La novela que no escribí. Un paréntesis indefectible para Begoña Huertas

abril 30, 2024

Como ya sugiere el título, quisiera hacer un aparte (por primera vez en mi columna) para hablar de un autor no latinoamericano. Pero sí desconocido y de enorme calidad literaria, dos de las tantas razones que me han llevado a romper la regla implícita de Entrantes. No puedo recordar el primer instante en que llegué a Begoña Huertas. Creo que fue un día navegando en la web, en donde aparecieron, salidos totalmente del azar, aquellos collages de gafas rosadas, bocas semiabiertas, tableros de ajedrez, siluetas de mujeres y animales, un conglomerado de cosas o retazos de cosas superpuestos sobre el fondo de una novela que no ha llegado a ser como tal, (o quizá sí, si se piensa desde una perspectiva más profunda y que desborda el mundo escrito para alcanzar el mundo no escrito), una novela con una trama médica y criminal a la que solo podemos acceder gracias a los pequeños vacíos que apenas nos permiten leer (cuando quieren) las tachaduras, los recortes de revistas, las gafas rosadas y las fórmulas matemáticas. Pero esto tan sólo es una pequeña parte de El sótano, una novela breve en donde en la primera sección la narradora, que uno no puede evitar relacionar con la propia autora, ingresa a una clínica casi distópica para aliviar y mejorar su cuerpo dañado, al tiempo que se relaciona con otros pacientes que buscan también una mejora de sus cuerpos.

 El sótano tiene su fundamento en el extenso poema Sobre la naturaleza de las cosas, de Lucrecio.  No solo en los nombres de los capítulos o la mención a los átomos enlazados y las descomposiciones de las almas, sino porque al mismo tiempo se trata de una lección de lo que puede y no puede un cuerpo, ya sea una piedra, una estrella o un paciente con una enfermedad anónima en una clínica solitaria. Una lección que bajo el espíritu de Lucrecio se encuentra indisolublemente unida a la locura y la poesía.

Por supuesto que también resulta difícil no relacionar esta novela acerca de la enfermedad con la propia vida de la autora, que perdió definitivamente la lucha contra un cáncer en el año 2022, contando apenas 57 años. En ese sentido las escasas reseñas del libro que aparecen en los medios lo muestran como el testamento final de Huertas y puede que lo sea, pero no desde la perspectiva fúnebre y de solemne condescendencia a la que suelen tender los críticos. Porque el texto de Huertas no sólo disecciona la materia y todos sus atributos adyacentes, como el dolor, sino que también es una exégesis de la creatividad y el amor, de ese impulso involuntario proveniente quizás de un choque eléctrico neuronal o de la actividad de una célula, quién sabe, pero en resumen una fuerza desconocida que toma al cuerpo como un simple catalizador biológico.

La trama del libro nos dibuja el escenario de una clínica x donde la protagonista intenta un repaso de su yo, a la vez que pretende vanamente relacionarse con otros personajes que como ella, buscan un sentido, un apoyo o simplemente un cura a sus dolencias. A medida que nos adentramos en la lectura se percibe que nada en realidad avanza, que todo es acerca del no tiempo, no solamente dentro de lo que ocurre en la clínica sino en la misma forma de narrar las acciones por parte de la escritora española.

Por otro lado, y en lo que respecta al exterior y la presentación en sí misma del libro, quizá se trate de un pequeño error editorial de Anagrama o más bien un guiño misterioso de Huertas contra todos aquellos que gustan de los obituarios y mártires literarios, pero en la solapa donde se muestran los datos del autor, no consta ninguna fecha de muerte sino el año de nacimiento entre paréntesis, como si en verdad Huertas estuviera diciéndonos que aún no termina todo, que algo de esa misma materia ponderada por Lucrecio en De rerum natura puede sostenerse aún más allá de las caídas y desviaciones infinitas.

Algunos pasajes de El sótano:

«Recuerdo los primeros días, cuando salía al pasillo dispuesta a sentirme una célula más que discurre junto a las otras células en la corriente sanguínea contenida por las paredes de las venas.

«Es curioso que donde no hay nada, nada puede morir, y, sin embargo, todo lo ocupa la idea de la muerte. Una lágrima que cayera sobre aquel suelo alicatado no originaría nada. El espíritu escurriéndose por el desagüe. Por el contrario, donde el cambio es continuo todo aparece, crece, desaparece, y, no obstante, no hay muerte ahí donde todo está muriendo. Musgo en la roca, flor en el musgo, tallos en la madera. 

«Los átomos caen en línea recta, dice Lucrecio, pero hay un momento indeterminado y un indeterminado lugar donde se desvían un poco, poquísimo, lo suficiente para que no caigan todos hacia abajo como gotas de lluvia y se produzcan choques y roces entre ellos. Es lo que se llama declinación de los principios, necesaria para que se formen los objetos. De que yo había chocado no cabía duda, pero ¿hacia dónde había declinado, y con qué otras desviaciones me topé en el camino? ¿Qué artefacto construimos sin querer en nuestra caída?»

Y lo que sucede con esa segunda sección de los collages, -la novela que la protagonista de la primera parte declara que ha comenzado a escribir y que se le presenta al lector como lo no sido-, es que uno tiene sin embargo la impresión de que esa novela oculta es el libro más importante, como si los collages fueran la novela verdadera, esa que no llega a ser pero que por ser ausencia resulta un sostenimiento a la vida y la presencia en el mundo y quizá por eso con toda razón el título de este segundo apartado del libro reza precisamente: La novela que no escribí.

Pues yo puedo decir sin ninguna duda, y después de haberla leído como un ciego que es guiado a través de los pabellones sórdidos y miserables del hospital del mundo hacia la luz, que El sótano es la novela que hubiera querido escribir.

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