La muerte
La muerte es el genio inspirador, el Muságetas de la filosofía… Sin ella difícilmente se hubiera filosofado.
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Nacimiento y muerte pertenecen igualmente a la vida y se contrapesan. El uno es la condición de la otra. Forman los dos extremos, los dos polos de todas las manifestaciones de la vida. Esto es lo que la más sabia de las mitologías, la de la India, expresa con un símbolo dando como atributo a Schiwa, el dios de la destrucción, al mismo tiempo que su collar de cabezas de muerto, el linga, órgano y símbolo de la generación. El amor es la compensación de la muerte, su correlativo esencial; se neutralizan, se suprimen el uno al otro. Por eso, los griegos y los romanos adornaban esos preciosos sarcófagos que aún vemos hoy con bajorrelieves figurando fiestas, danzas, bodas, cazas, combates de animales, bacanales, en una palabra, imágenes de la vida más alegre, más animada, más intensa, hasta grupos voluptuosos, y hasta sátiros ayuntados con cabras. Su objeto era evidentemente llamar la atención al espíritu de la manera más sensible, por el contraste entre la muerte del hombre, quien se llora encerrado en la tumba, y la vida inmortal de la Naturaleza.
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La muerte es el desate doloroso del nudo formado por la generación con voluptuosidad. Es la destrucción violenta del error fundamental de nuestro ser, el gran desengaño.
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La individualidad de la mayoría de los hombres es tan miserable y tan insignificante, que nada pierden con la muerte. Lo que en ellos puede aún tener algún valor, es decir, los rasgos generales de humanidad, eso subsiste en los demás hombres. A la humanidad y no al individuo es a quien se le puede asegurar la duración.
Si le concediesen al hombre una vida eterna, la rigidez inmutable de su carácter y los estrechos límites de su inteligencia le parecerían a la larga tan monótonos y le inspirarían un disgusto tan grande, que para verse libre de ellos concluiría por preferir la nada.
Exigir la inmortalidad del individuo es querer perpetuar un error hasta el infinito. En el fondo, toda individualidad es un error especial, una equivocación, algo que no debiera existir, y el verdadero objetivo de la vida es librarnos de él.
Prueba de ello que la mayoría de los hombres, por no decir todos, están constituidos de tal suerte, que no podrían ser felices en ningún mundo donde suelen verse colocados. Si ese mundo estuviera exento de miseria y de pena, se verían presa del tedio, y en la medida en que pudieran escapar de éste, volverían a caer en las miserias, los tormentos, los sufrimientos. Así, pues, para conducir al hombre a un estado mejor, no bastaría ponerle en un mundo mejor, sino que sería preciso de toda necesidad transformarle totalmente, hacer de modo que no sea lo que es y que llegara a ser lo que no es. Por tanto, necesariamente tiene que dejar de ser lo que es. Esta condición previa la realiza la muerte, y desde este punto de vista concíbese su necesidad moral.
Ser colocado en otro mundo y cambiar totalmente su ser, son en el fondo una sola y misma cosa.
Una vez que la muerte ha puesto término a una conciencia individual, ¿sería deseable que esta misma conciencia se encendiese de nuevo para durar una eternidad? ¿Qué contiene la mayor parte de las veces? Nada más que un torrente de ideas pobres, estrechas, terrenales, y cuidados sin cuento. Dejadla, pues, descansar en paz para siempre.
Parece que la conclusión de toda actividad vital es un maravilloso alivio para la fuerza que la mantiene. Esto explica tal vez la expresión de dulce serenidad difundida en el rostro de la mayoría de los muertos.
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¡Cuán larga es la noche del tiempo ilimitado si se compara con el breve ensueño de la vida!
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Cuando en otoño se observa el pequeño mundo de los insectos y se ve que uno se prepara un lecho para dormir el pesado y largo sueño del invierno, que otro hace su capullo para pasar el invierno en estado de crisálida y renacer un día de primavera con toda su juventud y en toda su perfección, y en fin, que la mayoría de ellos, al tratar de tomar descanso en brazos de la muerte, se contentan con poner cuidadosamente sus huevecillos en lugar favorable para renacer un día rejuvenecidos en un nuevo ser, ¿qué otra cosa es esto sino la doctrina de la inmortalidad enseñada por la Naturaleza? Esto quiere darnos a entender que entre el sueño y la muerte no hay diferencias radicales, que ni el uno ni la otra ponen en peligro la existencia. El cuidado con que el insecto prepara su celdilla, su agujero, su nido, así como el alimento para la larva que ha de nacer en la primavera próxima, y hecho esto, muere tranquilo, seméjase en todo al cuidado con que un hombre coloca en orden por la noche sus vestidos y dispone su desayuno para la mañana siguiente, y luego se duerme en paz.
Esto no podría suceder si el insecto que ha de morir en otoño, considerado en sí mismo y en su verdadera esencia, no fuese idéntico al que ha de desarrollarse en primavera, lo mismo que el hombre que se acuesta es el que después se levanta.
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Mirad vuestro perro: ¡qué tranquilo y contento está! Millares de perros han muerto antes de que éste viniese a la vida. Pero la desaparición de todos aquéllos no ha tocado para nada la idea del perro. Esta idea no se ha obscurecido por su muerte. He aquí por qué vuestro perro está tan fresco, tan animado por fuerzas juveniles, como si éste fuera su primer día y no hubiese de tener término. A través de sus ojos brilla el principio indestructible que hay en él, el archœus.
¿Qué es, pues, lo que la muerte ha destruido a través de millares de años? No es el perro: ahí está, delante de vosotros, sin haber sufrido detrimento alguno. Sólo su sombra, su figura, es lo que la debilidad de nuestro conocimiento no puede percibir sino en el tiempo.
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Por su persistencia absoluta, la materia nos asegura una indestructibilidad, en virtud de la cual quien fuere incapaz de concebir otra idea, podría consolarse con la de cierta inmortalidad. «¡Qué! -se dirá-; la persistencia de un puro polvo, de una materia bruta, ¿puede ser la continuidad de nuestro ser?».
¿Pero conocéis ese polvo, sabéis lo que es y lo que puede? Antes de menospreciarlo, aprended a conocerlo. Esta materia, que no es más que polvo y ceniza, disuelta muy pronto en el agua, se va a convertir en un cristal, a brillar con el brillo de los metales, a producir chispas eléctricas, a manifestar su poder magnético… a modelarse en plantas y animales, y a desarrollar, en fin, en su seno misterioso, esa vida cuya pérdida atormenta tanto a vuestro limitado espíritu. ¿No es nada, pues, el perdurar bajo la forma de esta materia?
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No conocemos mayor juego de dados que el juego del nacimiento y de la muerte. Preocupados, interesados, ansiosos hasta el extremo, asistimos a cada partida, porque a nuestros ojos todo va puesto en ella. Por el contrario, la Naturaleza, que no miente nunca; la Naturaleza, siempre franca y abierta, se expresa acerca de este asunto de una manera muy diferente. Dice que nada le importan la vida o la muerte al individuo, y esto lo expresa entregando la vida del animal y también la del hombre a menores azares, sin hacer ningún esfuerzo para salvarlos. Fijaos en el insecto que va por vuestro camino; el menor extravío involuntario de vuestro pie decide de su vida o de su muerte. Ved el animal de los bosques, desprovisto de todo medio de huir, defenderse, engañar, ocultarse, presa expuesta al primero que llegue; ved el pez, cómo juega libre de inquietudes de la red aún abierta; la rana a quien su ley impide huir y salvarse; el ave, que revolotea a la vista del halcón, que se cierne sobre ella, a quien no ve; la oveja, espiada por el lobo en el bosque: todas esas víctimas, débiles, imprudentes, vagan en medio de ignorados riesgos que a cada instante las amenazan. La Naturaleza, al abandonar así sin resistir, sus organismos, no sólo a la avidez del más fuerte, sino al azar más ciego, al humor del primer imbécil que pasa, a la perversidad de un niño, la Naturaleza expresa así, con su silencio lacónico, de oráculo, que le es indiferente el anonadamiento de esos seres, que no pueden perjudicarla, que nada significa, y que en circunstancias tales tan indiferente es la causa como el efecto.
Así, pues, cuando esta madre soberana y universal expone a sus hijos sin escrúpulo a mil riesgos inminentes, sabe que el sucumbir es que caen otra vez en su seno, donde los tiene ocultos. Su muerte no es más que un jugueteo. Lo mismo le sucede al hombre que a los animales. El oráculo de la Naturaleza se extiende a nosotros. Nuestra vida nuestra muerte no le conmueven y no debieran emocionarnos, porque nosotros también formamos parte de la Naturaleza.
Estas consideraciones nos traen a nuestra propia especie. Y si miramos adelante, hacia el porvenir muy remoto, y tratamos de representarnos las generaciones futuras con sus miles de individuos humanos diferentes de nosotros en usanzas y costumbres, nos hacemos estas preguntas: «¿De dónde vendrán todos? ¿Dónde están ahora? ¿Dónde se halla el amplio seno de la nada, preñada del mundo, que aún guarda las generaciones venideras?».
Pero a estas preguntas hay que sonreírse y responder: «No puede estar sino donde toda realidad ha sido y será, en el presente y en lo que contiene». Por consiguiente, en ti, preguntón insensato, que desconoces tu propia esencia y te pareces a la hoja en el árbol cuando, marchitándose en otoño pensando en que se ha de caer, se lamenta de su caída, y no queriendo consolarse a la vista del fresco verdor con que se engalana el árbol en la primavera, dice gimiendo: «No seré yo, serán otras hojas».
¡Ah, hoja insensata! ¿Adónde quieres ir, pues, y de dónde podrían venir las otras hojas? ¿Dónde está esa nada, cuyo abismo temes? Reconoce tu mismo ser en esa fuerza íntima, oculta, siempre activa, del árbol, que a través de todas sus generaciones de hojas no es atacada ni por el nacimiento ni por la muerte. ¿No sucede con las generaciones humanas como con las de las hojas?