En los combates singulares, antes de comenzar a enfrentarse, los héroes homéricos declaman los honores conquistados por sus antepasados. El recuento suele terminar con dos afirmaciones por parte de los duelistas: la promesa de no deshonrar con una actitud cobarde a sus ancestros y el deseo de superar sus hazañas si fuera posible.
La Ilíada es el libro del hombre[1] que amanece, que despierta a la adultez luego de la noche larga de la infancia y la adolescencia. Sus protagonistas se encuentran inmersos en una guerra en donde las batallas se libran a hachazos y pedradas, pero cuyo fin estará marcado por la astucia y la imaginación. Apenas acaban de descubrir que no son bestias, ya han logrado cierto dominio sobre la naturaleza y continuamente llevan sus capacidades al límite, pues se intuyen más poderosos de lo que aparentan y están ansiosos por descubrir hasta dónde podrían llegar. Al mismo tiempo, son conscientes de la existencia de fuerzas que los sobrepasan, encarnadas en los dioses, y de sus limitaciones, en especial, su finitud; mas no dudan en desafiar a las primeras ni hacer frente a las segundas.
Así, Odiseo, el ingenioso, y Diomedes, el fuerte, se juntan ante múltiples aventuras y peligros para suplir sus carencias con las habilidades del otro. En uno de los cantos más apasionantes, Menelao intenta con desesperación impedir que Héctor y su séquito se apoderen del cadáver de Patroclo, pero las embestidas de los troyanos son furiosas, el Atrida siente miedo y por momentos es obligado a retroceder; sin embargo, cada vez que el temor está a punto de vencerlo, Menelao pide a gritos la ayuda de los dioses, les suplica que no lo abandonen, que le infundan valor, y cuando ha terminado el desahogo, regresa de inmediato a lo más duro del combate para defender, de ser preciso con su vida, la honra del amigo muerto. Por su parte, Aquiles, el ideal homérico, la combinación perfecta de potencia física, inteligencia y sensibilidad, disfruta hasta hoy de la gloria y la fama prometidas: la musa no cesa de cantar su cólera y él ha vencido a la muerte aún sin ser un dios.
Ya los griegos del periodo clásico, tan comedidos y respetuosos del orden y la democracia, consideraban a la Ilíada como un libro didáctico a pesar de ser, en esencia, la narración de varias venganzas, una obra violenta en todos los sentidos, colmada de pasiones y caracteres desbordados, que resulta en la actualidad más cercana a una serie como Juego de Tronos o a ciertos ánimes de corte heroico–caballeresco que a la mayoría de los textos de verdadera intención moralizante. Y es que haya sido Homero uno o muchos[2], hayan existido o no en la realidad sus personajes, la Ilíada sintetiza y exalta, a través de las proezas y sufrimientos de sus héroes, lo más sobresaliente de la condición humana: la búsqueda de la excelencia en todas las esferas de la vida, el afán por ser siempre nuestra mejor versión aunque ello implique ir contra la mediocridad cómoda a la que la sociedad nos invita, e incluso, ir en contra de nosotros mismos. Por eso, a casi tres mil años de haber sido compuesta, troyanos y aqueos continúan llenando nuestros sueños, fascinándonos desde la primera línea del libro, y sirviendo de inspiración a los que todavía creemos que lo importante es no relajar nuestros esfuerzos por dar siempre –como individuos y como humanidad– un paso hacia adelante[3].
Notas
[1] Aquí la palabra hombre está usada en el sentido genérico de ser humano.
[2] Aunque la Grecia clásica nos legó varias biografías de Homero, ya desde entonces su existencia fue puesta en duda, siendo hoy la teoría más popular en su contra la que afirma que la palabra homero hace referencia a una clase de poetas semi–esclavos de la Grecia antigua, hijos de prisioneros de guerra o prisioneros de guerra ellos mismos, cuyo trabajo consistía en amenizar las veladas de sus señores narrando las gestas de sus pueblos.
[3] La frase es del cuento La iluminación creadora, de Ryunosuke Akutagawa.