La falacia de Richard Dawkins

marzo 15, 2024

Para el compañero Pablo de Zulueta, un sabio

Siempre hay flores para quien desea verlas.

Henri Matisse

Leo en un artículo de la revista Hypérbole que el biólogo Richard Dawkins, en su libro El río del Edén, un punto de vista darwiniano sobre la vida, se mete a imitador de filósofo (para ser exactos, aquí está imitando, homenajeando o plagiando a Arthur Schopenhauer; nada que ver, pues, con Charles Darwin, que es posterior), y escribe lo siguiente:

«La cantidad total de sufrimiento anual en el mundo natural está más allá de toda medida decente. Durante el minuto que me lleva componer esta frase, miles de animales están siendo comidos vivos, muchos otros corren para salvar su vida, gimoteando de miedo, otros están siendo comidos desde dentro por ásperos parásitos, miles de todas clases mueren de hambre, sed o enfermedad. Debe ser así. Si llega un tiempo de prosperidad, este mismo hecho lleva automáticamente a un aumento de la población, hasta que se restaura el estado de hambre y miseria. En un universo de electrones y genes egoístas, fuerzas físicas ciegas y replicación genética, alguna gente sufrirá, otra tendrá suerte, pero tú no encontrarás ninguna razón ni rima en todo ello, ninguna justicia. El universo que observamos tiene precisamente las propiedades que esperaríamos si en el fondo no hubiera ningún diseño, ningún propósito, ni bien ni mal, nada más que despiadada indiferencia.«

Nadie sabe, ni se podrá saber jamás, lo que pueda significar «cantidad total de sufrimiento anual en el mundo natural», pero el best-seller lo da así tal cual, para que suene más científico, como si tal número pudiera siquiera cuantificarse en algún sentido (llevando la contraria, por cierto, a otro best-seller, Steven Pinker, que lleva años convenciéndonos de que el mundo humano es menos violento cada día, digamos que la «tasa total de sufrimiento anual humano» va, según él, decreciendo misteriosamente). Luego dice que mientras se redacta una frase, miles de animales están pereciendo de forma espantosa, lo cual sorprende viniendo de un naturalista que debiera saber que no son miles, sino que la cifra estará más bien cerca de los miles de millones, los mismos, en términos de tasa de reposición -esta tasa si existe-, que estarán simultáneamente naciendo.

A continuación, se nos pone dramático, y los organismos «gimotean de miedo», aunque no se me alcanza que percebes, moluscos u orquídeas, precisamente los seres vivos que más fascinaron a Darwin, tengan la facultad de gimotear, ni siquiera ante la presencia de Bad Bunny. Pero lo mejor, el dislate, viene justo después. Según Dawkins, que es sin duda un realista epistemológico y un reduccionista científico, puede ser solapado en un mismo párrafo lenguaje moral dramatizado con el fin de refutar el uso legítimo de un lenguaje moral, lo cual no sólo es absurdo, sino extraño viniendo de un científico al que emplear retóricas dramáticas debiera resultarle antiprofesional. Para colmo, el texto es contradictorio, puesto que presenta hechos como «ser triturado» de un modo palmariamente negativo, mientras que no serlo, o en general, «no sufrir», es presentado como «tener suerte», palmariamente positivo, para a renglón seguido concluir, en una cabriola que sólo podría engañar a lectores distraídos o poco avezados, que ni el bien ni el mal, lo positivo o lo negativo, tienen sentido alguno en el orbe natural.

Quiero decir… ¿con qué legitimidad discursiva se atreve Dawkins a tal inferencia, si precisamente se acaba de afirmar que «ahí fuera» no hay ni diseño ni propósito, ni bien ni mal, ni suerte ni falta de ella? Schopenhauer, sin ir más lejos, podría decir que el triturado es realmente el afortunado, porque con su muerte apaga su Voluntad de Vivir y finiquita su maldición, y Nietzsche, discípulo de Schopenhauer en un primer momento, que el triturado sufre, sí, pero que el triturador lo goza, y por tanto que en un universo que premia al más fuerte «la cantidad total de sufrimiento anual en el mundo natural» (que, por cierto, Dawkins adjetiva de «indecente», otro término moral del que se sirve para abolir la moral) no ya es que sea imposible de medir, es que nos la trae al pairo.

De modo que el truco de Richard Dawkins en este texto, lo que yo personalmente denominaría «la falacia de Dawkins», en su honor, porque en realidad la encontramos hoy en muchas partes, consiste en apelar a la sensibilidad moral -lo voy a decir al estilo de la ilustración escocesa- del lector para después negársela rotundamente, exigir casi que se la extirpe de cuajo, que es como decirle a un niño que el hecho de que le guste la carne más que las verduras refuta absolutamente la utilidad y eficacia de la nutrición. Claramente, o yo me equivoco mucho, o lograr provocar en el lector un estremecimiento moral ante el presunto espectáculo de la crueldad de la naturaleza confirma, en vez de refutar, que el léxico moral tiene pleno sentido, ya que podemos aplicarlo, como hace él, por vía negativa, cuando al final del texto califica la indiferencia cósmica de «despiadada». Señor, o es verdadera y crasa «indiferencia» o es «despiadada», que de nuevo es un vocablo valorativo, pero las dos cosas a la vez no pueden ser, como ya sabía bien Epicuro de Samos, uno de sus ídolos.

Pero lo que es hábil como prestidigitación verbal no es más que porquería como filosofía, y como pedagogía no digamos ya. Supongamos que Dawkins dijera estas cosas en un colegio o en un instituto de Enseñanza, con la cantidad de casos (estos sí, también contables) de bullying que ya existen, o en un centro para rehabilitación de varones maltratadores, pongamos por caso. Estaría creando, lo quisiera o no, un ejército de matones o de asesinos en potencia, en una suerte de traducción a la realidad de la saga de películas de La purga… Se debe, pues, ser responsable de las propias palabras, y no inducir a engaño. Dawkins piensa, me parece, que la Biología es lo mismo que la Física, por eso mezcla los electrones con los genes, cuando estamos en campos de estudios muy distintos[1]. Guardo un viejo artículo que se publicó en el 150 aniversario de El origen de las especies, y donde un señor que no tiene ninguna formación científica, Gonzalo Pontón (La perplejidad de Darwin, 29 marzo 2009), nos informaba de los siguientes desajustes en los cuerpos de ciertos seres que justificarían la visión de que la naturaleza no únicamente es cruel, indecente y despiadada, sino también torpe y chapucera:

«Los mecanismos evolutivos han dotado a los kiwis alas sin función; las ballenas conservan vestigios de pelvis y huesos de la patas como recuerdo de su pasado de cuadrúpedos terrestres; los humanos contamos con músculos para accionar una cola ya desaparecida y para erizar plumas de las que no disponemos (la ‘carne de gallina’) o mover cómicamente las orejas (…)¿Sabían ustedes lo del nervio laríngeo de los mamíferos? Yo tampoco, pero el profesor Coyne lo explica de maravilla: el tal nervio interviene en la fonación, pero en vez de ir directamente del cerebro a la laringe, desciende hasta el pecho, gira alrededor de la aorta y regresa a la laringe en un recorrido tres veces mayor del necesario (…) Lo que sucede es que el nervio laríngeo procede de los arcos branquiales de nuestros antepasados los peces, y allí sí cumplían una función (…) ¿Por qué los testículos no se forman directamente fuera del cuerpo, donde la temperatura es adecuada para los espermatozoides? Se forman en el abdomen, y cuando el feto tiene unos siete meses emigran al escroto a través de los canales inguinales, debilitando las paredes abdominales con el riesgo de causar hernias, a veces mortales. La uretra está muy mal diseñada, porque pasa por en medio de la próstata, y cuando ésta se inflama dificulta o impide la micción.«

«La mujeres paren a través de la pelvis en un proceso doloroso e ineficaz, porque es demasiado estrecha (por necesidades de la locomoción bipedal) para un cráneo que ha debido ensancharse para acoger el crecimiento del cerebro.«

¿Esto es todo? ¿De verdad vamos a afearle a la Tierra, el más exuberante laboratorio de biodiversidad que jamás conoceremos, que el nervio laríngeo actúe como un taxista aprovechado, o que, al contrario -y es que hay gente que escribe sin pensar-, la uretra, que sí se comporta como un taxista honesto, recorra la angostura de la próstata? ¿Esas ridiculeces insignificantes constituyen la prueba de que la existencia no tiene sentido? Menos Dawkins y más Margulis, parafraseando el siguiente y excelente artículo de Sabina y Sandra Caula, que saben de lo que hablan.


[1] Aunque es cierto que gracias a la aportación de Ilya Prigogine y otros la Física actual va soltando lastre de su pasado íntegramente mecanicista, al que Dawkins parece tan nostálgicamente aferrado, toda la consideración actual de las propiedades emergentes y del análisis holístico de complejidades, en el espíritu de la Teoría de Sistemas de Von Bertalanffy y sucesores, sitúan a la biología molecular, a la genética y a la idea misma de «especie» en zoología enormemente lejos de los rígidos parámetros de Newton o Einstein. «Biología» es, actualmente, la ciencia natural que va prescindiendo de ese viejo lenguaje de leyes, causas y masas, para sustituirlo por probabilidades, desarrollos e interacciones, como ya intuyera, nunca mejor dicho, Henri Bergson, para el cual todo suceso es multifactorial y por tanto impredecible en su totalidad -nada que ver con el azar, ¿qué es el azar?-, y que había explicado también la necesidad, como lo hace Prigogine, de comprender el tiempo como generativo y por tanto irreversible.

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