La noción de caos primigenio y la idea de flujo en el Tao Te Ching

Fragmento de La noción de caos primigenio y la idea de flujo en el Tao Te Ching como antítesis de la visión antropocéntrica de lo real de Alejandro Sosa, publicado en nuestra revista académica Dialektika: Revista de Filosofía y Teoría Social, 4(10), 1-14. https://doi.org/10.51528/dk.vol4.id80 
junio 4, 2022

Fragmento de La noción de caos primigenio y la idea de flujo en el Tao Te Ching como antítesis de la visión antropocéntrica de lo real de Alejandro Sosa, publicado en nuestra revista académica Dialektika: Revista de Filosofía y Teoría Social, 4(10), 1-14. https://doi.org/10.51528/dk.vol4.id80 

 

Más de dos mil años antes del nacimiento de Kant, en una China que apenas podía soñarse a sí misma, vio la luz la sentencia que inaugura este ensayo. Son los dos primeros versos del célebre Tao Te Ching atribuido a Lao Tze, quien, envuelto en un halo de leyenda y veneración, sirve en nuestros días tanto para tallarle un rostro a la fundación del taoísmo filosófico, como para señalar con un único dedo a todos los posibles pensadores que pudieron haber tejido colectivamente un texto tan profundo e inquietante como este.

Sea cual fuere el caso, lo que si queda claro, es que 21 siglos antes de que los vientos de la crítica kantiana dejasen expuestos los límites de la razón, (al revelar el carácter quimérico de un conocimiento libre de las impurezas que la subjetividad humana le impone), una idea semejante había quedado señalando -en una precoz y poética manifestación de claridad filosófica- el umbral de la que estaría llamada a convertirse en una de las obras más sutiles y penetrantes de la literatura filosófica universal.

La idea del Tao es anterior al Tao Te Ching, y lo mismo ocurre con la relación Yin Yang.[1] Estas imágenes tienen sus remotos orígenes enterrados en los albores de la cultura china, pero es en el Tao Te Ching donde con mayor coherencia y más sistemáticamente se perfila su condición de esquemas interpretacionales interdependientes. Pudiera decirse que el Tao Te Ching es un baile de 81 estrofas en torno a una noción central: la idea de Tao constituirá el centro intangible alrededor del cual se articula toda la obra, y el ritmo estará marcado por la constante e indisoluble alternancia yin-yang. Sin embargo, no veremos en esta obra -ni en ninguna de las obras representativas del taoísmo filosófico- una definición positiva de sus principios articuladores, como tampoco observaremos una separación temática o disciplinaria (del tipo ética, metafísica, gnoseología, política, ontología, etc.), ya que tanto por razones lingüísticas como filosóficas, la tendencia al desmembramiento de la realidad en partes componentes -con el presunto objetivo de facilitar su asimilación- es contraria al espíritu holístico del taoísmo filosófico[2].

Como dignos herederos de la cultura occidental, es probable que nuestros primeros esfuerzos por acercarnos a la noción de Tao, se vean ahogados en la tentación de las analogías mecánicas, o peor aún, en aquella otra de declarar como meras contradicciones lo que no se deja asimilar por simple homologación. Probablemente sin un acto de humildad intelectual, y un esfuerzo serio de imaginación, sería poco menos que estéril cualquier lectura de esta obra. Por otro lado, si asumimos (o intuimos) el carácter armónico-contextual de la oleada de imágenes, metáforas y parábolas que cubren las costas del Tao, puede que nos veamos arrastrados por una corriente (o quizá contracorriente) que se abrirá paso entre el automatismo propio de las dinámicas de pensamiento inerciales, ancladas a lo que vendría a ser el denominador común de la idiosincrasia occidental: la trilogía conformada por el principio de identidad, el principio de no contradicción y el del tercero excluido. Estos tres elementos básicos de la lógica formal son parte de los pilares en los que en gran medida se asienta el sentido común, las dinámicas de comunicación, las tendencias generales de pensamiento, y los prismas de apropiación de la realidad de la cultura occidental. Sobre dicha base se suele asumir que cada cosa (entendida como objeto de pensamiento) guarda un grupo de diferencias básicas con respecto a las otras. Esas diferencias son los cimientos de las determinaciones esenciales que más tarde vertebrarán las definiciones, y eventualmente el concepto, de cuanto puede ser nombrado.

De ahí que el primer paso en este proceso es precisamente la atribución de un nombre a cada objeto, el cual se le atribuye en virtud de una serie de características que nos permiten separar en tantas secciones como sea necesario todo el catálogo de objetos perceptibles. Así podemos identificar y explotar con fines comunicacionales las diferencias reconocibles, no solo entre lo que es ropa o comida, sino entre una camisa y un pantalón, o entre una fruta y un pescado; pero al mismo tiempo el carácter instrumental predominante en las dinámicas comunicacionales, trasciende el simple reconocimiento de las diferencias entre A y B, al implantarle a la actividad cognitiva una dirección cada vez más arraigada en el valor de la diferencia. Al atribuirle un grupo de propiedades identificatorias a cada cosa, pareciera que el nombre, la definición, o el concepto de algo, constituirá la vía por excelencia a través de la que entraremos en posesión de la forma más pura de ese algo, como si de esta manera pudiera atraparse la esencia de cualquier objeto, quedando compactada y – en términos cartesianos-  ex-cogitada.

Aunque los filósofos presocráticos ya habían hecho una distinción entre el tipo de información que nos proporcionan los sentidos, respecto tipo de información que nos proporciona nuestra capacidad intelectual, es Platón, según la tradición de la historia de la filosofía occidental, quien por primera vez formula con mayor claridad e incisión la oposición entre la idea y su manifestación material, llegando a  la conclusión de que los sentidos, la emociones, y los estados de ánimo, operan creando una especie de distorsión en la percepción de lo real, tanto por la mutabilidad intrínseca de las mismas, como por la del sustrato material al cual tienen acceso.  Como los sentidos nos muestran solo la mudable superficie de las cosas, lo que cambia, lo que degenera, y lo que nos permite apreciar el cambio, será gnoseológicamente menos importante que lo que permanece, lo que trasciende al cambio, a saber: la idea, que es lo único que permanece idéntica a sí misma. Luego, el concepto de esfera es en ese sentido puro y, por ende, más relevante y perfecto que cualquier manifestación material de los cuerpos susceptibles de ser llamados esféricos. Por eso Platón señala a la idea como el principio generador y modelador del mundo de las cosas, y si en éste nada permanece tal cual, es porque lo material tiene la propiedad intrínseca de la mutabilidad, por lo que tiende a degenerar. Por supuesto, llegado a este punto se hace extremadamente problemática la relación entre la idea y su manifestación, entre la materia y la forma, entre el concepto y la cosa, entre el noúmeno y el fenómeno, entre el espíritu y el cuerpo, entre el sujeto y el objeto.

Al calor de esta discusión, en el occidente judeocristiano, heredero de la cultura grecolatina de la cual extrajo la legitimación filosófica de sus valores idiosincráticos, fue gastándose una cosmovisión que, en términos generales, tendía a dar solución a este problema subordinando epistemológica y ontológicamente un principio al otro, y proponiendo entre ellos una conexión causal, lo cual dejó el terreno allanado para la gran popularidad de la que llegó a gozar el principio aristotélico de causa final. Así quedaron abiertas de par en par las puertas del espíritu de época al antropocentrismo en occidente. Esta escisión, y la consiguiente concepción dualista de la realidad, se convertirá durante miles de años en uno de los ejes principales de la reflexión filosófica occidental, e incluso, aun en los casos en los no ocupa el centro propiamente dicho del debate, suelen extraerse de las reflexiones en torno a esta cuestión argumentos que tributarán tangencialmente a la legitimación de posturas de carácter gnoseológico, teológico, ético, y político, dado el amplio espectro de implicaciones e interrogantes inherentes al carácter polarizador de esta polémica.

Se asiste así al nacimiento de una concepción que tendrá un impacto imponderable en la evolución del discurso filosófico, y que desbordará los marcos del mismo para verter sus aguas sobre el sentido común. En la medida en que esto fue permeando las costumbres, la tradición, la educación y demás formas del condicionamiento social, se cinceló el gran paisaje de la cultura occidental, hasta adquirir la forma poético-literaria tan sintéticamente expuesta por Antoine de Saint Exuperi en las páginas del principito: «lo esencial es invisible a los ojos».

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