partes; para no ya no lograr defender a quienes en Afganistán han adoptado los valores liberales, sino ni tan siquiera a los propios ciudadanos de los Estados Unidos ante el avance de los valores contrarios –más que nada por el efecto de la desilusión ante las derrotas, de las que los autoritarios internos ya sacan provecho.

Ninguna política exterior de principios, comprometida con la promoción de un conjunto de valores, sobre todo si esos valores son los liberales, es realizable a rajatabla. Los absolutos no existen en la realidad. Algo así solo sería posible en caso de que quien lleva adelante esa política exterior de principios, sin concesiones, tuviera una superioridad aplastante sobre aquellos con quienes convive. Lo cual nunca ha sido el caso, ni aun en los años cincuenta del pasado siglo cuando los Estados Unidos producía más de la mitad de lo que su mundo contemporáneo, y lo es cada vez menos en la actualidad, a medida que por su potencial económico China se acerca a superarlos.

A quienes comparten sus valores liberales, pero que sin embargo cuestionan ahora el compromiso real con esos valores de Joe Biden, por su firme decisión de abandonar a Afganistán, y llegan hasta a compararlo desfavorablemente con el presidente Franklin D. Roosevelt, solo cabe recordarles como este último transigió con el totalitarismo soviético por tal de sumar fuerzas para derrotar al Eje, con las menores pérdidas posibles para el pueblo americano. Roosevelt, hombre de principios pero también realista, soñaba con un mundo basado en sus “cuatro libertades”, pero sabía que no podía disponer de los recursos americanos para imponerle ese sueño a los soviéticos, sin el consentimiento del por naturaleza aislacionista electorado de su país, a quien ya de hecho había podido llevar a la guerra contra el totalitarismo alemán solo gracias al artero ataque japonés a Pearl Harbor –habría que preguntarse si hubiera logrado llevar a los americanos contra Alemania, si esta no se hubiese apresurado a declararles la guerra. Por ello al final de la Segunda Guerra Mundial transigió con la creación de una zona de influencia soviética, con el sojuzgamiento a Moscú de los pueblos bálticos o de Europa del Este, y con los desplazamientos bíblicos que ello implicaba. Muy lejos estaba Roosevelt de sospechar a su muerte que poco después Churchill encontraría el modo de usar al conservadurismo americano, de natural aislacionista, para iniciar nada menos que una cruzada global a favor de los principios liberales en contra del totalitarismo soviético.

Ninguna política exterior de principios puede hacerse sin echar mano en lo táctico de la realpolitik. Hay, necesariamente, que calcular fríamente las fuerzas propias y las del adversario, y para el bien último de poder adelantar la realización de un mundo basado en los valores humanos en que se cree, para ganar las batallas en verdad determinantes, ceder en muchos puntos y circunstancias secundarias ante los avances puntuales de los valores contrarios.

Porque ir más allá de las posibilidades no es una opción.

Retirarse de Afganistán es, sin embargo, algo más que una retirada en un escenario secundario para concentrarse en el principal. Es además una jugada dirigida a complicarle la situación a Rusia, Irán, China, e incluso a Pakistán, para al menos a los tres primeros distraerles su atención de lo global. Un estado islámico fundamentalista en el corazón del Asia Central de 2021, que ya no es la de veinte años antes, tenderá a: primero, desestabilizar a las antiguas repúblicas soviéticas musulmanas de Asia Central, controladas por una Rusia cada vez más insistente en su conservadurismo cristiano; segundo, a Pakistán, donde los fundamentalistas hace mucho no las tienen todas con los militares demasiado occidentalizados para su gusto, al control real del país; y por último a China, donde Sinkiang (Xianjang), una región fronteriza con Afganistán, de mayoría musulmana, pugna por independizarse. En cuanto a Irán, la habitual actitud genocida de los talibanes hacia las minorías chiitas en Afganistán, que ya se ha puesto de manifiesto en estos primeros días con las recientes matanzas reportadas, los llevará a volver más su atención hacia su extensa frontera con ese vecino, ahora también más próximo a la monarquía saudí.

No todo es ajedrez global, no obstante. Hay algo más allá que no suele ser visto en los análisis demasiado enfocados en el corto plazo: Occidente, con sus intentos para imponer sus valores liberales en el mundo islámico, ha obtenido todo lo contrario de aquello a que aspiraba. Más que avanzar hacia la adopción de valores más liberales e inclusivos, el mundo islámico ha tendido a escarbar en sus fundamentos, y encastillarse en los más contrapuestos a los de Occidente que ha podido encontrar dentro de sí. Occidente, y en especial los Estados Unidos, se han convertido en el enemigo externo civilizatorio, cuya presencia garantiza el estímulo para mantenerse fieles a lo que consideran lo más preciado de su civilización; lo cual en la realidad no es más que una selección de aquellos rasgos propios que les permitan alejarse hasta las antípodas de los valores, principios e ideas de Occidente.

Lejos, en definitiva, están los tiempos de Lawrence de Arabia, en que los árabes miraban a los británicos, y sobre todo a los norteamericanos, como aliados para oponerse al Imperio Otomano, y lograr su independencia de estos. Sin embargo, esos tiempos dejan una enseñanza. Es posible ganarse a pueblos de una civilización tan altiva, no ya desde la imposición, sino desde las alianzas ante un enemigo común: en 1917, el Imperio Otomano; en 2021, el Eje Pekín-Moscú, unión de los dos extremos que más suspicacia causan en el fundamentalismo islámico: un estado ateo anti-religioso, con un estado conservador cristiano.

Occidente y los Estados Unidos deben retirarse de la mayor parte del mundo islámico, sino de todo, para dejar de ser el enemigo por antonomasia de la civilización islámica. Dejar, por completo o en gran parte, al soberbio mundo islámico dentro de la esfera de influencia chino-rusa, al replegarse de la región, a la larga cambiará la percepción musulmana de quienes son sus más peligrosos enemigos: el Occidente al que es posible emigrar sin renunciar a practicar su fe, o la China en que ser musulmán es en sí un delito, por el cual Pekín mantiene a todo un pueblo musulmán en prisión.

Un mundo islámico, atrapado en medio del diferendo entre el Occidente cada vez más multicultural, y el eje de las autocracias china y rusa, demasiado puras en lo étnico y religioso como para no resultarle sospechosas a cualquiera, mucho más adentro del área de influencia geopolítica de Pekín y Moscú, que de la de los Estados Unidos, no es de extrañar que comience a mostrarse un poco más propicio a los valores liberales. En un final la clave con el mundo islámico puede estar no tanto en las cruzadas liberalizadoras, como la de 2003 contra Sadam Husein, o en las primaveras de inicios de la década pasada, sino en dejarlos solos ante el avance global de los antiliberales: El Islam no es África, los musulmanes, civilización soberbia, siempre reaccionarán con incomodidad en contra de cualquiera que pretenda incorporarlos a su zona de influencia. Por tanto, no solo es promisorio abandonar al mundo islámico a su suerte porque a la larga puede ser la única forma de ganarlos a los valores liberales, sino que es absolutamente seguro, en medio del diferendo global entre Washington, y Pekín y Moscú, dejarlos por sí mismos: negados a todo lo que les huela a imposición, interferencia o control, quedarán entonces realmente más allá del control de aquellos, y se constituirán en un escollo de consideración en sus planes.

Quienes estamos por los valores liberales en la disputa ideológica contemporánea no debemos oponernos a la retirada de los Estados Unidos de Afganistán. Sus resultados no tienen por qué significar el colapso de aquello por lo que apostamos.

Dejar Afganistán, hagamos memoria, es una decisión en primer término tomada por los que en Estados Unidos están por abandonar la política exterior de principios, iniciada por Woodrow Wilson hace un siglo. Fue el pasado año en Doha donde Donald Trump, no Joe Biden, aceptó retirarse sin que a cambio los talibanes concedieran algo concreto. Esa retirada incondicional, pactada por Trump, fue recibida con beneplácito por la mayoría del electorado de los Estados Unidos, y ya estaba tan avanzada para la toma de posesión de la actual administración, que para entonces no quedaban más que 2.500 soldados americanos en Afganistán.

Muchos progresistas temen que las imágenes de esta retirada fortalezcan al bando conservador, como las de Saigón en 1975 terminaron por provocar años después la victoria conservadora de Ronald Reagan. Lo cual es una comparación demasiado forzada, porque Reagan podría ser un conservador, pero no era para nada un aislacionista. Por tanto, de lo sucedido entonces puede extraerse como consecuencia tanto que la retirada de ahora podría provocar un fortalecimiento del conservadurismo, como también un debilitamiento del aislacionismo, y por tanto un mayor compromiso americano con el enfrentamiento a los valores antiliberales.

La aceptación de esa retirada por la administración Biden, y su cumplimiento con escrupulosidad del cronograma de retirada –aunque con dos meses de atraso-, no tiene por qué fortalecer la posición de aquellos que en Estados unidos están por el abandono del compromiso de ese país con la construcción de un mundo más libre. Por el contrario, lo que si debilitaría ese compromiso nacional, sería el que la administración Biden, en un enfoque por completo alejado de la realidad, intentara llevar adelante una absolutista política exterior de principios, sin admitir el más mínimo compromiso con las circunstancias y la finitud de los recursos americanos. Eso, por un lado, distraería las fuerzas de los Estados Unidos entre tantos puntos que le impedirían poder enfrentar con efectividad en ninguno a la presión del eje Pekín-Moscú, y por el otro desprestigiaría la política exterior de principios ante el electorado americano, hasta el punto de dejárselo en bandeja de plata a los paleo-conservadores y autoritarios internos.

No hay que temer. La decisión de Joe Biden de retirarse de Afganistán, sin dilaciones costosas, no debilita su propuesta a los americanos y al mundo de volver a la política exterior comprometida con la promoción de los valores liberales. Por el contrario, la fortalece. Ya que le demuestra a muchos conservadores, pero no aislacionistas, que tal política exterior no será seguida de manera irreal, insostenible, que no se hará a costa de sacrificios solo del pueblo americano, y que en un final tendrá un fin práctico para ese pueblo: lograr un mundo en que, al todos compartir sus valores, los americanos puedan sentirse más seguros que ante la siempre cuestionable seguridad de unos muros que, recordemos, no salvaron de la decadencia y la ruina ni a Roma, ni a China, en su momento.

Biden, por el contrario, demuestra ser un verdadero líder. Un presidente que toma decisiones y las sostiene con firmeza, aun en contra de la opinión general, y el efecto del momento sobre las multitudes. Como Roosevelt sabe lo que quiere, y por eso las imágenes del aeropuerto de Kabul, como los desplazamientos forzosos de millones de polacos y alemanes, al final de la Segunda Guerra Mundial, no lo desvían de sus planes. Ahora precisamente se requiere alguien así: capaz de ver más allá de los sentimientos del momento, y que no gobierne solo pendiente de las encuestas de opinión.

Su capacidad de liderazgo también se demuestra al tomar en cuenta las inquietudes de los conservadores, y no proponer una política exterior de principios absolutista, quijotesca, de la que el mismo Quijote alguna vez reniega.